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lunes, abril 23, 2018

TEATRO. El concierto de San Ovidio. "Hermosa parábola sobre la ceguera".

Autor: Antonio Buero Vallejo.
Con:José Luis Alcobendas, Lucía Barrado, Jesús Berenguer, Mariana Cordero, Pablo Duque, Nuria García Ruiz, Javivi Gil Valle, José Hervás, Alberto Iglesias, Lander Iglesias, Ricardo Moya, Aleix Peña, Agus Ruiz y Germán Torres.
Escenografía: Jean-Guy Lecat.
Vestuario y caracterización: Antonio Belart.
Dirección: Mario Gas.
Madrid. Teatro María Guerrero.
Enmarcada dentro del grupo de obras que la crítica ha venido caracterizando como “teatro histórico” El concierto de San Ovidio aúna dos elementos esenciales, constitutivos, diría yo, de la dramaturgia de Buero Vallejo, la temática social y la temática existencial. Además de virulenta sátira contra la explotación del hombre por el hombre, evidenciada en el mezquino y canallesco comportamiento con los ciegos del hipócrita y despiadado Valindin, la obra, a través de lo que representan la rebeldía y las aspiraciones de David, se erige en una hermosa parábola del hombre moderno tratando de satisfacer sus ansias de absoluto, de libertad y de felicidad, enfrentado a sus propias limitaciones.
Al igual que Ignacio, protagonista de En la ardiente oscuridad, que no se resigna a aceptar su ceguera y sueña con “el hermoso espectáculo de la luz de un cielo estrellado…”, David, el personaje quizá de mayor enjundia de la obra que comentamos, impelido por su talante quijotesco y atraído por la irresistible llamada de la música no se resigna a ser un vulgar intérprete de melodías mediocres y sueña con llegar a ser solista de una verdadera orquesta de profesionales. A su vez, su insobornable sentido de la dignidad le impide degradarse a ser un mero objeto de irrisión y de escarnio público actuando junto a sus compañeros en una caseta de feria. Ello desemboca inevitablemente en un conflicto con sus propios compañeros de infortunio, particularmente con el joven Donato, a quien literalmente a prohijado y que confía ciegamente en él, y con Valindin, el desaprensivo empresario de poca monta que los explota a todos, para acabar encontrando en Adriana, la mantenida de Valindin, a su verdadera alma gemela de la que terminará enamorándose.
Tragedia compleja, como se ve, la inscripción del conflicto en un plano existencial, abstracto, con la ceguera como símbolo universal de las limitaciones humanas, no impide la dimensión contingente de los personajes, que se mueven por sentimientos e intereses reales, cotidianos, como Valindin, al que sólo mueve el afán de lucro personal enmascarado bajo la etiqueta de filantropía; Adriana, que aspira al reconocimiento social y al amor verdadero; Nazario, a quien mueve el resentimiento y el odio hacia los que pueden disfrutar de la visión, o la Priora del hospicio de los “Quince Veintes”, que se aviene a un trato leonino con un rufián a fin de conseguir dinero para sufragar los gastos de la institución de beneficencia que regenta.
La escenografía de Jean-Guy Lecat, acierta a evocar la sobriedad monacal del hospicio, la noche cerrada en las callejuelas del entorno de Notre Dame, o la atmósfera de jolgorio y desenfreno en los cafetines del París de la Francia prerrevolucionaria de finales del XVIII en los que el populacho daba rienda suelta a sus peores instintos. Y aunque quizá peque de exceso de espectacularidad, el recurso a la proyección cinematográfica para reflejar el ambiente del interior del café donde “actúa” la orquestina de ciegos, trayendo a primer plano las muecas y risotadas de los asistentes, acrecienta la sensación de ridículo de los invidentes y la crueldad de la burla a la que noche tras noche son sometidos. Cabe resaltar asimismo la escena del ajuste de cuentas. Con los personajes en la semioscuridad, el potencial desrealizador de las sombras chinescas que proyectan los personajes a la trémula luz de un farol produce un curioso efecto de inmersión desplazando coyunturalmente nuestra percepción a una inquietante zona de penumbra.

Meticuloso es el trabajo de dirección de Mario Gas; cada escena está preparada y resuelta con pericia tanto en el movimiento escénico como en el tono, por lo general ajustado a la intensidad dramática del momento. El tempo lento, pausado, da lugar a que se exprese un texto cuidado y preciso que Buero pone al servicio de una trama que tiene algo de novelesca. Y lo mismo cabe decir del trabajo de los actores, que transmiten a la perfección el complejo universo de relaciones a las que hemos aludido, aún contando con la dificultad añadida, en el caso de los personajes invidentes, de tener que vehicular sus sentimientos y emociones sin la inestimable ayuda de la mirada, la gestualidad y el contacto físico propio de las personas sin esa grave discapacidad. El elenco en su conjunto hace un trabajo encomiable. Donato (Aleix Peña) y David (Alberto Iglesias) sobre todo evidencian la extrema vulnerabilidad de unos seres privados de uno de los sentidos más preciosos. Conmueve la ingenuidad y el desamparo del primero y la pasión y vehemencia del segundo en la defensa de sus sueños. Transita de la desconfianza inicial hacia Adriana hasta la fe del rendido enamorado; contrasta su temple ante Valindin con su comprensión ante los arrebatos de ira de Donato, y no carece de fortaleza y de presencia de ánimo para confesar su crimen.
En el lado opuesto está la figura del malvado envidioso y resentido Nazario (Javivi Gil). El segundo papel en importancia es sin duda el de Adriana a quien Lucía Barrado da vida con singular finura y acierto. De su papel de simple comparsa de los tejemanejes de Valindin pasa a defender abiertamente la causa de los ciegos con los que se muestra siempre afable y comprensiva. Desarma su ingenuidad cuando le espeta a Donato que si los ciegos también pueden amar. Modula con contención y buen tino su creciente animadversión hacia Valindin mientras su corazón va descubriendo un nuevo y desconocido sentimiento al que se entrega con pasión. Contrasta, en fin, la rectitud y la enérgica determinación de la Priora (Mariana Cordero) con la hipocresía y doblez de este petimetre desalmado y sin escrúpulos que es Valindin (José Luis Alcobendas).
Gordon Craig.

sábado, marzo 21, 2015

TEATRO. Invernadero. “ Los espacios cerrados de la opresión.”

De Harold Pinter. Versión de Eduardo Mendoza.
Con: Gonzalo de Castro, Tristán Ulloa, Jorge Usón, Isabelle Stoffel, Carlos Martos, Javivi Gil Valle y Ricardo Moya.
Escenografía: Juan Sanz y Miguel Ángel Coso.
Dirección: Mario Gas.
Madrid. Teatro de la Abadía.



Uno estaría predispuesto a interpretar Invernadero como una fábula o parábola política de filiación orwelliana, al estilo, por ejemplo de Rebelión en la granja o incluso de 1984. De hecho la obra recrea las interioridades del día a día de una siniestra institución gubernamental, descrita como casa de “reposo”, y que guarda innegables concomitancias con los centros de “rehabilitación” para disidentes políticos que proliferaron tras la segunda Guerra en la extinta Unión Soviética. La escena final en la que Gibbs comparece ante un alto funcionario ministerial británico para presentar su informe de lo sucedido en la institución sólo variaría la amplitud, por así decirlo, el objetivo de su sátira política, haciéndola extensiva a los gobiernos de los estados supuestamente democráticos, que también se estarían comportando, en cuanto al control de sus ciudadanos, como estados totalitarios.

Siendo esto cierto, me inclino a pensar que la reflexión a la que invita la obra posee un rango más universal y, a su vez, de un orden más cotidiano, vinculado a la angustia existencial que provocan la soledad, el aislamiento, la inseguridad y la incomunicación. De hecho, sin mostrar en escena a ninguno de los “internos” -sólo oímos ruidos extraños y alaridos aterradores en los breves momentos de oscuridad de las transiciones de escena a escena- y a tenor de las actitudes de recelo y de desconfianza entre los cuidadores, del comportamiento atrabiliario de Roote o de la frialdad y el sadismo de Gibbs y de la señoríta Cutts podemos intuir la inquietante atmósfera de amenza -kafkiana-, de “terror sin rostro” -que escribiera Javier Villán- que reina entre los inquilinos de esta singular “fundación”, sensación de amenaza acrecentada por una claustrofóbica escenografía que evoca las celdas de una prisión o los cuartos de aislamiento de paredes acolchadas de un psiquiátrico. Y como espectadores, no podemos sustraernos a los efectos devastadores de ese entorno asfixiante y opresivo, sólo mitigado por el humor sardónico y mordaz, con trazas de la “crueldad” artaudiana, que impregna toda la obra, comicidad tributaria, en parte, del teatro del absurdo por lo que respecta a la ruptura radical de la lógica discursiva de los diálogos y por la resolución de situaciones que derivan hacia lo insólito y lo extemporáneo, pero también por el recurso a la parodia, elevada a verdadera obra de arte como instrumento de demolición de convencionalismos sociales y de prejuicios conceptuales.

La dirección de Mario Gas acierta de pleno revelando el tono entre tragicómico y farsesco que caracteriza la pieza, apoyado en un magnífico trabajo actoral. Gonzalo de Castro borda su papel de Roote, el director de la institución, un coronel del ejército retirado de carácter irascible y atrabiliario, un incompetente que bascula entre el paternalismo y los accesos de cólera; bajo los efluvios del whisky convierte su discurso de felicitación navideña en una enfebrecida arenga más propia del sargento Friolera por sus reminiscencias valleinclanescas. Sólo le iguala en histrionismo su insolente subordinado Lush (Jorge Usón) en la delirante alocución acerca de las diferencias entre los centros de “reposo” y los de “convalecencia” o la displicente y atractiva señorita Catts (Isabelle Stoffel) desplegando ante el impasible Gibbs sus estudiadas artes de seducción. Sus contoneos, caricias, susurros y miradas lánguidas son una muestra de manierismo en estado puro. Tristán Ulloa hace una espléndida creación de Gibbs, el segundo de a bordo de Roote: subordinado solícito y obsequioso hasta la nausea, bajo su congelada sonrisa de hiena se esconde un ser frío e imperturbable, un ladino, calculador, verdadera encarnación de la filosofía de la institución, capaz de la mayor crueldad para secundar sus fines. Aunque tienen menor relevancia como personajes, no les van a la zaga la ya mencionada Isabell Stoffel en el papel de la señorita Catts, una misteriosa ninfómana de andares sinuosos, de feminidad ambigua y de cautivadora sonrisa, que coquetea con todo bicho viviente y Carlos Martos en el papel de Lamb, un aturullado “parvenu”, un incontinente pobre diablo inasequible al desaliento y ansioso por ganarse el aprecio de los miembros del “stablisment”. Víctima de la crueldad y del sadismo de Gibbs y de la indiferencia de la señorita Catts nos conmueven su candidez y su desamparo.

Gordon Craig.

Invernadero en el Teatro de la Abadía.

jueves, octubre 10, 2013

TEATRO. El veneno del teatro. "Los límites de la representación".

De Rodolf Sirera.
Versión de José María Rodríguez Méndez.
Con: Miguel Ángel Solá y Daniel Freire.
Dirección: Mario Gas.
Madrid. Teatros del Canal.

 el veneno

Desde tiempo inmemorial filósofos, críticos y dramaturgos se han empeñado con mayor o menor fortuna en descubrir la verdad del teatro, en aprehender la esencia última del hecho teatral. En la pieza que comentamos, Rodolf Sirera se suma a esa corriente convirtiendo el teatro mismo en tema de representación. Dejando de lado otros elementos de la teatralidad y centrándose concretamente en el actor, emprende su particular indagación acerca del trabajo de éste para dar vida a sus personajes, o lo que es lo mismo, acerca de la cualidad específica de la representación y de sus limitaciones.

El conflicto psicológico de fondo sobre las relaciones de poder que enfrenta a los personajes -el Actor acude al domicilio del Señor y “acepta” provisionalmente los términos del encuentro: la larga espera, la insolencia del mayordomo, etc., a título de siervo, en función de que ha sido citado por un admirador poderoso-, no es sino la trama sobre la que se sustenta la verdadera problemática que aborda la obra de Sirera: el típico conflicto barroco entre ser y parecer, entre realidad y ficción; de hecho es precisamente esa última dicotomía la que se niega a aceptar el Señor obligando al Actor a que viva realmente la muerte del personaje en un fragmento de una obra que interpreta exclusivamente para él, no dándose por satisfecho ni siquiera con la magistral interpretación, la penúltima, que acomete el Actor de esa misma escena acosado por la terrible sospecha de creerse envenenado y por la expectativa de conseguir el antídoto si da lo mejor de sí mismo y consigue entusiasmar a su único espectador.

El texto, breve, quizá con un exceso de reflexión filosófica, está bien construido y posee las dosis de suspense y de intensidad dramática propias de un auténtico “thriller”. El espacio escénico creado por Paco Azorín, una amplia estancia de aspecto señorial, en penumbra y apenas amueblada, que permite percibir en los silencios el eco amortiguado de los pasos en el entarimado, refuerza la atmósfera claustrofóbica que rodea este singular encuentro y sitúa enseguida a los personajes, apenas comenzamos a intuir las intenciones ocultas del Señor, en un universo de pesadilla.

Meticulosamente dirigidos por Mario Gas ambos intérpretes hacen un trabajo espléndido. Miguel Ángel Solá es un mayordomo circunspecto y un punto displicente, luego un anfitrión educado y atento tras cuyas buenas maneras se van mostrando progresivamente los rasgos de un carácter sádico, la extrema crueldad de un psicópata peligroso obsesionado por la idea de la muerte que asistirá impasible a los mayores padecimientos y horrores del Actor cuando este “represente” para él la única y verdadera gran ceremonia del terror. Respecto al Actor, Daniel Freire, su capacidad de transformación en escena es verdaderamente portentosa. Su aire de dandy -embutido en un impoluto traje blanco- la dignidad un tanto impostada y la autosuficiencia con que se dispone a abandonar la  estancia, ofendido por la tardanza de su anfitrión, el ademán altivo y el gesto vagamente imperioso dan paso a la sorpresa, a la incredulidad, al azoramiento, a la súplica y a la consternación cuando se ve irremisiblemente perdido a manos de la obstinación enfermiza de un maníaco. Sorprende realmente ver como se mete en el papel para representar la breve escena de la muerte a la vista de los espectadores, asistir a los primeros tanteos, observar cómo va cobrando consistencia el personaje y cómo pasa de la sobreactuación del principio al cada vez más crudo realismo de las siguientes versiones de la escena, como transita por todos los estadios del terror en un crescendo de convulsiones y espanto verdaderamente sobrecogedores.

Gordon Craig.

Teatros del Canal. El veneno del Teatro.

lunes, agosto 06, 2007

TEATRO. Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny. "Money, money".


De Bertolt Brecht.
Música de Kurt Weil.
Con: Costantino Romero, Pedro Pomares, Teresa Vallicrosa, Mónica López, Antoni Comas, Ricardo Pérez, Xavier Fernández, Abel Gracía, Enrique R. Del Portal y otros.
Dirección: Mario Gas.
Madrid. Matadero. Naves del Español.




El teatro de Brecht propende más a la reflexión ética que a la introspección psicológica, conserva siempre un reducto de didactismo -heredado de Piscator- y una profunda crítica social e ideológica, fruto de su formación marxista, por eso sus obras casan bien con el modelo de las parábolas o de las fábulas morales. De ellas conserva la simplicidad argumental, el desplazamiento histórico de las situaciones, el tono humorístico y su pretensión de validez universal. Un buen recurso, en suma, para satisfacer la tendencia de algunos directores a convertir -contra el criterio de Ionesco- sus espectáculos en sesiones de adoctrinamiento ideológico.

Por otro lado, como ocurre con todos los grandes dramaturgos, que además de escribir sus obras las dirigieron, Brecht también desarrolló unas técnicas de interpretación y puesta en escena sui géneris que, seguramente, murieron con él, pese a los esfuerzos del Berliner Ensemble por fijar y desarrollar su legado artístico. Enemigo del romanticismo y de lo irracional, bajo el poderoso influjo del expresionismo reinante en la Alemania de los años veinte, cultivó una visión precisa, objetiva y analítica de la escena y del trabajo de los actores que no siempre ha sido bien comprendida. Lo que en su peculiar forma de entender el teatro se ha descrito como “distanciamiento”, se percibe a veces como frialdad, y su didactismo, destila en muchas creaciones un irritante tufo panfletario. Además, y sobre todo con sus óperas, donde la música tiene un papel tan determinante en la creación del ambiente de época, resulta muy fácil hacer arqueología, desactivándose así, uno de los objetivos mayores de su teatro, a saber, su pretensión de historicidad, la inscripción de sus obras en una realidad contemporánea con la intención de cambiarla.

A pesar de todo, sigue siendo necesario hacer a Brecht y éste de Mario Gas es un intento meritorio de mostrar una de sus obras menos conocidas en nuestros escenarios al que hay que dar la bienvenida. El montaje es espectacular y entre sus méritos, no es el menor el haber sabido integrar esta fabulosa ciudad de Mahagonny, “en la que todos los placeres están permitidos”, en el marco de las naves que se ha reservado el Teatro Español en los antiguos Mataderos de Legazpi. Hay trabajo, hay ganas y un auténtico derroche de medios: orquesta, actores, chicas de alterne, figurantes y una elaboradísima ambientación (vestuario de época, iluminación y profusión de efectos especiales, carteles, proyecciones, ...), que sólo formalmente, a nuestro juicio, hacen del espectáculo un auténtico montaje brechtiano. La música es espléndida y el movimiento escénico atinado, pero más allá de algunas sorpresas coyunturales, como la “Alabama Song”, interpretada por Jenny (Mónica López) y el resto de las “chicas de Mahagonny” o el aria de Paul (Antoni Comas) ante las puertas del hotel del hombre rico encomiando la vida en libertad en los bosques de Alaska y rebelándose contra las prohibiciones de los timoratos burgueses que comercian con los peores instintos del ser humano aunque, claro es, dentro de un orden, el espectáculo resulta previsible, su desarrollo es lento y se hace, a veces, aburrido. Con todo, al respetable le debió de gustar el montaje, pues al final se arrancó en un largo y caluroso aplauso.

Gordon Craig.


domingo, febrero 19, 2006

TEATRO. EL RINCÓN DE GORDON CRAIG. A Electra le sienta bien el luto, “La maldición de los Mannon".

De Eugene O’Neill.
Versión y dirección: Mario Gas.
Con: Constantino Romero, Maru Valdivielso, Emma Suárez, Eloy Azorín, Bea Segura, Albert Triola, Emilio Gutiérrez Caba, Ricardo Moya y Sergio Ramírez.
Madrid. Teatro María Guerrero. 12 de febrero de 2006.

Apenas hace medio año que se reponía en el Centro Cultural de la Villa la adaptación que hizo Mario Gas de La Orestiada (ver nuestra reseña en La Tribuna de 3 de julio de 2005), la gran tragedia esquilea que sirvió de modelo esta Electra de O’Neill que ahora se estrena con gran éxito en el teatro María Guerrero. Debido a las similitudes temáticas y estructurales de ambas obras, aunque separadas en el tiempo por más de veinte siglos, no creemos aventurado suponer que ambos montajes son fruto de un mismo impulso germinal, el desafío de enfrentarse a una experiencia creadora sin precedentes, una empresa de gran calado de la que sólo un director de la experiencia y de la avasalladora personalidad artística de Mario Gas podía salir airoso. Y ello incluye la capacidad de movilizar los recursos materiales y humanos para llevarla a cabo, algo harto difícil con las deficientes estructuras de producción de que dispone actualmente nuestro teatro. Es el caso que entonces Mario Gas consiguió contar para el montaje con Vicki Peña y con Maruchi Léon en los papeles principales y ahora, ahí es nada, ha conseguido la participción de Maru Validivielso y Emma Suárez, que constituyen junto a Eloy Azorín un auténtico trío de ases en los que se sustenta el complejo edificio de esta monumental tragedia de la modernidad.

Como con los Átridas atenienses, también sobre los Mannon pesa una maldición familiar, relacionada, en este caso, con los amores adúlteros de un ascendiente de Ezra, y del consiguiente anatema que sobre los descendientes de esa relación han decretado los restantes miembros de la familia, educados en el intolerante credo del ideario puritano. En ausencia de Ezra, que como Agamenon, ha pasado varios años en la guerra, Cristina se ve arrastrada a su vez al adulterio, bajo la implacable vigilancia de su hija Lavinia, que adora a su padre -incluso más allá de lo moralmente tolerable-, y que maquina contra ella para salvaguardar el honor de su progenitor y de la familia. Los acontecimientos que suceden a partir de la vuelta de Ezra -y que omitimos para no desvelar el desenlace de la obra-, darán sobradas oportunidades a Lavinia de ejecutar su venganza, aunque ella misma no saldrá indemne de esa espiral de pecado-sentimiento de culpa-expiación en la que se van a ver involucrados todos los personajes principales.

Muchos son los aciertos de este montaje, que no debería perderse ningún buen aficionado al teatro. El primero de todos es la elección de este impresionante texto, sin duda una de las obras más ambiciosas de un autor que no se prodiga en nuestras carteleras. El segundo tiene que ver con la ambientación; la escenografía y vestuario que firman Antonio Belart y el propio Mario Gas, en su grandeza y sobriedad, crean el marco idóneo para una acción de marcado acento trágico. La sombría silueta de la imponente casa familiar enseñorea la escena y contamina su secreto maleficio a todos los que se cobijan bajo sus muros, excepción hecha del jardinero Seth, que es un mero testigo imperturbable de los horrores. La ciclópea columnata del atrio simboliza el poder de los Mannon, pero también el férreo código de conducta de sus moradores que se trasmuta en una suerte de destino ineluctable. Asimismo resulta certera la dramaturgia, que revela con claridad meridiana las principales líneas de conflicto de la obra rescatándolas de la densa maraña argumental de la trilogía originaria; y la dirección; y, desde luego, el trabajo actoral, un auténtico tour de force para todos los intérpretes, pero sobre todo para los principales, que tienen que lidiar con personajes de gran complejidad. En un polo tenemos a Cristina (Maru Valdivielso) y a Lavinia (Emma Suárez), dos temperamentos recios que protagonizan un verdadero duelo actoral. La primera representa un sentido vitalista, dionisiaco, de la existencia, una mujer madura, vehemente, que no acepta renunciar a la voluptuosidad y a satisfacer sus deseos libidinosos, aún a costa de arrastrar por el fango el honor familiar, y aunque su rival sea su propia hija. Respecto a Lavinia, representa una visión sombría, luctuosa de la vida que reprime toda posibilidad de expansión placentera; a ello une un acendrado sentido del deber que la lleva a sacrificarlo todo, incluso su propia sexualidad, a los dictados de su afán vengativo. En el otro polo está Orín (Eloy Azorín), que es la víctima, un ser débil, aquejado también de pulsiones incestuosas, desequilibrado por los horrores presenciados en el campo de batalla, y al que sólo mueve el resorte de los celos y el de los remordimientos.


Gordon Craig.
17-II-2006.

miércoles, junio 29, 2005

TEATRO. La Orestiada."La culpa y la expiación".

De Esquilo.
Con: Damiá Barbany, Emilio Gutiérrez Caba, Maruchi León, Anabel Moreno, Ricardo Moya, Gloria Muñoz, Vicky Peña, Constantino Romero, Albert Triola y Teresa Vallicrosa.
Versión castellana: Carlos Trías.
Dirección: Mario Gas.
Madrid. Centro Cultural de la Villa.




Conviene de vez en cuando dirigir la mirada a los orígenes, a los padres fundadores de este arte milenario que es el teatro; y no sólo para buscar en sus creaciones el misterio arcaico del ritual o la fuerza avasalladora de las grandes pasiones enfrentadas que arrastran al héroe al sacrificio para expiar sus culpas, sino también para redescubrir la prístina pureza de las formas, degradadas con demasiada frecuencia por el uso y por la falta de rigor y exigencia artística. Este montaje de Mario Gas de una de las piezas cumbres de la tragedia ática que se repone a hora en el Centro Cultural de la Villa revela muchos de los elementos más valiosos de la gran tradición teatral occidental que alumbraron los griegos y los hace inteligibles para un público en general no habituado al contacto con los clásicos, ni sobrado de oportunidades para disfrutarlos ni de referencias culturales para entenderlos.

El mérito primero es el del adaptador que ha conseguido hacer una precisa síntesis de la trilogía; más ponderada en las dos primeras partes (Agamenon y Las Coéforas) de las que se recuperan las escenas esenciales, más drástica –en exceso, quizá-, de la tercera, Las Euménides, de la que apenas si se rescata una breve narración de Apolo relatando la huida de Orestes perseguido por las Erinias, su absolución por el tribunal de Atenas y su regreso a Argos para reinstituir el orden social y moral que había sido roto por su padre con el sacrificio de su hermana Ifigenia.

Notable también es el trabajo de dirección y puesta en escena. Se trata de un espectáculo sobrio, de ritmo pausado y solemne que apela a la grandiosidad del conflicto sin caer en el aspaviento ni en la grandilocuencia. Mario Gas parece haber dado por buena la afirmación de Gordon Craig de que los dramaturgos arcaicos apelaban más a la vista que al oído de los espectadores y construye un espectáculo de gran impacto visual sin dejar de ser respetuoso con el verbo acendrado de Esquilo y con su fértil y poderosa imaginería.

Los actores, asimismo, realizan un trabajo encomiable, que suman al esfuerzo de compaginar varios papeles: el de individualidades destacadas con el más indiferenciado y ocasional de sucesivos miembros del coro. A la palabra certera corresponde el gesto mesurado y el sentimiento profundo, de desdén y cobardía en Egisto, de horror y placer en la vengadora Clitemnestra, de honda desolación en las predicciones de Casandra, o de melancolía y abandono en la infeliz Electra. Y no hay afectación ni artificio en las más graves acusaciones a Agamenón, ni en las más airadas imprecaciones a los dioses ni en los más crueles términos de la locura de Orestes.

No es demasiado entendible, ni práctico, el desdoblamiento del personaje de Clitemnestra (¿madre y nodriza?) y no aporta sino una innecesaria confusión. Parece cuando menos extemporánea la presencia de un “monosabio” pertrechado de una regadera de cal viva delimitando el espacio de la acción a los “medios” de un imaginario ruedo cuyas connotaciones culturales son demasiado explícitas. Resultan, asimismo, prescindibles, algunos cuadros del final de la obra que nos inducen a pensar en una conclusión más política que religiosa o moral de la misma. ¿Acaso el orden que declina con el advenimiento del logos (Apolo y Atenea) patronos de Atenas, es el de las furias del “antiguo régimen”? ¿Cómo es que el grito del atalaya pidiendo una señal (¿de la victoria de Agamenon, como en el inicio de la pieza?) procede ahora de un personaje con los ojos vendados presto al fusilamiento y resulta ahogado por acordes de música USA y por el fragor de un bombardeo? Es difícil saber con exactitud las intenciones de Esquilo cuando escribió La Orestiada, pero si sabemos que en aquel momento Atenas se estaba jugando la libertad en plena lucha con los persas, y que el autor, en una inscripción funeraria que redactó para si mismo, reivindicaba más que la gloria literaria la de haber participado en alguno de los más memorables hechos de armas de aquella guerra.

Gordon Craig.