miércoles, octubre 28, 2015

TEATRO. Best of BE Festival 2015. "Ilustrativa muestra de teatro experimental".

“Locus amoenus”.  De Atresbandes (España).
Con: Mónica Admirall, Albert Pérez y Miquel Segovia .
“The Whistle”. De Squarehead Productions (Irlanda).
Con: Darragh McLoughlin
“Beating McEnroe” (Reino Unido).
Con: Jamie Wood.
Alcalá de Henares. Corral de Comedias.



Por tercer año consecutivo el Corral de Comedias se suma a la red de teatros europeos que acogen en gira los espectáculos favoritos del público del Festivalinternacional de teatro alternativo de Birmingham 2015 ofreciéndonos la posibilidad de disfrutar de un variado muestrario ilustrativo de las nuevas tendencias de las artes escénicas.

La compañía catalana Atresbandes, que ya estuvo en el Corral en enero de 2014 con Solfatara (un acercamiento un tanto errático a la tópica “crisis de pareja”) nos sorprende gratamente con un divertidísimo y chispeante juguete cómico que recrea hasta que punto mientras nos entregamos con suma complacencia a los actos más rutinarios, podemos estar siendo víctimas de un azaroso e implacable destino. En una curiosa materialización del “efecto mariposa”, tres pasajeros “extraños en un tren” -ignorantes de lo que les aguarda cuando en menos de una hora el convoy atropelle a un conejo en plena vía-, acurrucados en su asiento, dan vía libre a sus cogitaciones o escuchan la música de su  i-pod, mientras tratan inútilmente de aislarse del mundo exterior, de mantenerse al margen de los problemas ajenos que vienen a enturbiarles esos momentos de solaz y sosiego. Lo fortuito y el malentendido -nunca mejor dicho- son los motores de este breve encuentro en un vagón de tren semivacío y los catalizadores de las situaciones más cómicas e hilarantes, mas allá de vagas referencias eruditas al tópico del  “Locus Aomenus” renacentista que da título a la obra, ese lugar placentero, ese paraje campestre idealizado por los poetas del setecientos como escenario de sus lances amorosos (“Corrientes aguas puras, cristalinas, / árboles que os estáis mirando en ellas, ...” ). Un humor de situación, con escenas meticulosamente desarrolladas con encomiable pericia y contención, con la atención al mínimo gesto, a los elocuentes silencios, al intercambio de miradas y a la dosificación precisa, de alquimista, de los efectos de la comicidad, que en el trío final, cuando Mónica accede a intermediar de intérprete entre los dos jóvenes interlocutores anglo e hispano parlantes desata un torrente de carcajadas.

Cambiando totalmente de registro, con The whistle,  Darragh McLoughlin une técnicas de malabares con teatro físico para arrastrarnos a una experiencia compartida en la que trata poner a prueba nuestra forma de mirar, con el objetivo de romper los patrones habituales de la percepción de lo que ocurre en el escenario. Desde esa solemne y pomposa afirmación de una obviedad con la comienza su actuación: “this is a whistle” -que nos recuerda al  “Ceci n’est pas une pipe” de Marcel Duchamp justo debajo de la imagen pintada de una pipa-, todo el espectáculo se rige por ese desafío a la lógica que controla la generación de expectativas por parte del espectador. Uno espera contemplar la destreza de un experto, con cinco, seis o siete bolas simultáneamente en el aire, no la “persecución” espasmódica de una bola, supuestamente dotada de autonomía que realizara por sí misma movimientos aleatorios, antítesis, por cierto de la precisión y el orden establecido  en la ejecución “correcta” de un ejercicio de malabares al uso. Tampoco esperamos, por supuesto, un cambio de indumentaria del artista a ojos vista del público, aunque claro, se da por hecho que en ese momento y hasta nuevo toque de silbato ¡tendríamos que haber mantenido los ojos cerrados!

De humor “a quemarropa” puede tildarse casi la pieza que cierra el espectáculo: Beating Mc Enroe. Del esquematismo abstracto del universo minimalista de Darragh McLoughlin pasamos a la exuberancia de Jamie Wood, al ritmo trepidante, a la sal gorda y a la plétora de elementos de la comicidad más primaria y clownesca, incluidos huevos arrojadizos, sartenazos, carreras, poses inverosímiles, disfraces o la pantomima irreverente y salaz. Y todo ello con la permanente participación activa del público, asintiendo, negando, vociferando, para parodiar en escena el mítico partido de la final de tenis de Wimblendon de 1981 entre el mirífico Bjorn Borj -caricaturizado por Jamie Wood como un cruce de monje budista zen y bailarina de ballet- y el intempestivo e irascible John McEnroe.

Gordon Craig.

domingo, octubre 25, 2015

TEATRO. Liberto. "Un testimonio conmovedor".

De Gemma Brió.
Con: Gemma Brió, Tátels Pérez y Mürfila.
Dirección: Norbert Martínez.
Madrid. Teatro de La Abadía.


Uno sale de este espectáculo sobrecogido. Y cuando camina por la calle cabizbajo, pensativo todavía intentando recomponer sus impresiones y apaciguar su ánimo, que ha sido sometido a una durísima prueba de estrés acompañando a la protagonista en su calvario, cae en la cuenta de que la catarsis era ésto. De que no hay que retrotraerse a las peripecias de un héroe o una heroína de hace veinticinco siglos, de que Medea puede estar ahí, a nuestro lado, en la parada del autobús, es un decir, o en la sala de espera de la consulta de un hospital, sollozando, aterrada, porque acaba de llega al mismo doloroso convencimiento de que tiene que dar muerte a su hijo, aunque por distintas razones de las que adujo para matar a los suyos la hija de Aetes.

La obra que estrena ahora el teatro de la Abadía es un texto primerizo de Gemma Brió que interpreta ella misma en el papel de protagonista y que pese a las dificultades iniciales para su estreno fue un éxito la temporada pasada Barcelona. Relata en primera persona la peripecia de Ada y Vicente durante los quince días de vida de su hijo nacido con daños cerebrales irreparables por falta de oxígeno durante el trance del parto.

Tras un largo “oscuro”, la fase de semiinconsciencia tras el parto debida quizá a los efectos de la anestesia, Ada comienza su periplo por esa verdadera montaña rusa de emociones en que se convierte su vida, acompañada por su pareja, familiares y conocidos, en particular por su íntima amiga y confidente Etna (Tátels Pérez), pasando del desconcierto inicial al momento de máxima tensión del trance final, a duras penas atemperada por dulce bálsamo de “Always on my mi mind” que acompaña los últimos minutos de la agonía de Liberto. En un primer tramo de ese itinerario, ante la ambigüedad de los diagnósticos, intentará sin éxito hacerse trampas en el solitario: “quizá no sea tan grave”; “al menos podrá moverse”; “siempre nos quedará Houston”. Luego, progresivamente vendrá el acoso a las pediatras; la progresiva constatación de la gravedad de la situación, y la rebeldía, y la rabia, y la autocompasión, y la pregunta inexcusable ¿por qué a mi?, asociada, quizá, a ese mismo deseo de rehuir el sufrimiento de Jesús en el huerto de Getsemaní: “Padre, si es tu voluntad, aparta de mi este cáliz”, (Lucas, 22, 42); aunque, ciertamente, las alusiones de carácter religioso en esta obra sean escasas, sarcásticas, incluso, para referirse a un San Pedro “funcionario de aduanas” impidiendo la entrada en el Paraíso a una inocente criatura porque carece de una fe de Vida. Y por último la decisión más dolorosa, la asunción de un postulado tabú: desear la muerte del hijo, y lograr que lo comprenda y lo comparta su pareja, cuando la disyuntiva es esperar inermes al empeoramiento previo al desenlace, para que los médicos puedan dejar de prestarle la ayuda que le mantiene vivo, porque “hay que respetar la ley”.

Con leves pinceladas de crítica social, a los recortes en sanidad o educación de la Generalidad, a los códigos de deontología médica, o a la de los excesos y sinrazón de la burocracia, la pieza se centra en la dimensión humana de un problema: el de la muerte digna, y de cómo se vive personalmente, íntimamente, una tragedia de estas dimensiones, enfrentándonos a sensaciones y estados de ánimo desconocidos y cambiantes sobrevenidos sin que apenas tengamos tiempo de asimilarlos y hacer una análisis frío y racional de los mismos, porque la razón no sirve para enfrentarnos a esas trampas de la vida, a esas situaciones límite para las que nunca estaremos lo suficientemente preparados.

Dos únicas actrices en escena, en un trabajo concienzudo, encomiable, entregado, de gestos, de silencios, de entonaciones, representado la multitud de personajes que participan en la acción: familiares, amigos, médicos, guardias de seguridad, etc., etc., y un ritmo trepidante, una polifonía de voces , de registros, de enunciaciones, de interpelaciones al público, a quien a veces se pide ayuda, a veces se le invoca como juez o se le pone por testigo para justificar decisiones difíciles y arriesgadas, y una guitarrista de rock, Mürfila, cuyos punteos acompañan, subrayándolos, determinados estados de ánimo, cuyas melodías calman el espíritu y cuyos desgarrados acordes transmiten mejor que cualquier palabra la rabia, la impotencia o la desesperación.

Gordon Craig.

martes, octubre 20, 2015

1000 razones para no dejar de leer. El siglo de las luces de Alejo Carpentier.

"Aquello era tan insólito, tan imprevisto, tan inquietante, que no acaba de admitir su realidad. En pocas horas iba saliendo de la adolescencia, con la sensación de que su carne había madurado en la proximidad de una apetencia de hombre".
El siglo de las Luces, de Alejo Carpentier.

jueves, octubre 15, 2015

TEATRO. Trilogía sobre algunos asuntos de familia. "Momentos inolvidables".

Los autores materiales, El autor intelectual y Cómo quieres que te quiera.
De Jorge Hugo Marín.
Con: Juana Arboleda, Juan Pablo Acosta, Luna Báxter, Celia Becerra, Juanita Cetina, Carmena Cossío, Daniel Diaza, Miguel González, Jorge Hugo Marín, Fernando de la Pava, Angélica Prieto y Rodolfo Silva
Compañía teatral “La Maldita Vanidad”.
Dirección: Jorge Hugo Martín.
Madrid. Teatro Valle-Inclán.
























Constituye esta Trilogía del joven dramaturgo y director Jorge Hugo Martín (Medellín, Colombia, 1981), un vívido friso de la sociedad colombiana contemporánea. En la línea verista de los creadores argentinos Rafael Spregelburd o Claudio Tolcachir (recuérdese Tercer cuerpo o La omisión de la famila Coleman) su teatro es un teatro de urgencia, sin concesiones a lo superfluo o al artificio, que nace de una genuina necesidad de explorar con una mirada nueva y sin prejuicios algunas disfunciones que empañan la convivencia en la familia y en otros círculos sociales; lacras o anomalías ligadas a la obsesión por el estatus o a los roles sociales o a ciertos tópicos heredados de generaciones pasadas exacerbadas en un contexto general de violencia soterrada o explícita. De hecho, la primera de las obras (Los autores materiales) arranca con la comisión de un brutal asesinato perpetrado por tres estudiantes de universidad en la figura de su casero que ha venido a su apartamento para reclamarles tres mensualidades de alquiler y termina con el clima de amenaza que se instala entre los empleados de una sala de festejos durante los preparativos de la fiesta de iniciación de una caprichosa “quinceañera” hija, por más señas, de un capo de los cárteles del narcotráfico colombiano, que es el argumento que se desarrolla en la última pieza de la trilogía: Cómo quieres que te quiera.

Se trata de tres obras autónomas unidas para la ocasión -con buen criterio, a mi juicio- en un solo espectáculo que, aunque se hace un poco largo -las obras duran casi una hora cada una a lo que hay que añadir la espera de los intermedios peregrinando de espacio en espacio-, proporciona esa visón panorámica de la sociedad colombiana a la que aludíamos arriba y, a la vez, da cuenta de la versatilidad de la compañía para desenvolverse en diversos tonos y registros, desde el inquietante clima de suspense de Los autores materiales, donde la tensión puede cortarse literalmente con un cuchillo hasta el descacharrante tono paródico-burlesco con trazas de humor negro de Cómo quieres que te quiera pasando por el sesgo tragicómico con tientes de sainete costumbrista de El autor intelectual.

Resulta estremecedora la truculencia de las escenas iniciales mientras lenta y pausadamente los “autores materiales” se van deshaciendo de las huellas de su crimen, impacta asimismo ese largo silencio durante el que los asesinos parecen valorar el alcance y consecuencias del mismo, y la violencia latente tras la mirada aviesa y taciturna de El Negro (Fernando de la Pava), el nerviosismo de Sebastián (Miguel González), y el torpe disimulo de ambos ante las intempestivas preguntas y más preguntas de la parlanchina Mercedes (Ella Becerra).

El destartalado cuchitril donde viven los estudiantes, escenario de la carnicería de la primera pieza, se sustituye en la segunda de las obras por el suntuoso salón de una familia de clase media acomodada. Tras los cortinones del amplio ventanal que se abren para que presenciemos lo que ocurre en el interior, Susana y Jorge se lanzan reproches mutuos con el ensordecedor sonido de fondo del llanto de un bebé. Parecen haber llegado a un punto de no retorno en sus relaciones de pareja. La llegada inesperada de sus cuñados, Sergio (hermano de Jorge) y Elvira trasmuta momentáneamente los gritos y los improperios por los buenos modales. Pero por poco tiempo. Enseguida se rompen los diques impuestos por la cortesía y veremos hasta que grados de ensañamiento –como en Un Dios salvaje, de Yasmina Reza- pueden llegar las discusiones familiares, esta vez a cuenta de quién tiene que cuidar a la madre anciana. La abrupta sinceridad de la inmisericorde Susana (Juana Arboleda) contrasta con los modales exquisitos, el continuo disimulo, el coqueteo y ese aire de no haber roto un plato en su vida de la presumida y autosuficiente Elvira, (soberbia Elia Becerra), que a ratos nos recuerda a la Blanche Dubois de Un tranvía llamado deseo.

El colofón es apoteósico. Con el título de una empalagosa balada para adolescentes, “Cómo quieres que te quiera”, supongo que una más de las que hacen furor entre las púberes de Bogotá o de Medellín, la última de las obras nos sumerge en el edulcorado y cursi ambiente de una típica fiesta-ritual de iniciación de la mujer en la vida social al cumplir los quince años. Todos los tópicos en circulación sobre la virginidad, o sobre la felicidad conyugal, sobre el ideal de belleza femenina o sobre los símbolos de estatus que los parvenues han “comprado” a los miembros de las clases privilegiadas se ponen en solfa. Y hasta la enrarecida atmósfera de intimidación en la que se desarrolla la fiesta y los métodos mafiosos de la “famiglia” son sometido a una sátira inclemente y parodiados hasta el ridículo. Parafraseando el eslogan que los publicistas han acuñado para referirse a estas pomposas y ridículas celebraciones, el elenco al completo nos ofrece un momento realmente “inolvidable”.

Gordon Craig.

martes, octubre 06, 2015

TEATRO. Reikiavik."Un muchacho en primera fila".

De Juan Mayorga.
Con: Daniel Albaladejo, Elena Rayos y César Sarachu.
Escenografía y vestuario, Alejandro Andújar.
Iluminación: Juan Gómez-Cornejo.
Dirección: Juan Mayorga.
Madrid. Teatro Valle-Inclán. Sala Francisco Nieva.


Como dice mi admirado Javier Villán el teatro de Mayorga nace de la confluencia de una mirada al presente y de otra a la Historia como agente de transformación. Y la obra que comentamos, Reikiavik, recién estrenada en el Teatro Valle-Inclán (sala Francisco Nieva) corrobora cien por cien esta afirmación. En ella, un muchacho -que muy bien pudiera haber salido de las aulas del instituto de El chico de la última fila-, aficionado al ajedrez, asiste desde un lugar preferente a la recreación que, dos alucinados y misteriosos personajes que se reúnen habitualmente a jugar al ajedrez en una mesa del parque, hacen de la llamada “partida del siglo”, el duelo que tuvo lugar durante casi dos meses en la ciudad islandesa de Reikiavik en el verano de 1972 entre el por entonces campeón del mundo, el soviético Boris Spasski y el aspirante, el norteamericano de origen judío Bobby Fischer. En esta recreación, habida cuenta de la inusual expectación que se creó en torno a la partida, dada la rivalidad existente entre las dos grandes potencias en plena guerra fría, afloran cuestiones relacionadas con las peculiaridades de los respectivos regímenes, el liberal capitalista de los USA y el soviético de la URSS, y se muestra cómo, efectivamente los jugadores sufren toda la presión de unos gobiernos que tratan de usarlos como arma propagandística en el tablero geopolítico.

De modo que hay varios escenarios superpuestos en esta obra polifónica de Mayorga: el geopolítico, el de la sala de congresos donde se celebra el campeonato, el personal, esto es, el de los jugadores recluidos en sus aposentos o rodeados de sus más estrechos colaboradores y el más modesto y consuetudinario de ese rincón del parque donde Waterloo y Bailén juegan a representar la vida de otros, a emular a sus héroes, quizá para escapar a una existencia anodina y vacua, de la que casualmente a penas se dan pistas en la obra, probablemente porque lo importante no sea su existencia individual ni su condición de perdedores, sino el juego mismo. Y no me refiero al ajedrez -aunque este milenario juego pudiera muy bien constituir, con sus dos únicos contendientes enfrentados a un lado y otro del tablero, la quintaesencia del conflicto dramático-, me refiero al juego teatral, a esa prodigiosa invención humana diseñada para convertirse, como dice el propio Mayorga, en el doble del mundo, en el espejo de aumento en el que mirarnos para mejor observar nuestras taras o nuestras virtudes, nuestros aciertos y nuestros errores, nuestros prejuicios o nuestra menguada claridad de juicio.

Sirviéndose de recursos técnicos que ya ha empleado otras veces en sus obras, como el solapamiento de planos o lugares del desarrollo de la acción sin solución de continuidad entre uno y otro, como en la ya citada El chico de la última fila; o como el “desdoblamiento” de los personajes, en algunas escenas de Cartas de amor a Stalin (Bulgakova: - "Te puedo ayudar a escribir esas cartas intentando imaginar como reaccionaría Stalin”), Mayorga lleva al extremo esta disociación o desdoblamiento de personajes haciendo no sólo que Waterloo y Bailén interpreten alternativamente y sin transiciones a Spasski y a Fischer, sino que se multipliquen en una miríada de personajes que van desde Kissinger al fantasma de Stalin, pasando por los asesores, guardaespaldas, novias, amantes, padres y madres de los contendientes, hasta miembros del Soviet Supremo, en un trepidante carrusel de intervenciones que llega a absorber por completo la atención del espectador, aturdido literalmente bajo un diluvio de alusiones, datos numéricos y citas -típicas también de la factoría Mayorga- que estimulan su imaginación hasta impregnarle de la tensión creciente que soportan los contendientes y contaminarle de su irrefrenable pasión por el juego. El ritmo, trepidante, no me cansaré de decirlo es esencial. Mayorga, que también dirige con gran acierto el montaje, modula el tiempo a su antojo dilatando el instante en el que se efectúa un simple movimiento de caballo o saltando abruptamente del aeropuerto al hotel, del presente al pasado y viceversa o de una a otra de una serie de partidas, para luego volver a congelarlo en una evocación de la niñez, en la angustia ante un nuevo movimiento o en la sosegada contemplación de la apacible superficie del lago.

La ruina del teatro sólo deja en pié unas acciones interpretadas ante un público” había escrito el autor en un lúcido artículo de 1994 y esa parece ser la máxima que guía la puesta en escena. Unas tenues pinceladas sonoras, una mesa de ajedrez como la que hay en muchos parques en nuestras ciudades y una escenografía sintética, abstracta, de imágenes proyectadas sobre una pantalla: apenas unos números con el tanteo, planos de planta del hotel o esbozos de dibujos que sugieren el desangelado y espectral paisaje de Islandia. El resto se fía al prodigioso poder evocador de la palabra y a las acciones en las que se sustenta, obra de un portentoso trabajo de transformismo de los actores, de los tres, aunque obviamente Daniel Albaladejo y César Sarachu tienen mayores oportunidades de lucimiento. Como ha quedado dicho, ambos, Bailén y Waterloo alternan para representar indistintamente a los dos ajedrecistas, aunque todos asociamos al primero con la imagen del afable y condescendiente Boris Spasski de expresión y porte einsisteinianos y al segundo, desgarbado, inquieto, de ademanes nerviosos y tocado con la inseparable gorra de béisbol con la imagen del Fischer maduro. Sus actitudes y comportamiento en escena delatan al excéntrico y genial jugador y reflejan el carácter obsesivo y paranoico que atribuyen las crónicas al niño prodigio que arrebataría el trono del ajedrez mundial a los soviéticos.

Gordon Craig.