martes, diciembre 30, 2014

domingo, diciembre 28, 2014

TEATRO. Perdona si te mato, amor. "El asesino de la corbata de seda".

De Carlota Pérez-Reverte Mañas.
Con: Nacho Rubio, Rafa Blanca, Javi Coll, Julián Ortega, Antonia Paso y Silvia de Pé.
Dirección: Alberto Castrillo-Ferrer.
Madrid. Naves del Matadero.



Perdona si te mato, amor es un combinado de elementos heterogéneos procedentes de la comedia costumbrista, del genero policiaco y del teatro del absurdo de la factoría Mihura; un cóctel que, aunque no destaque por la originalidad de los ingredientes, muestra al menos una notable capacidad de invención de la autora a la hora de combinarlos y una gran habilidad para mantener la intriga hasta el mismísimo final.
Renuncio a contar el argumento pues ello me llevaría a desvelar algunas claves esenciales para mantener el suspense, elemento nuclear de toda obra de naturaleza policial que se precie. Baste decir que se trata de una disparatada y rocambolesca historia de policías, detectives y asesinos en serie, tejida en torno a una singular agencia de asesoría criminal regentada por un tal Homero Mortimer, ilustre apellido, por cierto, nombre de un personajes de El perro de los Baskerville, que ya nos pone en al pista de por donde van a ir los tiros.
Bien tejida, como he dicho, la trama, de tono desenfadado y con un diálogo ágil (y hasta brillante, a veces, si no fuera por la obsesión de la autora por la frase ingeniosa y por el juego de palabras de filiacion jardielesca, que conduce a veces a lo chusco, a lo manido y al tópico) la obra le viene como anillo al dedo al avezado director Alberto Castrillo-Ferrer ducho en las lides del psicodrama cómico (Al dente, de la que también es autor) y de la sátira/farsa política (espléndida Feelgood, de A. Beaton, que vimos en esta misma sala) que saca del texto todo el partido posible sirviéndose de un solvente equipo técnico y de las enormes posibilidades que brinda producir al amparo de un teatro público, entre otras la de contar con una elaborada -y acertadísima, todo hay que decirlo- escenografía de espacios múltiples que firma Javier Pellicer y que permite dar al espectáculo un decidido sesgo cinematográfico acorde con el dinamismo de la trama.
Los actores, en general, aportan a sus respectivos papeles justo lo que estos les exigen y, a veces, no pueden dejar de caer en el lugar común o en la caricatura que está ya en el personaje mismo, como en el caso de la casera con veleidades detectivescas o en el del forense despistado, papeles que les han caído en suerte a Antonia Paso y a Julián Ortega; este último sale mejor parado en su papel de atormentado asesino compulsivo de la primera parte de la obra. El Fiscal (Nacho Rubio) y el detective (Rafa Blanca) son un cruce del inspector Gadget y del Inspector Clouseau, de La pantera Rosa, obra con cuya estética (grafismos naif de los “títulos de crédito” y banda sonora de cine mudo) guarda notables similitudes la presentación de los personajes con la que se inicia el espectáculo. Javi Coll pone la nota del Madrid castizo encarnando a un “diligente” funcionario de policía de comisaría de barrio, aunque bien pudiera ser un agente de movilidad camuflado, de los que tuvieron el altercado con Esperanza Aguirre. Hace doblete con un misterioso híbrido de ferretero y mancebo de botica; de mirada aviesa y aspecto simiesco, encerrado en su chiscón constituye una inequívoca estampa galdosiana. Silvia de Pé, en fin, está más que sobrada de recursos para extraer de su personaje, Madeleine, lo que esta tiene de cruce de “viuda negra” y “femme fatal”.
Un buen divertimento para estas fiestas navideñas si no nos tomamos demasiado en serio ese furibundo y extemporáneo ataque a la mediocridad ambiente con que se despacha el fiscal ¡a cuenta nada menos que de las corbatas!
Gordon Craig.

viernes, diciembre 19, 2014

TEATRO. ¡Bleu!: "Protagonistas los niños".

Dirección artística: Francesco Gandi y Davide Venturini.
Coreografía: Anna Balducci.
Diseño visual: Elsa Mersi. Diseño de sonido: Spartaco Cortesi.
Compañía: TPO en coproducción con Teatro Metastasio Stabile della Toscana.
Madrid. Teatro de la Abadía.


Como ya viene siendo habitual, la programación de La Abadía se orienta durante estas fiestas navideñas hacia un público más joven dando cabida en sus salas a obras que, sin merma de la calidad de los espectáculos dirigidos a los espectadores adultos, salen al encuentro de un público infantil y familiar con necesidades y apetencias probablemente distintas, pero con no menor grado de exigencia artística que los primeros. Espectáculos, cuya selección conlleva si cabe una mayor responsabilidad de los programadores, porque, sin duda, del éxito o del fracaso con el que el niño afronte esas primeras experiencias en el mundo del teatro dependerá en gran medida el que se convierta en el futuro en un buen aficionado y en un amante del arte de Talía. Tengo para mí, después de haber asistido a la doblemente estimulante experiencia del espectáculo y de las reacciones y de la implicación -entusiasta- de los niños, que esta delicada e imaginativa propuesta ha colmado las expectativas del publico infantil y ha pulsado la fibra emotiva, la sensibilidad a flor de piel y la innata propensión a la fantasía que anidan en los corazones y en las mentes de los más pequeños.

Se trata de una poética e imaginativa fantasía de luz y color que tiene como motivo el universo marino y submarino. La obra toma como punto de partida el encuentro de un marinero solitario y una misteriosa ninfa de las profundidades cuando éste extrae, adheridos a la cuerda que sujeta el ancla de un imaginario navío diversos objetos entre los que figura una especie de bola (¿perla?) dotada de poderes mágicos reclamada por la ninfa. A partir de ahí, la obra se desarrolla como una sucesión de cuadros evocadores de distintos motivos y ambientes marinos y de animales subacuáticos como las olas en movimiento, la arena de la playa, las tonalidades iridiscentes del agua al ser atravesadas por los rayos del sol o peces y criaturas marinas de extraños poderes, como unas caracolas a cuyo contacto la arena produce vistosos fenómenos luminiscentes. Cuadros construidos en torno a un esbozo -mínimo, si es que lo hay- de argumento que es apenas el pretexto para una sorprendente exhibición de creatividad visual.

Sometidos al encantamiento y a la seducción de las imágenes proyectadas y al influjo de la espléndida ambientación sonora los niños apenas si necesitan un mínimo estímulo del marinero y maestro de ceremonias para irrumpir en el escenario, embarcarse en una incierta travesía de cuento o entregarse con fruición al juego de perseguir burbujas, o estrellas marinas, de dibujar divertidos arabescos sobre la arena mientras intentan zafarse de las olas. Y es que ahí radica a mi juicio el principal atractivo de este trabajo de la compañía italiana, el conseguir la participación de los pequeños y convertirlos en protagonistas activos, junto a los dos actores, del espectáculo, para disfrute y regocijo del resto.

Una muestra consumada, en fin, de dominio de los medios y sistemas interactivos de generación de imágenes combinado con una sensibilidad exquisita y una rara habilidad para conectar con las necesidades y los gustos de los más pequeños. Todo un acierto para despertar en ellos el gusto por el teatro.

Gordon Craig.

Teatro de la Abadía. Bleu! 

miércoles, diciembre 17, 2014

1000 razones para no dejar de leer. Osvaldo Soriano: "Hay tres clases de futbolistas. [...] Esos son los profetas".


<< Hay tres clases de futbolistas. Los que ven espacios libres, los mismos que cualquier payaso ve desde la tribuna y los ves y los ponés contento y te sentís satisfecho cuando la pelota cae donde debe. Después están los que de pronto te hacen ver un espacio libre sin más, un espacio que vos mismo y quizá los otros podrían haber visto de haber observado atentamente. Ésos te tomas de sorpresa. Y luego hay aquellos que crean un nuevo espacio donde no debería haber habido ningún espacio.
Esos son los profetas. Los poetas del juego. >>

"Fútbol. Relatos épicos sobre un deporte que despierta pasiones" de Osvaldo Soriano.

viernes, diciembre 12, 2014

TEATRO. Fausto: "¿Cómo te he de aprehender, Naturaleza infinita?".

De J. W. Goethe.
Con: Manuel Castillo, Víctor Clavijo, Roberto Enríquez, Alberto Frías, Emilio Gavira, Aarón Lobato, Rubén Mascato, Pablo Rivero, Marina Salas y Ana Wagener.
Escenografía: Sven Jonke.
Versión: Livija Pandur, Tomaz Pandur y Lada Kastelan.
Dirección: Tomaz Pandur.
Madrid, Teatro Valle-Inclán.



Es El Fausto de Goethe crisol y culminación de una vasta profusión de leyendas de diversas tradiciones literarias que hunden sus raíces en los textos bíblicos y clásicos y que plantea, según opinión de Schiller, el drama profundo de la naturaleza del hombre en su malogrado intento de aunar sus ansias de absoluto con sus limitaciones físicas, de conciliar, en suma, sus dos “naturalezas”, la divina y la humana. A Goethe le obsesionó durante muchos años la creación de esta obra a la que dedicó no pocos esfuerzos, desde su primera formulación en una especie de “protofausto” (Urfaust), hasta su sistematización definitiva en forma de drama simbólico de una complejidad sin parangón en la dramaturgia occidental.

Acometer el montaje de esta obra constituye por ello un desafío en toda regla para cualquier director teatral, incluso para Tomaz Pandur, que no se arredró ni ante el mismísimo Infierno de Dante (espléndido trabajo, por cierto, a juzgar por la crítica y por testimonios de primera mano, visto en Madrid en el Festival de Otoño en 2005 y que no tuve oportunidad de presenciar). Un desafío al que los grandes creadores no pueden sustraerse de todos modos, quizá porque late en ellos el mismo anhelo profundo del doctor Fausto de “aprehender la Naturaleza infinita” y la misma frustración ante la imposibilidad de ver satisfecho ese deseo. Pero no sigamos con este paralelismo que nos llevaría a pensar que también esos creadores, y en particular Tomaz Pandur, responsable del sorprendente montaje que comentamos, han establecido algún pacto con el Diablo en busca de ayuda para satisfacer sus deseos. No nos atrevemos a tanto, aunque cabe conjeturar que el director esloveno se ha encomendado a algún genio tutelar que ha velado por la feliz conclusión de un tan aventurado proyecto.

Releyendo el texto de Goethe puede valorarse en su justo término no sólo la drástica síntesis del contenido argumental de la obra a la que el director ha procedido, sino también su personalísima orientación en cuanto al tono de la misma. Ha incorporando a su puesta en escena solo aquellos fragmentos de la obra que considera esenciales (y que pudieran abordarse en el lapso de tres horas, que es la duración del espectáculo) y ha trocado la solemnidad y el tono épico de muchas escenas por el desenfado, el sarcasmo y la más acerba parodia, que llegan a su culminación, por ejemplo, en la escena VIII del acto único de la primera parte, escena del encuentro de Fausto con Margarita, (“Bienvenida seas dulce penumbra, que este sagrario envuelves”, etc., etc.), convertida como digo en una grotesca bufonada, donde una sandia y alelada Margarita balbucea al dictado de su madre las respuestas a los requiebros de viejo verde Fausto mientras un diletante Mefistófeles pasea a su alrededor en bicicleta. Pero este es sólo un ejemplo de los drásticos contrastes, del sincretismo de personajes, de la superposición de elementos teatrales y metateatrales, del radical desplazamiento de la acción de que se sirve Pandur con el propósito de adaptar la pieza al “clima intelectual y emocional” (sic) de nuestra propia época, y añado yo, a los principios de su poética escénica caracterizada por la hibridación de diferentes medios expresivos (verbales, sonoros plásticos y visuales) y por la complejidad de sus elementos metafóricos.

A medio camino entre los misterios y las alegorizaciones medievales y el autosacramental barroco, la obra de Goethe, pese a su complejidad, o precisamente por ella, parece como pintiparada para un fabuloso creador de imágenes como es Tomaz Pandur. Y es la dimensión visual del montaje, el extraordinario potencial sugeridor de sus imágenes, en muchos casos de una elocuencia aterradora, la que acapara sobre todo nuestra atención. De hecho, los pasajes de mayor densidad filosófica en los que Fausto muestran la eterna lucha del hombre por igualarse a los dioses, el poder de seducción del mal, la ilusión de la felicidad o la frustración perpetua de la imposibilidad de la trascendencia, se harían difíciles de digerir si no fuera por la permanente apoyatura del discurso en los elementos sonoros y visuales que los enmarcan componiendo un todo unitario con las palabras del personaje, por ejemplo ese monumental mural que atraviesa diagonalmente la escena y sobre el que se proyectan signos y fórmulas cabalísticas y grabados y diagramas de la geometría de los viejos tratados de astronomía del gabinete de estudio del protagonista; o, no me resisto a citar, todo el fastuoso juego de proyecciones del inicio de la segunda parte (acto IV del original) en el que Fausto, en la cima de su poder, contempla a sus pies la majestad y el poderío de una naturaleza exuberante de arriscadas cumbres, enormes precipicios y nubes amenazadoras.

Sobrecogen realmente estas imágenes grandiosas, pero también otras de resonancias litúrgicas o rituales (como la de la crucifixión/descendimiento de Margarita sobre unas escaleras de tijera) o terroríficas (como las de La noche de Walpurgis) y se abren paso directamente a nuestra conciencia para pulsar nuestra fibra emotiva o, en cualquier caso, para estimular los sedimentos de pasadas experiencias (estéticas, intelectuales, vitales ...) propias allí acumulados en capas superpuestas y a las que sólo es posible acceder por la vía de los símbolos. Meritorio el trabajo de los actores, un elenco disciplinado y sometido a un calculado movimiento escénico acorde con la evolución de los elementos escenográficos. Y, en fin, puestos a destacar a alguno cabría mencionar el portentoso trabajo de Ana Wagener, madre de Margarita y de Valentín y a la vez esposa de Mefistófeles con ese aire de señora bien, con el empaque, la picardía, el mal genio y la belleza caduca de toda una Glenda Jackson.

Gordon Craig. 

Tomaz Pandur. Fausto.
CDN. Fausto.

miércoles, diciembre 10, 2014

1000 razones para no dejar de leer. Patrick Modiano: "las redes sociales comprometen una parte de la intimidad".


"Pertenezco a una generación intermedia y me despierta la curiosidad saber cómo las generaciones que me siguen, que han nacido con Internet, los teléfonos móviles, el correo electrónico y Twitter, se expresarán a través de la literatura en este mundo en el que siempre estamos conectados y en el que las redes sociales comprometen una parte de la intimidad y el secreto que era nuestro valor más preciado hasta hace poco tiempo, porque da profundidad a las personas y es un gran tema literario".

Modiano se define como un novelista “prisionero de su tiempo” en El País.


Lee aquí el artículo completo.

miércoles, diciembre 03, 2014

1000 razones para no dejar de leer. "El lobo estepario" de Hermann Hesse.


"Ahora ya esto había pasado, este cáliz había sido apurado, y ya no me lo volverían a llenar. ¿Había que lamentarlo? No. No había que lamentar nada de lo pasado. Era de lamentar lo de ahora, lo de hoy, todas esas horas y días que yo iba perdiendo, que yo en mi soledad iba sufriendo, que ya no traían ni dones agradables, ni conmociones profundas".

"El lobo estepario" de Hermann Hesse.

viernes, noviembre 21, 2014

TEATRO. Cuando deje de llover. “Tras los pasos del padre”.

De Andrew Bovell.
Traducción de Jorge Muriel.
Con: Ángel Savín, Consuelo Trujillo, Ángela Villar, Felipe García Vélez, Susi Sánchez, Pilar Gómez, Jorge Muriel, Pepe Ocio y Borja Maestre.
Dirección: Julián Fuentes Reta.
Madrid. Naves del Matadero.




Guarda la imagen final de Cuando deje de llover -la escena del reencuentro de Andrew Price con su padre en compañía de los espectros de sus antepasados-, una extraña semejanza con la escena homóloga de La larga cena de Navidad, de Thornton Wilder, en la que también aparecen convocados los fantasmas de los miembros de tres generaciones de una misma familia; el mismo macabro protocolo en torno a una mesa engalanada, en aquella ocasión, para la típica cena navideña, ahora para celebrar el reencuentro y la posible reconciliación paternofilial. Pero ahí acaban todas la similitudes. Frente al sentimiento de nostalgia por un pasado ya irrecuperable, frente al trato cordial, benévolo, que Wilder dispensa a los personajes enderezado a minimizar sus rencillas, sus accesos de envidia, o de cólera, o las pequeñas o grandes vanidades con que se han hecho más difícil la existencia, frente a esa mirada indulgente, en fin, sobre el pasado, la pieza de Andrew Bovell constituye una denuncia implacable del tiempo, de cómo el pasado de los personajes, sus patrones de conducta y el devenir de sus vidas puede condicionar a los miembros de generaciones futuras hasta fagocitarlos; de cómo -empleando la referencia clásica a Cronos, a quien cita el padre de Gabriel en una de esas enigmáticas postales enviadas desde Australia-, el pasado puede llegar devorar el futuro.

Estamos ante la tragedia de una saga familiar cuyo argumento gira en torno a la búsqueda emprendida en Australia por el joven londinense Gabriel Low para localizar a su padre, desaparecido de su vida cuando apenas había cumplido los siete años. La acción, compleja, discurre hacia delante y hacia atrás, dándonos poco a poco las claves del abandono familiar de Henry y su marcha de Inglaterra y de cómo finalmente vino a cruzarse en el camino de la familia de Gabrielle York, de la que su hijo Gabriel vendría fatalmente a enamorarse. De tintes sombríos y una dureza que roza a veces con la crueldad asistimos a una sucesión de episodios anodinos a veces, alegres y esperanzadores los menos o truculentos y dolorosos, cuyos protagonistas tocados por la desgracia parecen juguetes de un destino ineluctable.

Una habilísima composición -que Fuentes Reta ha traducido con extraordinario acierto en la puesta en escena y en el movimiento de los actores- da lugar a curiosas yuxtaposiciones de tiempo y espacio, donde el pasado y el presente se funden haciendo más vívidos, casi intolerables, los recuerdos y el sentido de pérdida que embarga a los personajes. La espléndida ambientación sonora y los escasos elementos de la escenografía configuran la atmósfera agobiante, opresiva que envuelve a los personajes, pero también la fuerza imponente de los elementos de la naturaleza, de una naturaleza grandiosa e inclemente, un continente de playas inmensas, de desiertos de luz cegadora y noches refulgentes, que modela el carácter de sus moradores.

Un solvente trabajo de actuación del elenco en su conjunto coadyuva en gran medida al éxito del montaje. Una función que le cuesta un poco arrancar, -la perorata inicial de Gabriel York (Ángel Savín) se hace larga en exceso- pero que luego va cobrando vigor a medida que transcurren las escenas y las piezas del relato van encajando, y que alcanza ocasionalmente un elevado tono emocional y cotas insospechadas de dramatismo, verbigracia, el doloroso descubrimiento de Elizabeth Low joven (Pilar Gómez) de la perversión de su marido, o la franqueza y determinación con la que Gabrielle York vieja (Susi Sánchez) le pide a su marido que la ayude en el último trance.
Una propuesta arriesgada, en fin, que culmina con éxito el bautismo de fuego en nuestras carteleras de un autor imprescindible.

Gordon Craig.

Cuando deje de llover en Matadero Madrid.

martes, noviembre 18, 2014

jueves, noviembre 13, 2014

TEATRO. El profe. "Isis, Osiris, clítoris. (La ignorancia, la incuria y la desfachatez de cada día en las aulas)."

De Jean-Pierre Dopagne.
Con: Gabriel Garbisu.
Dirección: Jaroslaw Bielski.
Madrid. Sala Réplika.




Cuando tras su breve presentación y tras haber dispuesto meticulosamente sobre el pupitre que le sirve de escritorio los humildes pertrechos de su oficio, oímos decir a este sombrío personaje, cariacontecido y como si pidiera disculpas, “estoy aquí como consecuencia de mi vida anterior” uno no puede por menos de recordar el inicio del Informe para una academia, de Kafka -al que indudablemente este texto rinde tributo de admiración-, y volver a experimentar esa inquietante sensación de extrañeza y perplejidad de verse interpelado por un pobre diablo de aspecto simiesco. Las bromas inocentes de este profesor devenido comediante y su tono quejumbroso nos devuelve a una realidad distinta, aunque no tanto, de la del conferenciante del Informe ... pues ambos han abandonado un estadio anterior de sus vidas y obligados por una fuerza mayor se han convertido en una especie de cómicos ambulantes condenados a explicar en público sus respectivas metamorfosis.
Pero de eso nos enteramos más tarde. Porque durante más de la mitad de este largo y enjundioso monólogo tenemos la impresión de encontrarnos con un profesor desencantado que ha venido a dar testimonio de su desaliento y frustración, de una realidad hiriente, devastadora, conocida de primera mano por muchos de nosotros, de cómo se destruyen cada día los sueños y las ilusiones de tantos y tantos que han consagrado su vida y entregado sus esfuerzos y sus desvelos a la noble tarea de la enseñanza.

Hasta ahí todo bien; es más podría decirse que, quienes no conozcan por dentro los deleites y servidumbres del ejercicio de esta profesión -y digo bien, profesión, porque en esto es en lo que se convierte la práctica del magisterio cuando se carece de vocación-, hallaran en la obra un testimonio revelador de las desdichas, de la angustia (y hasta de la locura) de tantos profesores heridos como éste en lo más profundo de su orgullo por la incuria, la falta de respeto o la indiferencia de sus alumnos. Al filo del desenlace, sin embargo, con la conmutación de la perpetua por una actividad de “trabajo de interés social”, el hilo discursivo de la obra toma de repente un giro inesperado y caprichoso que viene a desbaratar la coherencia que hasta entonces había mantenido el relato y a evidenciar su artificio.

Suena bien el texto en la versión de Gómez Grande, que ha contextualizado con habilidad las referencias a la literatura española y Gabriel Garbisu ha hecho trabajo titánico, modulando espléndidamente los cambiantes estados de ánimo del personaje (desde la impotencia a la indignación, desde el entusiasmo al abatimiento, a la calma o la delectación con que se entrega al recuerdo de sus maestros) y alternando, además, ese papel principal con el de padres, alumnos o colegas del claustro de profesores, a quienes presta su voz y ademanes en un virtuoso y agotador juego de “roll playing”. Pese a ello el texto de Jean-Pierre Dopagne y, habría que decir que, el espectáculo en su conjunto, no consigue sacudirse un cierto aroma a alcanfor que desprende la figura patética, casi decimonónica de este profesor de guardarropía, varado en un tiempo difuso y cuya genuina confesión de angustia y de rabia, cuya denuncia legítima del sistema educativo, se ven empañadas por el acopio de detalles irrelevantes o se pierden en los meandros de una retórica trasnochada en la que se alternan de manera en exceso reiterativa su apelación a la autocompasión y al sarcasmo. En fin, no acertamos a comprender que se le ha perdido a teatro Réplika en “chez” Dopagne.

Gordon Craig.

El Profe en la Sala Réplika.

miércoles, noviembre 05, 2014

MÚSICA. "The National y los subalternos", por Fernando Neira en El País.

"Bonita idea para el otoño la de pasar ocho horas de música a buen recaudo, como esas 9.000 personas que casi llenaban el Barclaycard Center este viernes. Pero el festival no fue en puridad tal cosa, sino un concierto (asombroso) de The National con una privilegiada retahíla de subalternos a modo de teloneros".

"Era estimulante advertir el gesto de excitación entre ese sector de la chavalería que quizás conociera mejor el repertorio de The Kooks que el de Trouble will find me. Pero escuchar el martilleo de Squalor Victoria o ese Vanderlyle crybaby geeks sin amplificación le cambia la perspectiva a cualquiera".


Leer aquí el artículo completo.


viernes, octubre 31, 2014

TEATRO. Gasoline Bill. "Entre el “reality show” y la caseta de feria.(Lo que se esconde tras el telón de reflejos iridiscentes)".

De René Pollesch.
Con: Katja Bürkle, Benny Claessens, Sandra Hüller y Kristof Van Boven
Müncher Kammerspiele.
Dirección: René Pollesch.
Madrid, Teatro Valle-Inclán.



Reflexionando sobre algunos espectáculos de este inicio de temporada -sin ir más lejos los dos últimos reseñados aquí mismo: En el desierto, de Chevi Muraday y Los nadadores nocturnos, de Manuel Mora- uno cae en la cuenta de cuánto esfuerzo le está costando al teatro llevar a cabo la profunda transformación estética que otras artes afines culminaron con éxito hace ya lustros. El proceso, iniciado en la época de las Vanguardias de entreguerras se aceleró con la aparición del cine y de la fotografía. El desarrollo fulgurante de estos nuevos medios técnicos de reproducción de la realidad que entraban en competencia con él llevaron al teatro a una toma de conciencia, a un proceso de indagación acerca de su especificidad como arte que no ha terminado todavía y que se ha configurado desde entonces como uno de los ingredientes “temáticos” -dicho sea con todas las reservas- más recurrentes en las múltiples formas y manifestaciones de lo que la crítica ha venido a denominar el “teatro posdramático”.

Digo esto porque, precisamente en el montaje -soberbio- de la Kammerspiele muniquesa que comentamos, esa reflexión metateatral se constituye en el único elemento significante claramente discernible en torno al cual se aglutinan de manera un tanto caótica los restantes componentes del espectáculo, escenas inconexas, aristas o perfiles inconclusos de esa lúcidamente irónica visión de ciertos tópicos y obsesiones del hombre contemporáneo que el montaje recrea. Visión irónica y desencantada pero no por ello carente de humor. ¡Ah!, y totalmente ayuna de moralina, lo que hace la atmósfera de este espectáculo totalmente respirable (¡pese a la “toxicidad” de la que permanentemente se acusan los personajes!) y liberadora de cualquier tipo de complejo de culpa, ese espantajo que enarbolan a veces los creadores para fustigar nuestras conciencias.

Se ha dicho que el teatro de Pollesch es provocador, pero en este montaje la provocación no es tanto el efecto de un discurso enfrentado radicalmente a la ideología, a las costumbres, a la sensibilidad o la moral dominantes entre los espectadores sino que va dirigida a sus hábitos perceptivos. La desjerarquización, la carencia de organicidad, de una trama y de un hilo conductor que articule nuestras percepciones nos lleva a una suerte de parálisis a la hora de establecer un sentido univoco. Hay como un permanente desafío a las reglas más elementales de la percepción, empezando por la disociación que se crea entre el atuendo absurdo de los personajes y su actividad; personajes que parecen sacados de un rodeo tejano, pero que en lugar de beber cerveza y bailar música country, fuman sin parar, atropellándose unos a otros frente a la primera fila del proscenio y quitándose la palabra -como si participaran en un “reality show” televisivo- mientras se enzarzan en interminables disquisiciones pseudofilosóficas sobre la identidad, el vacío existencial, las emociones, los efectos del consumo ... , codificadas en una mezcla inextricable y torrencial de expresiones banales o pretenciosas, de citas eruditas y de observaciones capciosas.

Quizá esa plétora esconde el propósito intencionado -como quería Müller- de saturar literalmente al espectador para que no pueda procesar todos los signos plásticos y visuales, simultáneos, que se le asaltan desde la escena y que nos impiden, por así decirlo, obtener datos definitivos acerca del sentido de lo que vemos y oímos (“apropiación pospuesta” de sentido, llama a esta estrategia H. T. Lehmann) sumiéndonos en un estado de provisionalidad e incertidumbre; o quizá es un mero método de extrañamiento, como entendían los formalistas los procedimientos del lenguaje poético, para llevar nuestra atención hacia la forma misma, hacia la materialidad de los elementos escenográficos, de la luz, del sonido, de la oralidad y del cuerpo del actor y de toda su potencia gestual. Porque a lo que no cabe sustraerse de ninguna manera es a la presencia física real, tangible, autosuficiente, de los actores rehusando a cualquier significación o representación de otra cosa que no sean ellos mismos, negándose a convertirse ni siquiera en vehículo de las emociones de los espectadores. (véase la queja explícita de Benny Claessens dirigiéndose directamente al público).

Con un humor desprejuiciado, grotesco, que traspasa incluso las infranqueables fronteras del idioma alemán, estamos ante un espectáculo original, intenso, pletórico de fuerza y dinamismo, de imágenes de gran impacto visual y de innegable contenido simbólico sobre el hecho teatral (reveladora, por ejemplo, es la imagen de los cuatro actores convertidos literalmente en desperdicios desplazados del escenario a la platea como si fueran arrojados a un vertedero), que divierte al espectador mientras pone en cuestión sus hábitos perceptivos y le alerta sobre sus prejuicios estéticos.

Gordon Craig.

 Gasoline bill. Una mirada al mundo. CDN.

domingo, octubre 26, 2014

1000 razones para no dejar de leer. Osvaldo Soriano: "Pásala por dónde pasan las mariposas".


<< Hice el gol, pero antes de entrar la pelota pegó en el arquero y el travesaño. Al día siguiente [Arístides Reynoso] me llamó a charlar en un bar [...] y me contó que también él, de pibe, quería asomarse a la ventana y sólo encontraba una persiana cerrada. "Pero si uno aprende a mirar, por la ranura de la luz, pibe", me dijo. "Pásala por ahí, como pasan las mariposas". >>

"Fútbol. Relatos épicos sobre un deporte que despierta pasiones" de Osvaldo Soriano.

domingo, octubre 19, 2014

viernes, octubre 17, 2014

TEATRO. En el Desierto: "Seguir vivo entre las grietas".

Idea original de Chevi Muraday.
Textos de Pablo Messiez y Guillem Clua.
Con: Ernesto Alterio, Ana Erdozain, Sara Manzanos, Chevi Muraday, David Picazo, Maru Valdivielso y Alberto Velasco.
Dirección artística y coreografía: Chevi Muraday.
Dirección teatral: Guillem Clua.
Madrid. Naves del Matadero.



“Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor”. No sé por qué, al intentar plasmar mis impresiones sobre este intenso y conmovedor espectáculo de danza-teatro de Chevi Muraday que ahora se estrena en La nave 2 del Matadero me vienen a la cabeza estas frases del preámbulo al poema Donde habite el olvido de Cernuda. Quizá por la referencia al impreciso y lejano pretérito de: “un día sintieron el frío ...”, que está también en la nostálgica evocación de un pasado remoto (“Hace muchos, muchos años, ...”) que hace Maru Valdivielso para referirse a un mundo mejor (¿), a un mundo de certezas del que ahora los personajes y la sociedad que representan se sienten irremediablemente expulsados.

Aunque bien mirado, tampoco es difícil establecer un paralelismo entre esos “vastos jardines sin aurora” de los que habla el poeta y el paisaje de ruina y desolación en el que deambulan como sonámbulos los personajes, islas a la deriva perdidas en un mar de escombros y de incomunicación, tratando desesperadamente de encontrar algo que compartir, de encontrar en el otro, en los otros, el apoyo que necesitan para seguir viviendo. Y es que en esta obstinada determinación de “seguir vivo entre las grietas” -expresada con angustia por uno de los personajes-, hay una irreductible voluntad de resistencia y un punto de optimismo que nos animan a encarar el futuro con esperanza. Y el candor con el que se enseñan mutuamente a recuperar un gesto tan banal, en apariencia, como es la sonrisa nos reconcilia con ese lado luminoso del hombre que se niega a sucumbir al desconcierto y a la incertidumbre y, en definitiva, a la muerte.

El lenguaje abstracto de la danza moderna en el que está codificado el espectáculo se resiste a interpretaciones unívocas; con todo es fácil descubrir en el movimiento aislado, conjunto o en los agrupamientos de los intérpretes, imágenes del viaje, de la huída, de la persecución y del exilio de unos seres inseguros y desconfiados, pertrechados de sus humildes pertenencias y empujados por un muro (¿de incomprensión?, ¿de egoísmo?) que segrega y que separa, que enseña y oculta. Imágenes de la opulencia y de la pobreza; imágenes del sometimiento y de la seducción, de la compasión y del miedo que destilan los cuerpos torturados de los bailarines-actores sometidos a las exigencias de la música, de un ritmo desasosegante e impetuoso.

Envueltos por una iluminación sectorializada y efectista, de marcados contrastes, con un atuendo que parece rescatado de una pesadilla y en el que se perciben veladas alusiones a los personajes de la ópera Rigoletto, de Verdi, los actores parecen presencias espectrales pululando por lugares ignotos, corriendo, saltando, abrazándose, besándose, luchando, imbricados sus cuerpos con extraños artilugios hechos de objetos cotidianos que se convierten en testigos mudos de la decadencia y del abandono de un mundo en ruinas. Ensamblados en una especie de practicables móviles -que recuerdan los “embalajes” o los “objetos-prótesis” de los montajes de Tadeusz Kantor-, esos objetos, despojados de sus atributos funcionales o utilitarios, adquieren vida propia conformándose como elementos capitales de una escenografía fantasmal y onírica, de un caos en permanente transformación, que procura cuadros de una contundente belleza plástica, como esa poética, casi mágica escena final, en la que el conjunto del elenco, encaramado en una suerte de receptáculo en el que por fin han conseguido acoplarse, desaparece ante nuestros ojos asombrados, alejándose raudo como una estrella fugaz, apagándose y difuminándose en el oscuro con débil resplandor de bengalas para reintegrarse en la inmensidad del cosmos.

Gordon Craig.
 En el desierto. Matadero Madrid.

jueves, octubre 09, 2014

TEATRO. Excítame (El crimen de Leopold y Loeb): "Truculenta y cruel".

De Stephen Dolginoff.
Con: Alejandro de los Santos y David Tortosa.
Piano: Aitor Arozamena.
Escenografía: Asier Sancho.
Dramaturgia: Pedro Víllora y Alejandro de los Santos.
Dirección de escena: José Luis Sixto.
Madrid. Teatro Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa.




De un tiempo a esta parte los musicales han ido adquiriendo importancia creciente en la cartelera madrileña. Reposiciones (“remakes” en la jerga típica del mundo del espectáculo) de montajes de Broadway o del West End londinense en la mayoría de los casos, con cifras de espectadores y de negocio inusuales en el teatro convencional, han llevado a la salas a un público heterogéneo atraído quizá por la espectacularidad de los montajes y por el reclamo del éxito obtenido por dichos espectáculos en los respectivos lugares de origen. Aparte, claro está, del hecho de que, en muchos casos, por obra y gracia de la publicidad se han convertido en uno más de los atractivos turísticos que ofrecen al visitante las grandes ciudades como Madrid o Barcelona. El hecho es que al albur de tal éxito se ha ido desarrollando una infraestructura técnica y artística (músicos, cantantes, bailarines, escenógrafos, figurinistas, etc.) cada vez más capacitada para llevar a cabo este tipo de espectáculos y un público seguidor de los mismos.

Sólo en este contexto cabe enmarcar un trabajo como este Excítame (Thrill me en el original, con letra y música de Stephen Dolginoff) que ahora puede verse en la sala pequeña del Teatro de la Villa, un musical de pequeño formato que, privado de esa espectacularidad a la que hacíamos referencia antes, ha de defenderse con las únicas armas de la originalidad del libreto y de la calidad de la música y de los intérpretes. Y cabe anticiparse a decir, a juzgar por la respuesta entusiasta del público asistente, que el resultado es altamente satisfactorio, aunque quien escribe estas líneas, poco habituado al género y no muy ducho en ese lenguaje no comparta del todo ese veredicto.

Basada en hechos reales, el libreto recrea la truculenta historia de Nathan Leopold y Richard Loeb, dos jóvenes universitarios amigos de la infancia y después amantes, arrastrados al crimen como estímulo catalizador de su turbulenta relación erótica y espoleados por las doctrinas y la teoría del superhombre nietzschiano. Capturados por la policía, son juzgados y condenados a cadena perpetua. La obra arranca con la comparecencia de Nathan ante la comisión que ha de valorar su libertad condicional, tras casi treinta años de reclusión. Así el desarrollo de la acción se articula en sucesivos “flash-backs” como un proceso de confesión, a instancia de los jueces, de las circunstancias relativas a la planificación y ejecución del brutal asesinato, de los motivos que le impulsaron a cometerlo y de las particularidades de su relación sentimental con Richard. Se trata, pues, de un material muy adecuado para la lírica, en el que sobre los aspectos, digamos, descriptivos predominan los contenidos de conciencia y emocionales; y cabe decir, que en efecto hay muchas escenas logradas y de intenso dramatismo, donde las voces y la rotundidad del piano se confabulan para revelar la tormenta interior de los protagonistas, su exaltación o su abatimiento, la sensación de plenitud de creerse “superiores”, sus dudas morales, su queja ante la traición o su remordimiento; en otras ocasiones, en cambio, es como si la música se disociara un tanto del texto, o dicho de otra manera, como si el texto se viera forzado en exceso en su sintaxis para adaptarse a las exigencias de la música haciéndose demasiado evidente esa disociación.

Por lo demás, y en lo que se me alcanza, creo que hay un buen trabajo de los intérpretes y de todo el equipo artístico; un meritorio esfuerzo por incorporar y adaptar a estos lares un género que goza de tanto predicamento entre los anglosajones y que aquí, a lo que parece, va teniendo cada día un mayor número de adeptos.

Gordon Craig.

Excítame. 

jueves, octubre 02, 2014

TEATRO. Los nadadores nocturnos. "Back to black".

De José Manuel Mora.
Con: Joaquín Hinojosa, Esther Ortega, Paloma Díaz, Miranda Gas, Jorge Machín, Óscar de la Fuente, Alberto Velasco, Alberto Jo Lee y Ricardo Santana.
Coreografía y espacio escénico Carlota Ferrer.
Dirección: Carlota Ferrer.
Madrid. Naves del Matadero.



El personaje ha muerto ¡Viva el personaje! Es el sino de una cierta dramaturgia posbrechtiana y postbeckettiana (o posmoderna): escribir para el teatro desde el presupuesto estético de que el “personaje” ha muerto (Fuchs, 1983). Sin ir más lejos, en la obra que comentamos se alude a ello explícitamente; y sin embargo, aquí y allá y sin pedir permiso para hacerlo se abre paso la conciencia, el dolor de la existencia consciente, de unos entes de ficción que, aunque anónimos o nominados mediante referencias genéricas, y con una identidad fragmentada y maltrecha, construida a base de deshechos, si se quiere, -como los “ready made” de Duchamp- son perfectamente reconocibles como personajes dramáticos.

Más aún, como tales personajes sus historias se entrelazan en una mínima y sutil trama visible bajo el formato de performance con el que se presenta el espectáculo en su conjunto. Encuentros fugaces, aleatorios casi, ligados por la pertenencia de los protagonistas a una singular “Hermandad de nadadores nocturnos”, un elenco de seres torturados, lúcidos maníaco-depresivos que bajo el lema “nadar y follar” tratan de combatir su soledad mientras comparten su amarga experiencia de la vida, su vértigo y su perplejidad, su nihilismo y una exacerbada pulsión de muerte y aniquilación. De hecho, en la singularísima ceremonia de elección del próximo miembro de honor de la Hermandad -ceremonia que empieza como una gala de entrega de los Óscar y termina con un orgasmo colectivo al ritmo de un pasaje del Eclesiastés y bajo los acordes del Requiem de Mozart- los candidatos nominados son todos ilustres suicidas como Ángel Ganivet, Virginia Woolf, Horacio Quiroga, Ernest Hemingway o Amy Winehouse.

Estamos ante un texto incisivo, crudo y directo, sin apenas concesiones a la retórica, estructurado según un complejo sistema de enunciación en el que se combinan las escenas dialogadas con las interpelaciones directas al público y con otros pasajes en los que predomina el discurso narrativo sustentado por múltiples puntos de vista complementarios, incluida la primera persona. El resultado es una rica polifonía de voces, acentos y tonalidades, desde la más próxima e intimista de las complicidades y la confidencia hasta el más violento exabrupto, como en las interpelaciones de la “Mujer Rota” o del “Chico Normal y Razonable”. Canciones interpretadas en directo o secuencias grabadas de antemano completan un variado espacio sonoro que rompe las fronteras de la mera interpretación verbal de un texto. El movimiento escénico -espléndido- que ha diseñado Carlota Ferrer, las coreografías ad hoc para determinadas escenas danzadas y el permanente recurso a la expresión corporal, más allá de los ademanes naturales que acompañan al habla, constituyen una auténtica partitura escénica perfectamente incardinada en el desarrollo de la acción y formando con el texto un todo unitario y que responde a las exigencias de una poética escénica en la que los estímulos sensoriales conviven en pié de igualdad con los estímulos cognitivos.

Los actores están a la altura de la exigencias del texto y del trabajo corporal, sirven con solvencia y entrega al funcionamiento de esa máquina significante en que Carlota Ferrer ha convertido la escena arrastrando a los espectadores a una intensa experiencia compartida del dolor ajeno: de la vulnerabilidad del “Chico en el Cuerpo Equivocado”, del terror al rechazo que experimenta el “Chico Paloma”, de la compasión y la ternura que inspira la “Mujer Invisible” o de la angustia y la desesperación de la “Mujer rota”.

Gordon Craig.

Los nadadores nocturnos. Teatro de la Abadía.
Los nadadores nocturnos.

domingo, septiembre 28, 2014

1000 razones para no dejar de leer. Entrevista a Juan Mayorga en Jot Down. "El enorme poder del teatro".

<< Lo que me hace recordar una expresión de un colega argentino: hay que hacer al espectador cómplice de la dificultad. Si los actores dicen al espectador «no podemos construir aquí un tren como los del cine, pero te invitamos a imaginar que estamos en un tren en un viaje en zigzag por Europa» y el espectador les entrega su complicidad, si eso ocurre, el teatro es capaz de todo, porque no tiene otro límite que la imaginación de ese espectador.

Recuerdo a menudo esa definición que propone Borges según la cual el teatro es el arte en el que un hombre finge ser lo que no es y otro hombre finge que se lo cree. Genial. Es decir, de pronto yo te digo; «Soy Julio César». Si tú no dices: «Vale, voy a fingir que creo que eres Julio César», si no se establece ese pacto de fingimientos, no hay teatro. Pero si se establece ese pacto, porque tú quieres, convertimos esto en Roma. Ese es el enorme poder del teatro. >>

Entrevista a Juan Mayorga en Jot Down.

Lee aquí el artículo completo.

miércoles, septiembre 17, 2014

TEATRO. La sangre de Antígona. "Tu llanto es sangre, Tu voz, gemido".

De José Bergamín. Versión: Fernando Bergamín Arniches.
Con: Arturo Beristáin, Ana Isabel Esqueira, Israel Islas, Érika de la Llave, Rosenda Monteros y Álvaro Zúñiga. Coro: Rocío Leal, Toni Marcín, Abril Mayett, Laura Padilla y Tere Rábago.
Música y sonido: Ignacio García.
Escenografía: Jesús Hernández.
Dirección: Ignacio García.
Madrid, Teatro María Guerrero.





El argumento y la estructura de la versión (reescritura, recomposición, o como quiera que queramos llamarlo) que lleva a cabo José Bergamín de esta obra cimera de la tragedia ática que es la Antígona sofocleana difiere bastante del original. Para empezar, el conflicto generado entre Antígona y Creonte, su tío, por la negativa de éste a que se dé sepultura al cadáver de Polinices, muerto junto a su hermano Etiocles a las puertas de Tebas -conflicto entre la esfera de lo público y de lo privado, entre la ley y la ética individual-, que en aquella constituía el elemento nuclear, aquí ha pasado a un segundo plano; en el texto de Bergamín, supura todavía la herida reciente de la guerra civil española, una lucha, que como la de los hijos de Edipo fue una lucha fratricida, cuyas secuelas de dolor y de odio aún perduran y que se hacen patentes ya desde la primera escena en el hondo lamento de Ismene y del Coro: “Que corran las lágrimas y rompan tu aliento los sollozos”; lamento convertido en grito -en el caso de Antígona- elevado a los cielos como interrogación acusadora, como denuncia a sus conciudadanos y a los gobernantes de levantar muros de incomprensión entre los hombres, como expresión del terrible dolor que supone cargar con la maldición de la sangre.

Reducido a sus mínimos el enfrentamiento de Hemon con Creonte -dos escenas fundamentales en la pieza originaria-, suprimido el final, en el que se materializa el vaticinio de Tiresias, la muerte de Hemon y de Eurídice y la ruina de la familia, la peripecia de Antígona, su rebeldía, la gallardía con la que se enfrenta a los soldados y al poder del tirano, la fibra profundamente humana de sus padecimientos, de su doloroso proceso de renuncia a la vida y de su atracción fatal e ineluctable por el reino de los muertos se convierten en protagonistas indiscutibles de esta versión y acaparan, sin duda, los momentos más inspirados, los de mayor efusión lírica y los de mayor fuerza trágica del texto.

El montaje de Ignacio García potencia en su justa medida el tono épico de la tragedia, merced a un uso atinado de la luz, del sonido y del movimiento escénico, plenamente incardinado en una escenografía que, pese a su monumentalidad de ágora, de templo o de mausoleo, nunca agobia a los personajes si no que los integra en coherencia con su rango, funciones o exigencias de cada escena. Lo mismo puede decirse del vestuario, pese al contraste entre los uniformes modernos de Creonte y los soldados y las túnicas y vestidos talares de época. La españolidad del espacio sonoro, en cambio, es innegable, con un fondo musical de timbales y trompetas que reproducen el aire marcial de las marchas procesionales y recuerdan la estética de algunos montajes de Salvador Tavora con “La Cuadra” de Sevilla. Aunque no es este el único elemento de resonancias rituales. Durante los dos bellísimos recitativos de la escena primera del acto III -imponente- en los que rechaza la ingesta del pan y el vino que, como único sustento, le traen a la cueva los guardianes, hay la misma emoción en la plegaria y la misma solemnidad en la gestualidad de Antígona que en el oferente de una celebración eucarística. En conjunto el montaje recrea vívidamente la atmósfera arcaica de una época legendaria -con algún que otro guiño a episodios no menos trágicos y espeluznantes de la historia reciente- y nos regala cuadros de una extraordinaria e impactante belleza plástica.

La labor de dirección y el trabajo de los actores son, asimismo, sobresalientes. Atento siempre el coro, en sus reconvenciones, en sus lamentos, en sus ayes lastimeros; mesurada siempre Ismene (Ana Isabel Esquira), en sus muestras de contrariedad, de asombro y de afecto, en su conmiseración y en su aceptación resignada del destino; Arturo Beristáin compone un enrabietado petimetre; con su uniforme, sus gafas oscuras, su bigotito y su voz un tanto aflautada constituye una burda parodia, una patética réplica del “Friolera” valleinclanesco. Aunque quienes tienen más oportunidades de lucimiento son Rosenda Monteros como Tiresias y sobre todo Érika de la Llave como Antígona. Sobrecoge la figura espectral del viejo Tiresias que parece un fantasma venido de ultratumba a enunciar, con su ritmo pausado y solemne y con su tono oracular sus temibles vaticinios. Érika de la Llave, presta a Antígona todo el empaque, la fortaleza, la determinación y la presencia de ánimo de una heroína trágica. Derrocha energía y trasmite con insuperable maestría el torbellino de emociones y sentimientos que encierran los hermosos versos de Bergamín; fluctua de la ternura con el cadáver de su hermano a la indignación ante el tirano y ante la barbarie de la guerra; es imperiosa con los soldados, indulgente con su hermana y siempre dueña de sí misma mientras encara con singular arrojo y serenidad el final que el destino le tiene reservado.

Gordon Craig.

CDN. La sangre de Antígona.

domingo, septiembre 14, 2014

martes, septiembre 09, 2014

TEATRO. Juan Carlos Pérez de la Fuente aterriza en el Español.


A mediados del pasado mes de julio, en plenas vacaciones estivales, saltaba la noticia del nombramiento de Juan Carlos Pérez de la Fuente como nuevo director artístico del madrileño Teatro Español en sustitución de Natalio Grueso. Desde el modesto y acogedor observatorio de la realidad teatral madrileña que me ofrecen las páginas del Diario de Alcalá quiero dar la enhorabuena a Pérez de la Fuente y, como se decía antes, hacer votos para que su nueva singladura profesional a cargo de una institución tan venerable esté plagada de éxitos. Merecimientos y sabiduría no le faltan; y ganas creo que tampoco.


Tuve el privilegio de conocer a Pérez de la Fuente en julio de 1999. Fue con ocasión de un curso de iniciación a la dirección escénica que organizaba la sala Cuarta Pared en colaboración con la Asociación de Directores de Escena (ADE). Por entonces llevaba tres años a cargo de Centro Dramático Nacional y nos recibió en su despacho de la segunda planta del Teatro María Guerrero. Relajado y vestido de manera informal, recuerdo que se mostró afable y cercano, aunque nos habló poco del asunto relacionado con el curso que nos había convocado allí: el “casting”, derivando enseguida la conversación hacia cuestiones más generales sobre las dificultades de llevar a buen puerto un montaje. Debía de estar preparando por entonces La visita de la vieja dama, de Dürrenmatt; a sus 40 años y en un momento particularmente dulce de una brillante carrera derrochaba vitalidad y trasmitía sobre todo entusiasmo y pasión. Tan sólo le contrariaba un tanto, me pareció advertir, que sus responsabilidades de tipo administrativo, burocrático -y eso incluía nuestra presencia allí-, le restaran tiempo a su labor creadora.

Si no me falla la memoria, por aquellas fechas yo sólo había visto tres espectáculos suyos, todos en el María Guerrero: Pelo de tormenta (1997), San Juan (1998) y La fundación (1998), e ignoraba su dilatada carrera previa en el teatro privado, con hitos memorables como haber dirigido a Luis Escobar, Alberto Closas o Amparo Rivelles y haber rescatado para la escena a la gran María Jesús Valdés, protagonista principalísima de muchos de sus ulteriores trabajos. Con todo, la calidad artística y técnica de los montajes de la obras de Francisco Nieva, Max Aub o Buero Vallejo a los que he hecho referencia bastarían para consagrarle como el director de culto que ha sido para mi desde aquellas fechas y que nunca o prácticamente nunca me ha defraudado. Todavía recuerdo vividamente la impresión que me causó ver patas arriba todo el patio de butacas del teatro María Guerrero para la representación de Pelo de tormenta. Aquello fue como una súbita revelación de la dimensión de fiesta y celebración de la teatralidad barroca que hasta entonces no había visto en los escenarios. Esta vertiente espectacular de su concepción del teatro se acentuaría si cabe en el San Juan y en La visita de la vieja dama, y años después (2008) en Puerta del Sol espectáculo basado en los Episodios Nacionales de Galdós y donde el movimiento escénico, en las escenas del Motín de Aranjuez, por ejemplo, alcanza caracteres épicos. Pero ese gusto por lo espectacular, por el ceremonial, por el teatro ritual -pronto veríamos dos montajes espléndidos de Arrabal: El cementerio de automóviles (2000) y Carta de amor (2002)- no va nunca en detrimento del trabajo del actor, cuyo protagonismo y relevancia se evidencia más si cabe en sus montajes de piezas de corte realista, como en La fundación (ya citada) y en Historia de una escalera, de Buero, o en La muerte de un viajante (2001), de Arthur Miller, con unos espléndidos José Sacristán y María Jesús Valdés en los personajes principales. Es sabido la importancia que tienen los recuerdos en el desarrollo de la acción en esta pieza de Miller y tengo bien presente, transcurridos casi 15 años del estreno, la minuciosidad con la que Pérez de la Fuente preparó cada “reencuentro de los personajes con su pasado” y el movimiento y la ubicación precisa de los actores en el momento de recibir ese halo de luz que los transfiguraba en apariciones para luego devolverlos, en cuestión de segundos, a la realidad de sus días grises, a sus mentiras y a su frustración. Y recuerdo también unas declaraciones que realizó sobre la pertinencia del montaje y sobre la buena acogida que la obra estaba recibiendo por parte del público: “La gente tiene miedo a que esta sociedad maquillada de bienestar, confort, éxito y consumismo, un día estalle y se rompa en mil pedazos. En lo más hondo, todos sabemos que esto no es más que un espejismo y que todo se puede tambalear bajo nuestros pies”. Sumidos como estamos ahora en plena crisis y en pleno desconcierto aquellas palabras tenían un inequívoco tono profético, y a la vez describen muy bien su postura siempre beligerante con el materialismo que impregna nuestra sociedad, y su reivindicación de la espiritualidad, del ritual y de la esfera de lo poético que han guiado la elección de muchas de las obras que ha puesto en escena.

            Luego vendrían muchos más montajes, ya con su propia productora, y sería imposible en este artículo ponderarlos todos. Una nueva etapa en la que una y otra vez ha vuelto a los autores españoles -otra de sus “obsesiones”-, clásicos (El mágico prodigioso (2006) y La vida es sueño (2008), una estupenda puesta estrenada aquí, en el teatro Cervantes de Alcalá, un montaje muy físico con un portentoso Fernando Cayo en el papel de Segismundo) y contemporáneos, como Jardiel, Lauro Olmo, Gala, Mayorga o Alfonso Sastre (magnífico ¿Dónde estás Ulalume, dónde estás? (2007) y merecido reconocimiento hacia uno de nuestros mejores dramaturgos vivos) intentando bucear con ellos o a través de ellos en la problemática realidad histórica de España, convulsionada ahora más que nunca por sus detractores y en una realidad social necesitada de la indagación serena y lúcida de los intelectuales y artistas, entre ellos los dedicados al teatro, que no en vano es la más social de las artes.

            Cuando pienso en el enorme esfuerzo y dedicación que exige la coordinación varias de las salas más representativas de la escena madrileña que lleva asociada la dirección del Español (Naves del Matadero, Fernán Gómez o Circo Price incluidas) y en el más que probado prurito de Pérez de la Fuente de hacer su trabajo de un modo riguroso y concienzudo me asalta el temor de que esa ingente tarea de gestión le distraiga de su faceta de dirección y nos prive de las ya habituales citas con sus montajes. Para cuando se decida a dirigir, y en relación con la autoría española, tan maltratada en los escenarios, voy a permitirme, con toda modestia, tres recomendaciones: un autor y dos desafíos. El autor es José Ruibal (Los mendigos, El hombre y la mosca, La máquina de pedir …) no menos olvidado, es cierto que otros muchos de los años 60 y 70, cuando el teatro español caminaba del realismo a la alegoría. Respecto a los desafíos, ¿estamos ya maduros para dos piezas claves, injustamente olvidadas, del teatro político del último medio siglo: El jardín quemado, de Mayorga y el Prólogo patético, de Alfonso Sastre?