viernes, octubre 31, 2014

TEATRO. Gasoline Bill. "Entre el “reality show” y la caseta de feria.(Lo que se esconde tras el telón de reflejos iridiscentes)".

De René Pollesch.
Con: Katja Bürkle, Benny Claessens, Sandra Hüller y Kristof Van Boven
Müncher Kammerspiele.
Dirección: René Pollesch.
Madrid, Teatro Valle-Inclán.



Reflexionando sobre algunos espectáculos de este inicio de temporada -sin ir más lejos los dos últimos reseñados aquí mismo: En el desierto, de Chevi Muraday y Los nadadores nocturnos, de Manuel Mora- uno cae en la cuenta de cuánto esfuerzo le está costando al teatro llevar a cabo la profunda transformación estética que otras artes afines culminaron con éxito hace ya lustros. El proceso, iniciado en la época de las Vanguardias de entreguerras se aceleró con la aparición del cine y de la fotografía. El desarrollo fulgurante de estos nuevos medios técnicos de reproducción de la realidad que entraban en competencia con él llevaron al teatro a una toma de conciencia, a un proceso de indagación acerca de su especificidad como arte que no ha terminado todavía y que se ha configurado desde entonces como uno de los ingredientes “temáticos” -dicho sea con todas las reservas- más recurrentes en las múltiples formas y manifestaciones de lo que la crítica ha venido a denominar el “teatro posdramático”.

Digo esto porque, precisamente en el montaje -soberbio- de la Kammerspiele muniquesa que comentamos, esa reflexión metateatral se constituye en el único elemento significante claramente discernible en torno al cual se aglutinan de manera un tanto caótica los restantes componentes del espectáculo, escenas inconexas, aristas o perfiles inconclusos de esa lúcidamente irónica visión de ciertos tópicos y obsesiones del hombre contemporáneo que el montaje recrea. Visión irónica y desencantada pero no por ello carente de humor. ¡Ah!, y totalmente ayuna de moralina, lo que hace la atmósfera de este espectáculo totalmente respirable (¡pese a la “toxicidad” de la que permanentemente se acusan los personajes!) y liberadora de cualquier tipo de complejo de culpa, ese espantajo que enarbolan a veces los creadores para fustigar nuestras conciencias.

Se ha dicho que el teatro de Pollesch es provocador, pero en este montaje la provocación no es tanto el efecto de un discurso enfrentado radicalmente a la ideología, a las costumbres, a la sensibilidad o la moral dominantes entre los espectadores sino que va dirigida a sus hábitos perceptivos. La desjerarquización, la carencia de organicidad, de una trama y de un hilo conductor que articule nuestras percepciones nos lleva a una suerte de parálisis a la hora de establecer un sentido univoco. Hay como un permanente desafío a las reglas más elementales de la percepción, empezando por la disociación que se crea entre el atuendo absurdo de los personajes y su actividad; personajes que parecen sacados de un rodeo tejano, pero que en lugar de beber cerveza y bailar música country, fuman sin parar, atropellándose unos a otros frente a la primera fila del proscenio y quitándose la palabra -como si participaran en un “reality show” televisivo- mientras se enzarzan en interminables disquisiciones pseudofilosóficas sobre la identidad, el vacío existencial, las emociones, los efectos del consumo ... , codificadas en una mezcla inextricable y torrencial de expresiones banales o pretenciosas, de citas eruditas y de observaciones capciosas.

Quizá esa plétora esconde el propósito intencionado -como quería Müller- de saturar literalmente al espectador para que no pueda procesar todos los signos plásticos y visuales, simultáneos, que se le asaltan desde la escena y que nos impiden, por así decirlo, obtener datos definitivos acerca del sentido de lo que vemos y oímos (“apropiación pospuesta” de sentido, llama a esta estrategia H. T. Lehmann) sumiéndonos en un estado de provisionalidad e incertidumbre; o quizá es un mero método de extrañamiento, como entendían los formalistas los procedimientos del lenguaje poético, para llevar nuestra atención hacia la forma misma, hacia la materialidad de los elementos escenográficos, de la luz, del sonido, de la oralidad y del cuerpo del actor y de toda su potencia gestual. Porque a lo que no cabe sustraerse de ninguna manera es a la presencia física real, tangible, autosuficiente, de los actores rehusando a cualquier significación o representación de otra cosa que no sean ellos mismos, negándose a convertirse ni siquiera en vehículo de las emociones de los espectadores. (véase la queja explícita de Benny Claessens dirigiéndose directamente al público).

Con un humor desprejuiciado, grotesco, que traspasa incluso las infranqueables fronteras del idioma alemán, estamos ante un espectáculo original, intenso, pletórico de fuerza y dinamismo, de imágenes de gran impacto visual y de innegable contenido simbólico sobre el hecho teatral (reveladora, por ejemplo, es la imagen de los cuatro actores convertidos literalmente en desperdicios desplazados del escenario a la platea como si fueran arrojados a un vertedero), que divierte al espectador mientras pone en cuestión sus hábitos perceptivos y le alerta sobre sus prejuicios estéticos.

Gordon Craig.

 Gasoline bill. Una mirada al mundo. CDN.

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