martes, mayo 24, 2005

TEATRO. Hamelin. "Mientras la ciudad duerme".

De: Juan Mayorga.
Con: Andrés Lima, Alberto San Juan, Javier Gutiérrez, Blanca Portillo, Helena Castañeda, Guillermo Toledo y Roberto Álamo.
Dirección: Andrés Lima.
Madrid. Teatro de la Abadía.



Bajo una trama casi policial que recrea minuciosamente las pesquisas y actuaciones de un juez de instrucción en la investigación de una denuncia de pederastia, la última obra de Juan Mayorga esconde una honda reflexión sobre el desamparo de la infancia, sobre el difícil ejercicio de la paternidad responsable y sobre la incapacidad de los adultos para comprender el mundo de los niños y dar respuesta adecuada a su curiosidad insaciable, a sus recelos y a su absoluta e impostergable necesidad de ternura.

Como El flautista de Hamelin, conocidísimo relato tradicional en el que se inspira, esta obra es también un cuento, con su acotador-narrador incluido, con su atmósfera de misterio y suspense y con su final abierto a múltiples interpretaciones, pero es un cuento duro, cruel, como lo eran, por otra parte, muchas de aquellas narraciones orales de la infancia que en boca de nuestros padres venían a colmar nuestro deseo de saber, a apaciguar la agitación de nuestro espíritu antes de irnos a dormir, a velar nuestros sueños o a exorcizar nuestros miedos y pesadillas. Cruel y amargo como lo es la hiriente realidad que retrata: el abuso ejercido por ciertos adultos sin escrúpulos sobre los seres más indefensos. Amargo y desesperanzado si tenemos en cuenta que ese ataque contra la última reserva de inocencia se perpetra con nuestra anuencia o ante nuestra pasividad cómplice y ante la impotencia o inoperancia de las instituciones.

Todos somos culpables, parece decirnos Juan Mayorga, al desbordar su relato el dominio de lo estrictamente privado e inscribirse en la esfera de lo público; y es que, en efecto, detrás de cada problema de abuso sexual particular hay una compleja y desdichada concatenación de causas y efectos en la que están implicados los poderes públicos, las instituciones y los individuos, empezando por la pobreza, terminando por la laxitud moral, y pasando por el deseo de protagonismo de un juez estrella –como compensación quizá, de su propio fracaso como padre-, o por la perversión de una prensa canalla e irresponsable que sacrifica su deber de informar y el respeto a la intimidad al becerro de oro los titulares sensacionalistas. A lo que habría que añadir, –y esta es una preocupación recurrente en las obras de Mayorga-, la manipulación ejercida sobre el lenguaje para enmascarar la realidad, representada aquí palmariamente en el informe de la psicóloga: un discurso trufado de pseudotecnicismos y de una jerga eufemística que se niega a llamar a las cosas por su nombre.

Estamos ante un texto denso y sintético pero que deja amplio margen para la puesta en escena. En general, el montaje de Animalario, familiarizado con la obra última de Juan Mayorga, da cumplida satisfacción a las exigencias de una escritura teatral de filiación pinteriana abierta a los sobreentendidos y a la sugerencia. Aciertan plenamente en el planteamiento general del espectáculo, librándolo del corsé de una escenografía y atrezzo que hubieran traído estatismo y lentitud al desarrollo de una acción rápida y ambientada en varios entornos distintos; aciertan, asimismo, en la inserción, entre algunos cuadros, de varias escenas mudas, con o sin apoyatura sonora, dirigidas a romper el encantamiento del espectador y devolverle a la cruda realidad representada, y aciertan en el trabajo de los actores, un espléndido ejercicio de interpretación naturalista que contribuye a objetivar un mensaje directo y descarnado. No es tan seguro que acierten en la ponderación y el ensamblado de los distintos planos narrativos en los que se despliega el relato de los hechos y que se traduce en una cierta dispersión que quizá atenúe la efectividad dramática del espectáculo. Aunque también la dificultad pudiera estar en la compleja estructura de la pieza que hace avanzar la acción simultáneamente en múltiples frentes y, en algún caso, con líneas de desarrollo dramático prometedoras (como la peripecia personal del propio Rivas y su compleja y enfermiza psicología, o la relación sentimental del juez y de la psicóloga), que apenas si quedan esbozadas cuando son sacrificadas al conjunto como coadyuvantes al desarrollo del conflicto principal.

Salvo algún despiste venial, el trabajo es riguroso y como resultado, el impacto del espectáculo es notable. Y oportuna su llamada de atención, y valiente la denuncia, y urgente, para una sociedad anestesiada que no oye el rumor de las ratas que huyen de sus madrigueras y que es el síntoma de que el peligro acecha. A contracorriente, de nuevo, el tandem Mayorga-Animalario; intempestivo, aguafiestas. “Ahora que éramos tan felices”.

Gordon Craig.

Hamelin. Teatro de la Abadía.

lunes, mayo 16, 2005

LIBROS. La inteligencia fracasada: teoría y práctica de la estupidez, por José Antonio Marina.

José Antonio Marina vuelve a la actualidad libraria española, con la edición de: “La inteligencia fracasada: teoría y práctica de la estupidez”. El nuevo ensayo del filósofo propone una investigación de la estulticia, ¿por qué existen tratados sobre la inteligencia y no sobre la estupidez? Este novedoso estudio viene a llenar ese vacío.

El resultado es una obra asequible para todos los públicos, con menos enjundia y carga intelectual que las anteriores obras de Marina, que desmenuza los causas y consecuencias de una conducta estúpida, tanto en el ser humano como persona, como en la sociedad que lo rodea, de perentoria y obligada lectura.

La primera parte del libro define y nos introduce en el concepto de fracaso en contraposición con el de inteligencia. Luego Marina desarrolla en varios capítulos lo que él considera las causas de la estupidez: los fracasos cognitivos, los fracasos afectivos, los fracasos operativos, los lenguajes fracasados y el fracaso de la voluntad.

Los fracasos cognitivos aíslan acérrimamente a la inteligencia, la destierran de la realidad, hablamos de los prejuicios, la superstición, el dogmatismo y el fanatismo. Hay culturas y religiones que fomentan y motivan estos comportamientos, que estrangulan el raciocinio de la persona, y con ello maniatan la inteligencia.

Los fracasos afectivos sociales aumentan o disminuyen las condiciones sociales del individuo, es decir imponen una serie de condicionantes que hacen que una persona evolucione con su sociedad o se estanque y se radicalice. Hablamos del odio, la agresividad, la envidia, la impotencia, la soberbia, que según Marina extravían a las sociedades, pero olvidamos, siguiendo al autor, la compasión, el respeto y la admiración, que engrandecen a los ciudadanos. A nivel personal se producen los problemas cuando no se reconocen los afectos propios y los de los demás y con algunas serie de conductas basadas en la vanidad, el aburrimiento, la envidia, el resentimiento y los celos.

Con los fracasos operativos, el autor quiere explicar cuando las sociedades se equivocan de camino para alcanzar una serie de objetivos, por ejemplo cuando se recortan derechos individuales con la aparición de una tiranía avalada por la masa social. La inteligencia busca los medios para llegar a la felicidad, pero muchas veces el camino elegido no es el correcto, estos senderos erróneos son los fracasos operativos.

En lo que se refiera a la los leguajes fracasados Marina quiere decir que el lenguaje es un medio de entendimiento y cuando esto no funciona así, la inteligencia hace aguas. Nuestras sociedades modernas no nos dejan tiempo para la conversación con los amigos, con la familia, con la pareja, de los problemas cotidianos, de los sentimientos de la persona; pero también que el poco del que disponemos no lo valoramos en su justa medida. Según Marina, también es un error del lenguaje fracasado, cuando nuestra conciencia nos da a nosotros mismos una visión de lo que queremos, no de lo que hay, o de lo que es, en realidad.

El capítulo que se refiere al fracaso de la voluntad se puede resumir en las causas por las que la inteligencia no motiva lo suficiente al individuo para alcanzar lo que quiere conseguir. Marina diferencia entre las deficiencias del deseo, cuando un individuo no desea conseguir algo, o no lo tiene claro, donde está influenciado por el cansancio, la desgana o el desánimo, y la esclavitud de la voluntad, un fenómeno que se desarrolla cuando el individuo está lastrado en su proceso de elección de deseos a llevar a cabo por problemas fisiológicos o psicológicos. En este capítulo también identifica como causas del fracaso de la voluntad: a la impulsividad, la indecisión, la rutina, la inconstancia y la obcecación y la procastinación, que de forma breve la podemos definir como el “dejar algo para mañana”.

Los dos últimos capítulos tratan de la elección de metas y de las sociedades inteligentes y las estúpidas. En el primero de ellos Marina trata de desmenuzar el proceso de elección de metas, que todos nosotros desarrollamos a través de la inteligencia y que nos supone la incertidumbre de elegir, y con ello de fracasar o tener éxito. Este proceso que nos proponemos llevar a cabo, sin embrago, conlleva problemas, ver si nuestras metas son contradictorias, es decir, si no nos dejamos llevar por intereses ajenos a nosotros mismos, la coordinación de metas con otras personas, por ejemplo nuestra pareja, el saber diferenciar entre el uso privado y el uso social de la inteligencia, etc.

Cuando Marina habla de sociedades inteligentes y estúpidas, es cuando aplica todos los preceptos de su teoría de la inteligencia fracasada, centrada en el individuo personal, a las sociedades, como conjuntos de ciudadanos, y de esta manera divide a las sociedades en dos grupos, las que utilizan la inteligencia para construir sociedades más igualitarias y libres, más útiles para sus conciudadanos y las que no, las que denomina estúpidas.

La lectura de “la inteligencia fracasada” se hace indispensable para cualquier persona que tenga un poco de curiosidad por conocer que sucede a su alrededor y dentro de si misma. La obra de Marina se hace imprescindible en tiempos oscuros como los actuales, en los que todo vale, y lo mejor es dejarse llevar por el camino que nos indica la masa. Más que nunca se tiene que aupar nuestra inteligencia, tanto individual como social, sobre los grandes problemas que la sociedad actual nos arroja, con valentía, sin miedo, mostrándonos una imagen veraz de la realidad y guiándonos para intentar conseguir vencer a la adversidad de la mejor manera posible.

Doctor Brigato.

TEATRO. El castigo sin venganza. "Insólito Lope, maduro y trágico".

De Lope de Vega. Versión de Eduardo Vasco.
Con: Jesús Fuente, Fernando Sendino, Arturo Querejeta, Eva Trancón, Savitri Ceballos, Francisco Merino, Marcial Álvarez, Clara Sanchis, María Álvarez, Daniel Albaladejo, Nuria Mencía y otros.
Escenografía: José Hernández. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Vestuario: Rosa García Andújar.
Direción: Eduardo Vasco.
Compañía Nacional de Teatro Clásico. Madrid. Teatro Pavón.

El castigo sin venganza dramatiza los amores adúlteros e incestuosos de Federico, hijo del Duque de Ferrara con su madrastra Casandra. Mientras el Duque acude a combatir contra los enemigos del Papa los amantes dan rienda suelta a su pasión amorosa incurriendo en un pecado nefando y amenazando el buen nombre del duque que tiene que limpiar su honor con un castigo proporcional al agravio recibido, aunque este provenga de su propio hijo. Inspirada en un relato legendario de Bandello y preludio de la calderoniana A secreto agravio secreta venganza es esta una de las piezas más notables de Lope y también una de las pocas que destilan un profundo aliento trágico.

Lope se apropia de la anécdota ajena pero despliega todo su genio para dibujar con mano diestra el proceso del enamoramiento de los jóvenes y la fuerza de una pasión que termina por anular su razón y su voluntad; una pasión compleja a la que se entregan no sin antes luchar denodadamente contra el atavismo y contra las convenciones y creencias de la época. La reticencia de ambos amantes para reconocer lo que sus corazones y sus miradas declaran se disfraza ora de rivalidad por los derechos a la herencia paterna que Federico cree amenazados si su padre tiene nueva descendencia, ora de despecho, cuando Casandra se entera del amor que Aurora, ahijada del Duque, confiesa sentir por Federico, aumentando las dificultades entre los amantes y situando la acción en el plano de una ambigüedad calculada que enriquece permanentemente el conflicto y pone a prueba la sinceridad y hondura de los sentimientos de los protagonistas a la vez que hace crecer la tensión dramática hasta límites insuperables.

Dando muestra de un talento poco común y de un profundo conocimiento de los autores del Barroco, y de Lope en particular, -esta es la cuarta obra de este dramaturgo que ha dirigido-, Eduardo Vasco lleva a cabo un espléndido montaje, fruto de su propia labor creativa y de investigación y de la colaboración del magnífico equipo técnico y artístico, actores incluidos, de los que se ha rodeado para la ocasión. Colaboración que auguramos –y deseamos- larga y fructífera para poder gozar de una vez de verdad de nuestros maltratados clásicos.

Porque de gozo, de auténtico disfrute artístico, sin reservas, tenemos que tildar la experiencia que nos depara este reciente estreno de la CNTC. Incisivo análisis del texto, delimitación y concreción de sus principales líneas de fuerza, frecuentísimos hallazgos expresivos,-como la presencia fantasmal de Andrelina, esta “dama oferente” portadora de la espada-, trabajo riguroso de dirección de actores, de iluminación; todo son aciertos en este montaje, desde el atinado reparto –con la inclusión junto al núcleo duro del elenco de Noviembre Teatro de actores de la experiencia de Francisco Merino o de la pujanza de Marcial Álvarez y de Clara Sanchis-, hasta la no menos acertada traslación de la acción dramática de la Italia de origen, a la Italia de entreguerras, espléndidamente recreada por el vestuario de estética años veinte de Rosa García Andujar: glamurosas muselinas en tonos pastel con generosos escotes las damas, impecables trajes a medida los caballeros e inequívocas camisas pardas, botas de media pierna, condecoraciones en los trajes de gala o guerreras de cuero para los uniformes militares en clara alusión al naciente fascismo.

Pero todo eso sería bien poca cosa sin el extraordinario trabajo de los actores. Para empezar, oímos el verso, sentimos su pálpito a la vez que no se pierde un ápice del sentido de las palabras y de las frases. Hay un empeño explícito en la dicción precisa, en la vocalización cuidada, en el ritmo pausado, que se convierte en algo natural una vez trascurridas las primeras escenas, y el verbo potente y fluido de Lope, su fastuosa imaginería, las antítesis más violentas, los conceptos más enrevesados, las veladas alusiones mitológicas, los juegos de palabras fluyen al unísono de la respiración anhelante, de las miradas cómplices o inquisitivas, del férreo ademán autoritario o de las tiernas caricias. Parece haber entrado Vasco en un sugestivo proceso de esencialización consistente en supeditar todos los elementos de la teatralidad al desvelamiento del misterio de la palabra poética, a su corporeización, en un escenario casi desnudo donde se fía la sugestión del espacio al ademán y movimientos del actor, y a las tonalidades y sugerencias de las palabras. En esa perfecta fusión de cuerpo y palabra para alumbrar sentimientos y emociones es donde radica la fuerza realmente avasalladora del espectáculo, y donde este brinda las mejores oportunidades de lucimiento a los actores.

Y todos ellos, sin excepción, sirven con solvencia a este propósito, aunque destacan, obviamente, en razón de su protagonismo: Arturo Querejeta, en un cínico, despiadado y mujeriego Duque de Ferrara, que representa el poder ejercido de manera despótica y al servicio de sus intereses y de su buen nombre; Nuria Mencía que modula estupendamente la transformación de la callada y sumisa Aurora, que desde un discreto segundo plano juega hábilmente sus cartas para conseguir a Federico, en una peligrosa amante despechada, carcomida por los celos y maniobrando para provocar la desgracia de su primo; o Daniel Albaladejo en un imperioso y lacayuno Marqués de Gonzaga, de talante autoritario y perfil musoliniano. Acaparan, en fin, un indiscutible protagonismo Marcial Álvarez y Clara Sanchis en los papeles de Federico y Casandra. Apuesto, un tanto filósofo y ensimismado, Federico es la imagen viva de la contención, del esfuerzo consciente por refrenar su sentimiento que sus actitudes, miradas y el tono de su voz declaran; transita con absoluta naturalidad de la jovialidad inicial a la sospecha, al tormento interior, a los ascesos de melancolía y a la entrega total y sin condiciones a su madrastra. Respecto a Clara Sanchis nos regala una joven y bondadosa Casandra, obsequiosa y cortés pero con un innato sentido de rebeldía femenina que le impide aceptar la situación de indignidad en la que la coloca su marido con sus infidelidades y su desdén; una joven frágil e impulsiva que vuelca toda su vitalidad y ternura en la relación con Federico al que adora, y nos ofrece una auténtico recital interpretativo en las escenas vis a vis con él, cuando exploran juntos el complejísimo universo conceptual y sentimental que Lope ha creado para ellos y expresado en versos sublimes; y en algunos monólogos, -arriesgadísimos, por cierto, dirigiéndose al público desde la batería- reflexionando en voz alta sobre las delicias del amor, pero también sobre la punzada de los celos, o sobre la llamada del deber conyugal y sobre la traición; o sobre los prejuicios e insidias que se interponen estorbando el disfrute de una felicidad recién descubierta.

Un montaje extraordinario y una interpretación memorable que merecen mucha más atención de la que el público parece haberle dedicado hasta ahora.

Gordon Craig.