lunes, febrero 22, 2010

TEATRO. Une Odyssée. "Divertidísima parodia".


Basada en La Odisea de Homero.
Adaptación de Irina Brook y Jean-Claude Carriére.
Con: Hovnatan Avedikian, Ysmahane Yakini, Renato Giuliani y Tony Mpoudja.
Dirección: Irina Brook.
Corral de Comedias, Alcalá de Henares, 20 de febrero de 2010.


Como en la hilarante versión de "El sueño de una noche de verano" que vimos aquí mismo en el Corral hace un par de años, el motor de este montaje que comentamos es la parodia. Una parodia amable, indolora -si puede decirse así-, ayuna de crítica hacia los personajes, episodios o incluso hacia el tono del texto de referencia, hasta el punto de que casi podríamos tildarla más bien de homenaje al poema homérico, y por extensión al rico y variado universo de los clásicos, cada vez más preterido en la enseñanza y arrinconado en los ambientes culturales ante la presión de insulsos y vacuos sucedáneos. De hecho, así arranca el montaje, con un viejo profesor abucheado desde la platea por un grupo de alumnos díscolos cuando este pretende leerles algunos pasajes del relato clásico.

Cuatro únicos actores, tres actores y una actriz, para ser más exactos, dan vida a Ulises y sus leales y toda una pléyade de personajes protagonistas de varios de los más celebrados episodios de la epopeya homérica, desde el cíclope Polifemo, hasta la maga Circe o los seductoras sirenas pasando por Hermes, Hades, Telémaco o la fiel Penélope y su cohorte de turiferarios y pretendientes a cual más grotescos y extravagantes.


Haciendo gala de una extraordinaria libertad creadora en la estructuración del material narrativo, de ingenio en la traslación textual de la fábula al aquí y ahora del espectador y de toda suerte de efectos cómicos en el orden de la expresión corporal, que manejan con consumada maestría, estos espléndidos intérpretes nos dan un verdadero recital de teatro y constituyen un testimonio vivo, una clamorosa evidencia de que se puede hacer reír al público a mandíbula batiente sin necesidad de recurrir a la caricatura ni a la grosera descalificación del otro, ni a lo soez, ni a lo escatológico, ni a la chabacanería. Basta con saber tomar una distancia irónica de referente y proceder a una distorsión controlada del sentido originario de las situaciones, de los personajes, de sus afectos, deseos y motivaciones, que en gran medida, y salvando todas las distancias, siguen siendo las nuestras.

Así, por medio de la evocación del modelo clásico que proporciona soporte y sentido de unidad al espectáculo, sobre lo que se ironiza realmente es sobre algunos tópicos y lugares comunes que se han convertido en iconos de la vida moderna como el culto a los falsos paraísos artificiales que encarnara el movimiento hippie, la elevación a los altares del nuevo becerro de oro cibernético o la obsesión enfermiza por una alimentación sana y natural. Todo ello siempre en un tono festivo y desenfadado y con frecuentes guiños a un público seducido por el gracejo, el ingenio y la energía desbordante de los actores en su continuo ejercicio de transformismo. El aplauso final fue unánime y enfervorecido.

Gordon Craig.

Corral de Comedias de Alcalá. Une odyssée.

viernes, febrero 12, 2010

TEATRO. El arte de la comedia. "Verdad y mentira de la ficción".


De Eduardo de Filippo.
Con: Enric Benavent, Pedro Casablanc, José Luis Alcobendas, Jesús Barranco, Joaquín Hinojosa, Lola Manzano, Ernesto Arias, Diego Galeano, Carmen Machi y otros.
Dirección: Carles Alfaro.
Teatro de la Abadía, Madrid. 6 de febrero de 2010.


En la permanente dialéctica entre realidad y ficción en la que se debate el teatro del siglo XX fue Pirandello quien contribuyó de manera definitiva a romper con las ilusiones figurativas del teatro al poner al descubierto -en palabras de Sanchis Sinisterra-, “la falsa carpintería versosimilista de un arte que sólo afirma su verdad al confesar que miente”. De Filippo, gran parte de cuyo teatro es tributario de la obra del siciliano, pretende también, en esta delirante comedia que se estrena ahora en el Abadía, desmontar el artificio de la ficción por medio de una ingeniosa teatralización de la ficción misma.

Así como el Enrique IV pirandeliano se debate entre las máscaras que su locura y luego su razón recobrada le ponen ante sus ojos, el protagonista de la obra que comentamos se va a tener que enfrentar a una dolorosa disyuntiva implicado, a su pesar, en una situación abracadabrante que él mismo ha contribuido a crear. Cuando apenas ha tenido tiempo de tomar posesión como Gobernador de la plaza el señor de Caro recibe la visita de Oreste Campese, director de una compañía de cómicos. Un incendio acaba de destruir la carpa donde hacen sus representaciones; montajes, por lo general, modestos y dirigidos a un público sin excesivas pretensiones. Ante la perspectiva de fracaso de su espectáculo frente al público más exigente del teatro municipal donde provisionalmente va a trasladarse la compañía, viene a pedir al Gobernador que asista a su estreno; según el bueno de Campese la presencia de persona tan notoria en la sala contribuirá a vencer las suspicacias y reticencias del público que acabará por acudir al teatro. Ante la obcecada negativa del Gobernador, que en un alarde de presunción llega incluso a dudar de la capacidad artística de los cómicos, Campese, herido en su orgullo, le plantea un peculiar desafío, una apuesta envenenada que sumirá al gobernador en un formidable dilema, que a partir de ese momento se convierte en el motor de la acción dramática.


Pero además de esta reflexión sobre la naturaleza y límites del teatro, o sobre el proceso de incardinacion de la actividad teatral en la vida pública y sus relaciones con las instituciones -problema, por cierto nunca del todo resuelto- la obra refleja la confusión moral, la ruina económica de la posguerra en Italia y la penuria de la existencia de los más desfavorecidos, ejemplificada en el propio Oreste Campese; y tiene su punto de sátira política en las actitudes del Gobernador, y de sátira social en el vívido friso de personajes pintorescos y atrabiliarios que pueblan la escena. Materia, en fin, más que suficiente para poner a prueba la sagacidad de un director (Carles Alfaro) que hace un magnífico trabajo, y la preparación y el talento de un elenco disciplinado y suponemos que muy motivado por lo especial de la ocasión que los ha convocado: la celebración del decimoquinto aniversario de la creación del teatro y de la compañía de la Abadía.

Con tintes de farsa y reminiscencias de la comedia del arte, todo el espectáculo, escenografía y ambientación incluidas, tiene un delicioso aroma felliniano, la misma desmesura de sus ensoñaciones y la misma mirada entre pícara, nostálgica e indulgente hacia sus inocentes criaturas. Y ciertamente, pocas veces se ve tanta verdad fingida sobre un escenario. La historia te atrapa desde el primer momento incluso a lo largo de la primera parte, más estática, dominada por un largo y denso diálogo de Campese y el señor Caro sobre la naturaleza y límites del teatro, que se salva gracias al prodigioso trabajo de Enric Benavent (el íntegro, puntilloso y socarrón Campese), Pedro Casablanc (el paternalista y prepotente excelentísimo señor de Caro, Gobernador) y José Luis Alcobendas (el estirado tiralevitas Giacomo Franci, Secretario del Gobernador) que exhiben un control absoluto de los recursos expresivos y una extraordinaria madurez artística en la creación de sus respectivos personajes. Pero el resto del elenco no les va a la zaga y en la segunda parte, más viva y trepidante que la primera con la sucesiva incorporación de personajes a cual más extraños y con un comportamiento calculadamente ambiguo, la obra ya se endereza por la senda de la comicidad más desbordante. Y ahí tenemos echando su cuarto a espadas, a un inspirado Jesús Barranco, como Quinto Bassetti, el pundonoroso y un tanto pirado médico del lugar, a Joaquín Hinojosa, campechano y manipulador Párroco de provincias con el porte de todo un Anthony Queen, o a Ernesto Arias, el cariacontecido e indeciso montañés, o a Lola Manzano, la desequilibrada y neurótica maestra de escuela Lucía Petrella, que con su rocambolesca historia sobre la desaparición sobrenatural de uno de sus alumnos acaba de sacar de quicio al estupefacto Gobernador.

Humor de la mejor factura, sátira social y un maduro y genuino trabajo actoral que cristalizan en uno de los espectáculos más divertidos de la temporada y que el público enfervorizado no se cansó de aplaudir.

Gordon Craig

El arte de la Comedia. Teatro de la Abadia..


martes, febrero 09, 2010

TEATRO. El baile. "Épater le bourgeois".

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De Irène Némirosky.
Con: Anna Lizarán, Xaro Campo, Francesca Piñón.
Coreografía de Sol Picó.
Dramaturgia y dirección: Sergi Belbel.
Madrid. Teatro Valle-Inclán. Sala Fracisco Nieva. 31 de enero de 2010.


Quienes hayan leído previamente el breve e incisivo relato de Irene Némirovsky en el que se inspira este espectáculo comprobarán en primer lugar que se trata de una reproducción bastante fiel del original, que la dramaturgia de Sergi Belbel rescata en los términos esenciales el conflicto madre e hija, un auténtico pugilato que se establece entre las dos ante la indiferencia de Alfred (el padre) con todo el ensañamiento y crueldad que ambas derrochan, la primera en su empecinado afán por menospreciar y censurar el comportamiento de su hija, y ésta en el vehemente deseo de vengarse de los constantes ultrajes y humillaciones.

Pero frente a la extrema sencillez del relato, escrito en una prosa directa y fluida, barojiana, casi, con sus escuetos diálogos, sus esquemáticas descripciones y su carencia de elementos retóricos, la puesta en escena se nos antoja un tanto artificiosa al apurar el símil pugilístico hasta los extremos de estructurar el desarrollo de la acción como un combate de boxeo con sus correspondientes “asaltos”, el sonido del gong y el rugido de fondo del enfervorecido auditorio. Y ello pese al loable esfuerzo de síntesis que se materializa en la reducción del número de personajes a los esenciales y en la concreción del aparato escenográfico y de vestuario, también reducidos a unos mínimos elementos evocadores –casi simbólicos, como la araña de cristal o el sofá del salón- del afán de lujo y de ostentación de unos parvenus.


El aspecto más novedoso del montaje es el recurso a la simbiosis de palabra y danza para la expresión de las emociones y sentimientos de las protagonistas. Esta contraposición funciona por lo general bien como artificio expresivo. Al conflicto dramático se solapa el enfrentamiento de dos lenguajes: el verbo y el movimiento, y cabe decir que, pese al notable trabajo de la desenvuelta y temperamental Anna Lizarán (Rosina) la tremenda energía de Xaro Campo (Antoinette) en la ejecución de las escenas bailadas y la rotundidad casi marcial de sus movimientos acaparan todo el protagonismo y adquieren un grado tal de autonomía que hacen peligrar momentáneamente la unidad del conjunto, teniéndose que tomar el espectador un respiro y hacer un esfuerzo especial de concentración para reintegrar tales escenas al hilo argumental del relato.

La sintética escenografía de Max Glaenzel y Estel Cristià constituye una correcta e inspirada recreación del espacio de la novela, un interior frío y despersonalizado presidido por el omnipresente diván y un exterior más cálido, porque más real, sugerido por la tenue transparencia del sky line parisino y la innegable fuerza de evocación de la imagen del Sena recibiendo en sus aguas y trasportando lejos del alcance de la patética Rosina el fruto de sus desvelos y de sus fatuas ilusiones.

Todo el montaje, empero, pese a su aparente sobriedad, parece un punto sofisticado y denota un afán, no sé si decir en exceso purista, un prurito –como el de la señora Kampf-, un tanto extemporáneo para estos tiempos de crisis de épater le bourgeois.

Gordon Craig.

El baiel en el Teatro Valle Inclán.