miércoles, noviembre 13, 2013

TEATRO. Tomás Moro, una utopía. "Un hombre para la eternidad".

De William Shakespeare, Anthoy Munday, Henry Chettle y otros.
Traducción de Aurora Rice y Enrique García-Máiquez. Versión de Ignacio García May.
Con: José Luis Patiño, Ángel Ruiz, Lola Velacoracho, Silvia de Pé, Sara Moraleda, Manu Hernández, César Sánchez, Daniel Ortiz, Chema Rodríguez Calderón, Jordi Aguilar y Ricardo Cristóbal.
Dirección: Tamzin Townsend.
Madrid. Teatro Fernando Fernán Gómez.




Con este rotundo apelativo (en inglés “a man for all seasons”, en la cita original) se refirió a Tomás Moro su coetáneo, el erudito y latinista Robert Whittinton, dando muestra de la profunda admiración que despertó en su tiempo la ejecutoria de este hombre extraordinario y de moral irreprochable que tras haber ostentado las más altas magistraturas del estado en la época de el rey Enrique VIII cayó en desgracia por negarse a firmar el Acta de Supremacía, por la que el monarca habría de erigirse en jefe de la Iglesia de Inglaterra. Acusado de alta traición y encerrado en la Torre de Londres fue finalmente condenado a muerte y decapitado en la plaza pública sin que las súplicas de sus amigos, de
su mujer o de su hija Margaret, a la que adoraba, le hicieran cambiar de opinión. A diferencia de Galileo que abjuró públicamente de sus creencias para salvar la vida Tomás Moro antepuso siempre sus convicciones morales a la conveniencia, viniendo a constituir a la manera de Sócrates un paradigma de integridad y de coherencia personales. El hecho de que ese comportamiento virtuoso esté asociado a sus creencias religiosas -era un ferviente católico posteriormente canonizado por la Iglesia- no altera para nada el valor ejemplarizante de su gesto, y su figura se agiganta, si cabe, si la comparamos con la mediocridad, el oportunismo, la falta de principios y la laxitud moral de nuestras clases dirigentes. Y quizá sea éste precisamente el principal activo del montaje de la obra que comentamos, la razón de su oportunidad: mostrarnos un ejemplo de rectitud moral que contraponer al piélago de corrupción en el que chapotean nuestros llamados servidores públicos.

La pieza, de clara intencionalidad testimonial, tiene dos puntos débiles: un marcado carácter episódico y un excesivo protagonismo de Tomás Moro frente al resto de personajes que se ven reducidos a lo puramente anecdótico. A lo primero, el montaje, dirigido con solvencia por una experimentada Tamzin Townsend, da solución mediante una ágil y rápida articulación de las múltiples escenas que componen la obra y su adecuada contextualización a través de las ocasionales intervenciones de un supuesto “historiador”, un personaje que está por así decirlo, dentro y fuera de la obra, comentando la acción y actuando como un intermediario entre el público y los personajes de la época. Éste artificio dramático está en la línea de lo que hizo Robert Bolt con su personaje “the common man”en su obra sobre el autor de Utopia, produce un cierto distanciamiento brechtiano y coadyuva a la objetivación de lo narrado. Lo segundo es de más difícil solución puesto que, como digo, los personajes carecen de un mínimo espesor psicológico que oponer a la personalidad ingente y arrolladora del protagonista, de modo que el conflicto dramático propiamente dicho, excepción hecha de algunas escenas con el fiscal en el juicio al “Gato”, o con su mujer e hija con ocasión de su renuncia al cargo de lord Chancellor o en las horas previas a su ejecución, se ventila, por así decirlo, en forma de lucha interior del protagonista en los momentos en los que tiene que debatir consigo mismo el alcance de sus decisiones. Desde este punto de vista la labor de José Luis Patiño es meritoria. Quizá se encuentra más cómodo en aquellas situaciones donde se evidencia el proverbial sentido del humor y el carácter bromista del personaje -ponderado por el mismísimo Erasmo-, que en aquellas donde aflora el hombre religioso, el tribuno sensato o el político responsable. Sus monólogos sobre la muerte o sobre el poder y sus discursos, como el que dirige a la plebe enfurecida en plena revuelta contra los privilegios de los comerciantes franceses son sin duda lo mejor de la obra.

Gordon Craig.

 Tomás Moro, una utopía.

viernes, noviembre 08, 2013

TEATRO. El diccionario: "Reivindicación de la palabra".

De Manuel Calzada Pérez.
Con: Vicky Peña, Helio Pedregal y Lander Iglesias.
Dirección: José Carlos Plaza.
Madrid. Teatro La Abadía.


Para varias generaciones de hispanohablantes, desde la fecha de su primera edición, el Diccionario de Uso del Español de María Moliner ha constituido, además de una herramienta insustituible para la resolución de dificultades en el manejo del idioma, una fuente constante de placer. Adentrarse en sus páginas ha sido como penetrar en un continente ignoto y descubrir a la par de sus incontables y desconocidas bellezas lo inabarcable de sus confines. Acostumbrados a tenerlo siempre a mano y a su contacto cotidiano no habíamos reparado en la ingente tarea llevada acabo por la autora, en el esfuerzo casi sobrehumano -se nos antoja ahora, con los limitados medios de que disponía entonces- para una sola persona, de reunir y sistematizar el rico material que llena las tres mil y pico apretadas páginas de esta magna obra. La pieza de Manuel Calzada que reestrena ahora y hasta el 17 de noviembre el teatro de La Abadía nos permite ponderar ese enorme esfuerzo y acercarnos a la personalidad de esa mujer extraordinaria que fue María Moliner.

 La obra, fruto de una encomiable y rigurosa labor de documentación e investigación, está construida con una estructura muy libre en la que se solapan episodios de la realidad de los últimos años de la vida de la autora y de sus recuerdos con fragmentos de un hipotético discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua. (Nunca llegó a pronunciarse, por la sencilla razón de que nunca llegó pertenecer a la Academia). La narración arranca precisamente con la visita al médico especialista tras advertir la autora los primeros síntomas de falta de memoria y ser diagnosticada de arterioesclerosis cerebral. A través de las múltiples microescenas que componen el relato de su vida podemos descubrir la enorme fuerza de voluntad, el tesón, la perseverancia y la presencia de ánimo de una mujer excepcional capaz de sobreponerse a dificultades de toda índole, económicas, políticas -llegó a ser represaliada por el régimen de Franco- y personales, incluidas la muerte de una hija y una enfermedad degenerativa, y llevar a buen término la tarea que se había propuesto.

 Consistente, enriquecido con un vasto y variado anecdotario sobre la vida de la lexicógrafa -“diccionarista” se hacía denominar, en broma-, el relato incluye numerosas disquisiciones de carácter erudito sobre la idoneidad de ciertos vocablos de nueva creación o sobre el tratamiento de otros muchos en sucesivas ediciones del diccionario de la RAE que, aunque se compadecen con la temática de la obra -algunas de estas disquisiciones, como las relativas al término “libertad” se sitúan en el epicentro de la misma-, lastran con un exceso de intelectualismo el desarrollo de un acción dramática que ya de por sí es bastante estática. Pero ¡ah, sorpresa!, incluso esos pasajes alcanzan un elevado vuelo poético en boca de una Vicky Peña pletórica de recursos que despliega una amplísima e inusitada variedad de registros para extraer todo el lustre y toda la belleza sonora y de concepto que encierran las palabras. Y su figura enhiesta ante el atril en el arranque de su alocución ante los miembros de la asamblea, con la frente alta y la mirada imperturbable es la viva imagen del temple y de la resolución. "Todo empieza con un acto expresivo” dice en el momento en que ha concebido la idea del diccionario, y en la contundencia y rotundidad de la prosodia de esa mínima frase se proyecta ya toda la energía de su carácter indomable y toda su pasión por el lenguaje. Pero en su ritmo pausado y cadencioso, en la dicción precisa y ajustada y en sus variadas inflexiones tonales hay lugar para la ironía y el humor, para la comprensión y la empatía, para la ira y la rabia contenidas, para el sobresalto y el asombro, para la reconvención amable, para la emoción y la ternura. Siempre correcta y afable, pareciera que su porte y modales y hasta su atuendo de extrema pulcritud, aun en los peores momentos de su enfermedad, son acordes con su ideal de honestidad, rigor y fidelidad a los valores del idioma que guían su labor intelectual. El resto de actores de la terna está a la altura de las circunstancias. Destaca quizá un tanto Helio Pedregal que da vida a un médico paternalista e infatuado que se frota literalmente las manos ante un “caso” que se le presenta pintiparado para coronar una carrera investigadora no demasiado brillante. Pero su supuesta superioridad intelectual se estrella una y otra vez contra la modestia, el sentido del humor y las firmes convicciones de su paciente. Se ríe de ella cuando, en su situación, le dice que está escribiendo nada menos que un diccionario, pero cuando tiene en sus manos los dos gruesos tomos recién salidos de la imprenta no puede por menos que rendirse a la evidencia. Es conmovedora la última visita que realiza a María Moliner cuando ya la afasia ha llegado a su etapa más avanzada y la lexicógrafa apenas puede deletrear el alfabeto.  

Gordon Craig.

El diccionario. Teatro de la Abadía.

lunes, noviembre 04, 2013

1000 razones para no dejar de leer. Entrevista en El País a Antonio Muñoz Molina.

<< […] [La incapacidad] tiene que ver con una particularidad española, de la que también hablo en el libro: lo difícil que es en este país la disidencia verdadera. Tenemos una idea falsa de nosotros mismos, según la cual somos gente vehemente, que dice lo que piensa y que eso nos distingue de los extranjeros. Pero aquí es muy difícil decir lo que se piensa. Vivimos en una sociedad en la que, por falta de tradición democrática, existe una incapacidad de aceptar con naturalidad las opiniones o las informaciones que contradicen la ortodoxia establecida por un grupo. […] >>

Entrevista en El País a Antonio Muñoz Molina.

 

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