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viernes, noviembre 08, 2013

TEATRO. El diccionario: "Reivindicación de la palabra".

De Manuel Calzada Pérez.
Con: Vicky Peña, Helio Pedregal y Lander Iglesias.
Dirección: José Carlos Plaza.
Madrid. Teatro La Abadía.


Para varias generaciones de hispanohablantes, desde la fecha de su primera edición, el Diccionario de Uso del Español de María Moliner ha constituido, además de una herramienta insustituible para la resolución de dificultades en el manejo del idioma, una fuente constante de placer. Adentrarse en sus páginas ha sido como penetrar en un continente ignoto y descubrir a la par de sus incontables y desconocidas bellezas lo inabarcable de sus confines. Acostumbrados a tenerlo siempre a mano y a su contacto cotidiano no habíamos reparado en la ingente tarea llevada acabo por la autora, en el esfuerzo casi sobrehumano -se nos antoja ahora, con los limitados medios de que disponía entonces- para una sola persona, de reunir y sistematizar el rico material que llena las tres mil y pico apretadas páginas de esta magna obra. La pieza de Manuel Calzada que reestrena ahora y hasta el 17 de noviembre el teatro de La Abadía nos permite ponderar ese enorme esfuerzo y acercarnos a la personalidad de esa mujer extraordinaria que fue María Moliner.

 La obra, fruto de una encomiable y rigurosa labor de documentación e investigación, está construida con una estructura muy libre en la que se solapan episodios de la realidad de los últimos años de la vida de la autora y de sus recuerdos con fragmentos de un hipotético discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua. (Nunca llegó a pronunciarse, por la sencilla razón de que nunca llegó pertenecer a la Academia). La narración arranca precisamente con la visita al médico especialista tras advertir la autora los primeros síntomas de falta de memoria y ser diagnosticada de arterioesclerosis cerebral. A través de las múltiples microescenas que componen el relato de su vida podemos descubrir la enorme fuerza de voluntad, el tesón, la perseverancia y la presencia de ánimo de una mujer excepcional capaz de sobreponerse a dificultades de toda índole, económicas, políticas -llegó a ser represaliada por el régimen de Franco- y personales, incluidas la muerte de una hija y una enfermedad degenerativa, y llevar a buen término la tarea que se había propuesto.

 Consistente, enriquecido con un vasto y variado anecdotario sobre la vida de la lexicógrafa -“diccionarista” se hacía denominar, en broma-, el relato incluye numerosas disquisiciones de carácter erudito sobre la idoneidad de ciertos vocablos de nueva creación o sobre el tratamiento de otros muchos en sucesivas ediciones del diccionario de la RAE que, aunque se compadecen con la temática de la obra -algunas de estas disquisiciones, como las relativas al término “libertad” se sitúan en el epicentro de la misma-, lastran con un exceso de intelectualismo el desarrollo de un acción dramática que ya de por sí es bastante estática. Pero ¡ah, sorpresa!, incluso esos pasajes alcanzan un elevado vuelo poético en boca de una Vicky Peña pletórica de recursos que despliega una amplísima e inusitada variedad de registros para extraer todo el lustre y toda la belleza sonora y de concepto que encierran las palabras. Y su figura enhiesta ante el atril en el arranque de su alocución ante los miembros de la asamblea, con la frente alta y la mirada imperturbable es la viva imagen del temple y de la resolución. "Todo empieza con un acto expresivo” dice en el momento en que ha concebido la idea del diccionario, y en la contundencia y rotundidad de la prosodia de esa mínima frase se proyecta ya toda la energía de su carácter indomable y toda su pasión por el lenguaje. Pero en su ritmo pausado y cadencioso, en la dicción precisa y ajustada y en sus variadas inflexiones tonales hay lugar para la ironía y el humor, para la comprensión y la empatía, para la ira y la rabia contenidas, para el sobresalto y el asombro, para la reconvención amable, para la emoción y la ternura. Siempre correcta y afable, pareciera que su porte y modales y hasta su atuendo de extrema pulcritud, aun en los peores momentos de su enfermedad, son acordes con su ideal de honestidad, rigor y fidelidad a los valores del idioma que guían su labor intelectual. El resto de actores de la terna está a la altura de las circunstancias. Destaca quizá un tanto Helio Pedregal que da vida a un médico paternalista e infatuado que se frota literalmente las manos ante un “caso” que se le presenta pintiparado para coronar una carrera investigadora no demasiado brillante. Pero su supuesta superioridad intelectual se estrella una y otra vez contra la modestia, el sentido del humor y las firmes convicciones de su paciente. Se ríe de ella cuando, en su situación, le dice que está escribiendo nada menos que un diccionario, pero cuando tiene en sus manos los dos gruesos tomos recién salidos de la imprenta no puede por menos que rendirse a la evidencia. Es conmovedora la última visita que realiza a María Moliner cuando ya la afasia ha llegado a su etapa más avanzada y la lexicógrafa apenas puede deletrear el alfabeto.  

Gordon Craig.

El diccionario. Teatro de la Abadía.

miércoles, junio 29, 2005

TEATRO. La Orestiada."La culpa y la expiación".

De Esquilo.
Con: Damiá Barbany, Emilio Gutiérrez Caba, Maruchi León, Anabel Moreno, Ricardo Moya, Gloria Muñoz, Vicky Peña, Constantino Romero, Albert Triola y Teresa Vallicrosa.
Versión castellana: Carlos Trías.
Dirección: Mario Gas.
Madrid. Centro Cultural de la Villa.




Conviene de vez en cuando dirigir la mirada a los orígenes, a los padres fundadores de este arte milenario que es el teatro; y no sólo para buscar en sus creaciones el misterio arcaico del ritual o la fuerza avasalladora de las grandes pasiones enfrentadas que arrastran al héroe al sacrificio para expiar sus culpas, sino también para redescubrir la prístina pureza de las formas, degradadas con demasiada frecuencia por el uso y por la falta de rigor y exigencia artística. Este montaje de Mario Gas de una de las piezas cumbres de la tragedia ática que se repone a hora en el Centro Cultural de la Villa revela muchos de los elementos más valiosos de la gran tradición teatral occidental que alumbraron los griegos y los hace inteligibles para un público en general no habituado al contacto con los clásicos, ni sobrado de oportunidades para disfrutarlos ni de referencias culturales para entenderlos.

El mérito primero es el del adaptador que ha conseguido hacer una precisa síntesis de la trilogía; más ponderada en las dos primeras partes (Agamenon y Las Coéforas) de las que se recuperan las escenas esenciales, más drástica –en exceso, quizá-, de la tercera, Las Euménides, de la que apenas si se rescata una breve narración de Apolo relatando la huida de Orestes perseguido por las Erinias, su absolución por el tribunal de Atenas y su regreso a Argos para reinstituir el orden social y moral que había sido roto por su padre con el sacrificio de su hermana Ifigenia.

Notable también es el trabajo de dirección y puesta en escena. Se trata de un espectáculo sobrio, de ritmo pausado y solemne que apela a la grandiosidad del conflicto sin caer en el aspaviento ni en la grandilocuencia. Mario Gas parece haber dado por buena la afirmación de Gordon Craig de que los dramaturgos arcaicos apelaban más a la vista que al oído de los espectadores y construye un espectáculo de gran impacto visual sin dejar de ser respetuoso con el verbo acendrado de Esquilo y con su fértil y poderosa imaginería.

Los actores, asimismo, realizan un trabajo encomiable, que suman al esfuerzo de compaginar varios papeles: el de individualidades destacadas con el más indiferenciado y ocasional de sucesivos miembros del coro. A la palabra certera corresponde el gesto mesurado y el sentimiento profundo, de desdén y cobardía en Egisto, de horror y placer en la vengadora Clitemnestra, de honda desolación en las predicciones de Casandra, o de melancolía y abandono en la infeliz Electra. Y no hay afectación ni artificio en las más graves acusaciones a Agamenón, ni en las más airadas imprecaciones a los dioses ni en los más crueles términos de la locura de Orestes.

No es demasiado entendible, ni práctico, el desdoblamiento del personaje de Clitemnestra (¿madre y nodriza?) y no aporta sino una innecesaria confusión. Parece cuando menos extemporánea la presencia de un “monosabio” pertrechado de una regadera de cal viva delimitando el espacio de la acción a los “medios” de un imaginario ruedo cuyas connotaciones culturales son demasiado explícitas. Resultan, asimismo, prescindibles, algunos cuadros del final de la obra que nos inducen a pensar en una conclusión más política que religiosa o moral de la misma. ¿Acaso el orden que declina con el advenimiento del logos (Apolo y Atenea) patronos de Atenas, es el de las furias del “antiguo régimen”? ¿Cómo es que el grito del atalaya pidiendo una señal (¿de la victoria de Agamenon, como en el inicio de la pieza?) procede ahora de un personaje con los ojos vendados presto al fusilamiento y resulta ahogado por acordes de música USA y por el fragor de un bombardeo? Es difícil saber con exactitud las intenciones de Esquilo cuando escribió La Orestiada, pero si sabemos que en aquel momento Atenas se estaba jugando la libertad en plena lucha con los persas, y que el autor, en una inscripción funeraria que redactó para si mismo, reivindicaba más que la gloria literaria la de haber participado en alguno de los más memorables hechos de armas de aquella guerra.

Gordon Craig.