miércoles, junio 29, 2005

TEATRO. La Orestiada."La culpa y la expiación".

De Esquilo.
Con: Damiá Barbany, Emilio Gutiérrez Caba, Maruchi León, Anabel Moreno, Ricardo Moya, Gloria Muñoz, Vicky Peña, Constantino Romero, Albert Triola y Teresa Vallicrosa.
Versión castellana: Carlos Trías.
Dirección: Mario Gas.
Madrid. Centro Cultural de la Villa.




Conviene de vez en cuando dirigir la mirada a los orígenes, a los padres fundadores de este arte milenario que es el teatro; y no sólo para buscar en sus creaciones el misterio arcaico del ritual o la fuerza avasalladora de las grandes pasiones enfrentadas que arrastran al héroe al sacrificio para expiar sus culpas, sino también para redescubrir la prístina pureza de las formas, degradadas con demasiada frecuencia por el uso y por la falta de rigor y exigencia artística. Este montaje de Mario Gas de una de las piezas cumbres de la tragedia ática que se repone a hora en el Centro Cultural de la Villa revela muchos de los elementos más valiosos de la gran tradición teatral occidental que alumbraron los griegos y los hace inteligibles para un público en general no habituado al contacto con los clásicos, ni sobrado de oportunidades para disfrutarlos ni de referencias culturales para entenderlos.

El mérito primero es el del adaptador que ha conseguido hacer una precisa síntesis de la trilogía; más ponderada en las dos primeras partes (Agamenon y Las Coéforas) de las que se recuperan las escenas esenciales, más drástica –en exceso, quizá-, de la tercera, Las Euménides, de la que apenas si se rescata una breve narración de Apolo relatando la huida de Orestes perseguido por las Erinias, su absolución por el tribunal de Atenas y su regreso a Argos para reinstituir el orden social y moral que había sido roto por su padre con el sacrificio de su hermana Ifigenia.

Notable también es el trabajo de dirección y puesta en escena. Se trata de un espectáculo sobrio, de ritmo pausado y solemne que apela a la grandiosidad del conflicto sin caer en el aspaviento ni en la grandilocuencia. Mario Gas parece haber dado por buena la afirmación de Gordon Craig de que los dramaturgos arcaicos apelaban más a la vista que al oído de los espectadores y construye un espectáculo de gran impacto visual sin dejar de ser respetuoso con el verbo acendrado de Esquilo y con su fértil y poderosa imaginería.

Los actores, asimismo, realizan un trabajo encomiable, que suman al esfuerzo de compaginar varios papeles: el de individualidades destacadas con el más indiferenciado y ocasional de sucesivos miembros del coro. A la palabra certera corresponde el gesto mesurado y el sentimiento profundo, de desdén y cobardía en Egisto, de horror y placer en la vengadora Clitemnestra, de honda desolación en las predicciones de Casandra, o de melancolía y abandono en la infeliz Electra. Y no hay afectación ni artificio en las más graves acusaciones a Agamenón, ni en las más airadas imprecaciones a los dioses ni en los más crueles términos de la locura de Orestes.

No es demasiado entendible, ni práctico, el desdoblamiento del personaje de Clitemnestra (¿madre y nodriza?) y no aporta sino una innecesaria confusión. Parece cuando menos extemporánea la presencia de un “monosabio” pertrechado de una regadera de cal viva delimitando el espacio de la acción a los “medios” de un imaginario ruedo cuyas connotaciones culturales son demasiado explícitas. Resultan, asimismo, prescindibles, algunos cuadros del final de la obra que nos inducen a pensar en una conclusión más política que religiosa o moral de la misma. ¿Acaso el orden que declina con el advenimiento del logos (Apolo y Atenea) patronos de Atenas, es el de las furias del “antiguo régimen”? ¿Cómo es que el grito del atalaya pidiendo una señal (¿de la victoria de Agamenon, como en el inicio de la pieza?) procede ahora de un personaje con los ojos vendados presto al fusilamiento y resulta ahogado por acordes de música USA y por el fragor de un bombardeo? Es difícil saber con exactitud las intenciones de Esquilo cuando escribió La Orestiada, pero si sabemos que en aquel momento Atenas se estaba jugando la libertad en plena lucha con los persas, y que el autor, en una inscripción funeraria que redactó para si mismo, reivindicaba más que la gloria literaria la de haber participado en alguno de los más memorables hechos de armas de aquella guerra.

Gordon Craig.

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