lunes, diciembre 30, 2013

TEATRO. En un lugar del Quijote. "Nuestro primer clásico".

Versión libre de la novela de Miguel de Cervantes.
Con: Juan Cañas, Íñigo Echevarría, Daniel Rovalher, Álvaro Tato y Miguel Magdalena.
Dirección literaria: Álvaro Tato. Dirección musical: Miguel Magdalena.
Iluminación: Miguel Ángel Camacho.
Versión, composición musical y arreglos: Ron Lalá.
Compañía: Ron Lalá. Dirección: Yayo Cáceres.
Madrid. Teatro Pavón.




Siempre he pensado que eran la familia y la escuela, por ese orden, los lugares naturales para inculcar en el niño el gusto por la literatura y por el teatro en particular. Cuando esas instancias han abdicado de esa tarea imprescindible para garantizar la formación y la salud mental de nuestros adolescentes no está de más que otras instituciones vengan a suplir esas carencias y a intentar despertar ya sea tardíamente el interés por las mejores manifestaciones de nuestro rico patrimonio cultural que, en la mayoría de los casos, está constituido por obras de los autores denominados como “clásicos”. Demos la bienvenida, pues, a esta iniciativa de la CNTC, un programa institucional que bajo la denominación de “mi primer clásico” pretende familiarizar a los más jóvenes con obras cimeras de nuestra literatura y a la vez captar espectadores en un sector de la población cada vez más ausente de los escenarios.

Hacer explícito el contexto en el que se enmarca el último montaje de Ron Lalá que ahora se estrena en el teatro Pavón no constituye ningún tipo de justificación o de reserva sobre la excelencia de un espectáculo que, aunque ocasionalmente pueda tomarse algunas licencias con el texto original motivadas por la pretensión divulgadora del trabajo, raramente cae en el tópico y nunca en la vulgaridad, rescatando con bastante acierto no sólo muchos de los más conocidos episodios de la novela cervantina sino gran parte de su carga de profundidad ideológica, de su trasfondo ético y de su condición de sátira social, que se hace más perceptible si cabe a través de veladas referencias a situaciones y personajes de actualidad, que son celebradas con aplausos por los espectadores. Otros hallazgos no menos estimables del montaje son la creación de un poema marco de contenido ingenioso y sonoras rimas que aglutina en un todo unitario los sucesivos episodios evocados; o la potenciación del perspectivismo de la novela, mediante la inclusión del propio Cervantes escritor como personaje; o la trasposición del Cura y del Barbero a distintos planos de la ficción y el hacerles dialogar con el autor, discrepar incluso, al modo pirandeliano, de los designios que éste tiene trazados para ellos. Los arreglos y las canciones interpretadas en directo que hacen del espectáculo un auténtico musical son otro de los aciertos, o el epílogo para “puristas” con el que concluye la obra; y, desde luego, la creación magistral del personaje de don Quijote (portentoso trabajo de Íñigo Echevarría), una de las mejores, si no la mejor plasmación fisionómica del caballero andante que he visto últimamente: con su bigotillo hirsuto, su perilla rala, su mirada escrutadora de orate, su permanente expresión de asombro, tocado con la bacía de barbero es la réplica exacta de la grotesca imagen del desmedrado y enjuto hidalgo manchego que nos imaginamos acometiendo imposibles aventuras, haciendo penitencia en Sierra Morena o firmando las misivas a Dulcinea con el extravagante apelativo de Caballero de la Triste Figura.

Destacar el trabajo de Íñigo Echeverría no significa en absoluto hacer de menos al resto del elenco que se entrega con denuedo al empeño de parodiar a la legión de personajes que secundan las locuras del ingenioso hidalgo. Daniel Rovalher, es un chusco, incontinente y atolondrado Sancho Panza quizá más joven y menos pánfilo y pueblerino del que guardamos en nuestro imaginario pero de no menor bonhomía y simpleza. Respecto a los demás, sería imposible mencionar las múltiples criaturas en las que se desdoblan mientras los sucesivos episodios se desarrollan a un ritmo casi de vértigo. Particularmente felices son las encarnaciones de Cide Hamete, del Bachiller Sansón Carrasco o del Caballero de los Espejos que hace Álvaro Tato, o las del aguerrido Vizcaíno y el socarrón Barbero a quienes da vida Miguel Magdalena.

Junto a las burlas, diabluras y extravagancias, junto al humor rozagante que impregna todo el montaje y que hace las delicias de los asistentes, encontramos cuadros de gran belleza plástica, divertidas canciones y aquí y allá aflora como manantial claro y cristalino la voz del Cervantes más humano y comprometido con la causa de fe, de la justicia y de la libertad del individuo. 

Gordon Craig.

En un lugar del Quijote. CNTC. 

jueves, diciembre 12, 2013

TEATRO. Montenegro: La culpa y la expiación.



De Ramón María del Valle-Inclán.

Con: Fran Antón, Ramón Barea,Esther Bellver, David Boceta, Javier Carramiñana, Bruno Ciordia, Paco Déniz, Silvia Espigado, Marta Gómez, Carmen León, Toni Márquez, Mona Martínez, Rebeca Matellán, Iñaki Rikarte, José Luis Sendarrubias, Edu Soto, Janfri Topera, Alfonso Torregrosa, Yolanda Ulloa y Pepa Zaragoza.
Versión y dirección: Ernesto Caballero.
Escenografía: José Luis Raimond.
Vestuario y caracterización: Rosa García Andujar. 
Madrid. Teatro Valle-Inclán.      



Las Comedias bárbaras (trilogía que incluye Cara de Plata, Águila de Blasón y Romance de lobos) constituyen un ciclo que dramatiza la tragedia de la familia Montenegro. La historia, truculenta y cruel se centra en torno al Caballero Don Juan Manuel de Montenegro, singular representante de la caduca y decadente aristocracia rural y símbolo, con su comportamiento arrogante, violento y despótico, de todo un mundo y un sistema de valores que ya ha comenzado a desmoronarse para ser sustituido por otro donde la nobleza, la liberalidad, el heroísmo y el ideal de libertad, se truecan en vileza, codicia y servidumbre.

El desarrollo de la acción dramática atiende a un triple frente: el conflicto entre los representantes de los intereses comunales y la familia de los Montenegro, desencadenado por la negativa del mayorazgo a que las reses atraviesen sus tierras de camino a la feria de Viana; el enfrentamiento del Abad de Lantañón con los Montenegro suscitado al hacer Miguelito extensiva esta prohibición de tránsito por sus predios al abad, que posteriormente se complica por la “custodia” de Sabelita, sobrina del clérigo y ahijada de Don Juan Manuel; y por último, la disputa del caballero con sus vástagos, con Cara de Plata a cuenta de Sabelita, de la que el joven está enamorado y con el resto de sus hijos en razón de su desmedida codicia.

El montaje de Ernesto Caballero, apoyado en una sobria escenografía de José Luis Raimond y en un atinado concepto del vestuario, del espacio y del movimiento escénicos, reproduce con bastante acierto el entorno semisalvaje y brumoso de la acción: una comarca poblada de aldeas perdidas sumidas en la miseria y en la superstición; de templos abaciales regentados por clérigos corruptos y sacrílegos, de sacristanes borrachines, de coimas, tullidos y mendigos de iglesia; de naipes y aguardiente en las romerías; de conjuros y ritos satánicos. Auque, quizá hay un fondo irreductible de misterio, rudeza y primitivismo en los ambientes y personajes recreados que, en éste como en otros montajes que hemos visto de esta obra, se niega a ser revelado. Y ello pese al vigor de la prosa estetizante y acrisolada de Valle que esconde un inigualable potencial dramático y cuyos destellos y reverberaciones permitirían por sí solos trascender la Galicia profunda, rural, evocada en sus páginas y elevarla a la categoría de espacio mítico y legendario.

El trabajo de los actores, solvente en general, bascula entre el costumbrismo de algunas escenas corales -en las que el vestuario y hasta la dicción exhiben un marcado acento gallego- y el recio expresionismo de otras, convenientemente aderezadas por efectos de sonido y por una iluminación tenebrista. Ramón Barea es un Montenegro fiero, irascible bárbaro y montaraz; es difícil mostrar todos los matices que incorpora a este complejísimo personaje que son muchos y de muy variado tenor aunque quizá pulsa mejor la fibra del arrepentimiento y de la expiación que las de la arrogancia, la lascivia, la irreverencia o la impiedad; en su generosidad sincera para con los desvalidos y menesterosos, en su furibundo alegato dirigido los incapaces de rebelarse contra su condición de esclavos o en su vehemente deseo de reunirse con su esposa muerta es donde mejor consigue movilizar las emociones del espectador. Sin ningún antagonista claro que le dé la réplica, este papel lo ejercen alternativamente el Abad de Lantañón (Alfonso Torregrosa), Sabelita (Rebeca Matellán), doña María de la Soledad (Yolanda Ulloa), su criado Don Galán (Janfri Topera) o su hijo Miguelito “Cara de Plata” (David Boceta). Respecto al Abad, apenas hace ostensible la autoridad que le depara su estatus si no es por el trueno de su voz y por ciertos ademanes grandilocuentes. Rebeca Matellán da vida a una Sabelita cariñosa y complaciente; tras su aparente sumisión se esconde un carácter noble y virtuoso. Yolanda Ulloa hace un trabajo espléndido en su papel de doña María, enlutada y en hábito de monja es la viva imagen de la aflicción de una esposa sometida a la tiranía de un bárbaro, su entereza, su ademán altivo y la energía con la que se enfrenta su marido demuestran que no se ha resignado a la indignidad. Janfri Topera hace de Don Galán un sátiro descarado y lenguaraz, de carcajada fácil y de carácter jocundo. David Boceta es Cara de Plata un imberbe e impetuoso mozalbete de aspecto chulesco  que ha heredado de su padre su carácter imperioso y enamoradizo. La lista se haría interminable si mencionásemos a todos los actores que hacen como ya se ha dicho, un trabajo meritorio. Recordemos a Edu Soto en un desgreñado y enigmático Fuso Negro, émulo del Simón el Estagirita buñueliano, aunque está lejos de ser ese fantoche espantable que pareciera poseído por el Maligno y ante cuya presencia se santiguarían los lugareños y el buen trabajo de Esther Bellver en su papel de Pichona la Bisbisera, una resuelta y vivaracha buscona con mando en plaza y de sobrados encantos, labia y desparpajo para encandilar al más pintado, aunque sea éste un vástago aventajado del vinculero.

Gordon Craig.

lunes, diciembre 02, 2013

TEATRO. Penal de Ocaña: "Palabras verdaderas".

De María Josefa Canellada.
Dramaturgia y dirección: Ana Zamora.
Compañía Nao d’amores.
Con: Elena Rayos e Isabel Zamora.
Arreglos y dirección musical: Alicia Lázaro.
Madrid. Sala Kubik Fabrik

Penal de Ocana
            

“Mientras tenga este fondo insobornablemente mío”.

En este tiempo de medias verdades, de ocultación o enmascaramiento sistemático de la realidad, de sumisión a la tiranía de lo políticamente correcto, de frivolidad, de moral utilitaria y acomodaticia, en suma, este nuevo espectáculo de Ana Zamora destila el inconfundible aroma de lo auténtico. La experiencia terrible, en un hospital de sangre desde el otoño del 36 al verano del 37, vivida -y aceptada-, por una joven estudiante de letras, que narra Penal de Ocaña, nos induce a la reflexión serena y nos embarga con la emoción profunda que sólo pueden provocar en el ánimo las palabras verdaderas. Porque hay un fondo incontestable de verdad en ese desgarrador testimonio de unos días aciagos que constituye el texto original, biográfico, de María Josefa Canellada, testimonio de una experiencia vivida desde la lucidez, desde la consciencia plena de la magnitud del horror y desde la aceptación responsable de su nuevo e impostergable deber de ayudar a las víctimas.

Articulado en una sucesión de escenas que se correspondería con las sucesivas entradas de su diario, el espectáculo discurre a buen ritmo mostrando entre fugaces estampas del Madrid de la época, con sus tranvías atestados, el bullir de soldados o el fragor de las bombas, durísimas escenas que reflejan la atención a los heridos, su sufrimiento, su muerte y su vela en la soledad del depósito de cadáveres. Y colándose por entre los intersticios de esa crónica de la privación, del dolor y de la muerte, afloran los retazos de una cotidianidad -el trabajo académico, la preocupación por sus hermanos en el frente, la correspondencia con amigas o profesores-, truncada por el devenir de la guerra; y la pena y la honda sensación de tristeza; y el grito de rebeldía, ante tanta y tan injustificada barbarie, de una mujer que se niega a compartir el odio que se predica a los combatientes y a aceptar que cualquier causa por elevada que parezca merezca cobrarse el precio de una sola vida. Porque uno de los aspectos más sorprendentes de este ejemplar testimonio es precisamente la singularización o la personalización de la muerte; no son las cifras, la fría estadística lo que cuenta, sino cada muerte individual, hondamente sentida como propia: “¿Tú comprendes, Luisilla? (...) Verdad que tú comprendes esto que les extraña a todos, que yo llore por uno cualquiera, cuando se mueren los hombres a montones?”

Como en anteriores montajes de Ana Zamora, la música cobra también en éste un papel primordial. En esta ocasión es un piano en directo (al teclado Isabel Zamora, “partenaire” ocasional de la protagonista) el que dialoga permanente con la palabra, bien en forma de efectos especiales, o ilustrando algunos pasajes, o coloreándolos de ciertas tonalidades indispensables para la creación de la adecuada atmósfera emocional. El protagonismo, de todos modos, es para la palabra, una palabra de manantial claro y transparente, exacta en la descripción de los hechos, recia en la pintura del dolor y desgarrada en la evocación de la pena; ora ceñida a la sobriedad de la idea ora más libre y enderezada a la evocación y al vuelo poético.

Espléndida la dramaturgia y eficacísima la labor de dirección escénica, meticulosa y atenta a un sin fin de detalles nimios sólo en apariencia que delatan una exquisita sensibilidad femenina. La iluminación y el vestuario coadyuvan con la música a evocar el ambiente de la época y la lóbrega atmósfera en blanco y negro del penal, aunque el protagonismo indiscutible es para el trabajo actoral de una Elena Rayos pletórica de energía desde el momento en que irrumpe en escena como un auténtico ciclón encarnando a una joven entusiasmada con la perspectiva de su primera noche de guardia en el hospital. Con su media melena y su desaliñado atuendo negro acierta a dar con un tipo físico que se nos hace familiar desde el primer momento, un tipo que se aviene con el carácter reflexivo y jovial, con la vehemencia, con la vitalidad y con la pasión del personaje. Sería imposible dar cuenta aquí de la riqueza de matices que incorpora en su proceso de caracterización, pero lo que resulta indiscutible es que sabe pulsar la fibra más sensible del espectador y lo subyuga arrastrándolo en su complejo itinerario vital y existencial, obligándole, obligándonos, de grado, a seguirla en sus efusiones cordiales, en sus raptos de angustia, en su indignación por la indiferencia ante el dolor, o en su abnegada y generosa entrega al cuidado casi maternal de los heridos.

Gordon Craig.

Penal de Ocaña. Sala Kubik Fabrik.
Próximamente en el Corral de Comedias de Alcalá de Henares.