jueves, junio 30, 2011

TEATRO. Macbeth. "Poética tenebrista".


De William Shakespeare.
Con: José Tomé, Pepa Pedroche, Óscar Sánchez Zafra, Javier Hernández-Simón, Tito Asorey, Belén de Santiago y Anabel Maurín.
Versión y dirección: Helena Pimenta
XI Festival de las Artes Escénicas “Clásicos en Alcalá”.
Alcalá de Henares. Teatro Salón Cervantes.



Cuanto más nos acercamos a las obras de Shakespeare, sobre todo a sus grandes tragedias, más se acrecienta en nosotros la deprimente sensación de que son inabarcables. El foso que separa la hondura humana y la complejidad psicológica de los personajes de sus obras de la materialización escénica de tal complejidad en montajes concretos se agranda cada día, por eso es de agradecer que alguien consiga tender un puente levadizo que una esas dos orillas, que comunique esas dos realidades. El esfuerzo es doblemente meritorio si, como es el caso de Ur Teatro, se hace desde la iniciativa privada; entonces ya estamos hablando de un doble salto mortal sin red y no queda sino quitarse el sobrero, o el cráneo, que diría Valle-Inclan.



Luego está la cuestión de la oportunidad. Claro que el fatal itinerario del sanguinario Macbeth impulsado por su ambición desmedida nos concierne, Helena, porque Macbeth puede representar a un personaje individual, pero también es un símbolo, el símbolo de un monstruo, individual o colectivo (¿en qué estaría yo pensando cuando en repetidas ocasiones a lo largo de la representación creí entender País Vasco o Guipúzcoa cuando, obviamente, los personajes hablaban del usurpador del trono de Escocia?) que no desdeña ningún género de violencia por más abominable que parezca para conseguir sus fines, una pulsión de muerte y de destrucción, totalitaria, ante la que hay que estar siempre prevenido y sobre la que cualquier recordatorio es no sólo pertinente sino necesario.

Escribe Harold Bloom en La invención de lo humano, que esta pieza es la más “nocturna” de todas la de Shakespeare. Helena Pimenta también parece haberse dado cuenta de ello y adopta para su montaje una poética decididamente tenebrista, en la línea de Gutiérrez Solana o de los aguafuertes y las pinturas negras de Goya, sirviéndose para ello del claroscuro en la iluminación y de proyecciones en blanco y negro, excepcionalmente teñidas por el rojo de la sangre derramada. El recurso a los medios audiovisuales sustituye con ventaja a los decorados convencionales en la creación de esa atmósfera de pesadilla que impregna toda la historia y facilita la representación de las brujas o de los espectros de Duncan o de Banquo y sus hijos; tienen, asimismo, un papel multiplicador de los integrantes del coro -un recurso muy atinado, por cierto, que contribuye a dar al espectáculo un cierto aire operístico- resolviendo con pocos efectivos las escenas de masas, imposibles para una producción modesta, pero a veces se cae en la tentación de delegar en el universo virtual el protagonismo en la creación de imágenes que corresponden únicamente al potencial evocador de la palabra.

El trabajo de actuación y de dirección de actores es muy sólido y riguroso. El tempo, quizá algo rápido, nos impide disfrutar con calma la compleja evolución de las emociones; hay, en cambio, una rara coherencia entre le texto y la plástica del montaje, vestuario e iconografía incluidos, de una época indefinida de barbarie militarista que retrotrae a un imaginario ampliamente compartido por los espectadores. Pepa Pedroche es una espléndida lady Macbeth llena de energía y determinación, aparece poseída por la ambición desde que lee con avidez la misiva de su marido con la profecía de las brujas que espolea sus sueños de grandeza; expeditiva, malévola, distante, despierta nuestra conmiseración cuando aparece presa de la locura. Vibrante es la breve aparición de Lady MacDuff (Anabel Maurín) aterrorizada ante la inminencia de su trágico final a manos de los esbirros de Macbeth; ponderado es asimismo el trabajo de Óscar Sánchez en su doble cometido (Duncan/MacDuff) y el de Javier Hernández-Simón en el papel de Baquo a quienes prestan el continente solemne de la majestad, la mirada fiera del soldado o la desesperación y la rabia del marido y padre agraviados. José Tomé acomete el papel quizá más difícil de su carrera dando muestras de una notable madurez artística; recrea un Macbeth humano que transita desde la seguridad en sí mismo de un soldado fiero y leal, a las violentas emociones que lo trastornan tras mancharse las manos de sangre; un personaje dubitativo, presa del miedo, del desconcierto y de la confusión, sometido a cambios bruscos de humor, atenazado como está por los remordimientos y por las visiones del horror de las acciones criminales que ha cometido.

Gordon Craig.


Clásicos de Alcalá 2011.

martes, junio 28, 2011

viernes, junio 24, 2011

TEATRO. Los 7 pecados capitales. "Hacia el espectáculo total".


De: Producciones Imperdibles.
Con: Antonia Zurera, Lucía Vázquez, Ivan Amaya, María José Villar y Juan Melchor.
Dirección: Gema López y José María Roca.
XI Festival “Clásicos en Alcalá”. Alcalá de Henares. Teatro Salón Cervantes. 2 de abril de 2011.


De alguna manera este espectáculo de Producciones Imperdibles con el que echa a andar la XI edición de “Clásicos en Alcalá” materializa el sueño de los grandes directores de escena de principios de siglo XX para quienes la verdadera forma dramática sólo se conseguiría cuando los distintos elementos expresivos que pueblan la escena pudieran fundirse en un todo coherente. El alto grado de desarrollo técnico que han experimentado la iluminación o los lenguajes multimedia ha facilitado mucho esa tarea, pero junto a sus conquistas, innegables, y evidentes en este montaje, ese empeño por conseguir el espectáculo total muestra también sus insuficiencias y la sospecha, de si no será éste en realidad un empeño quimérico. Sin ir más lejos, en el montaje que nos ocupa parece bastante evidente el predominio de los elementos plásticos y visuales -incluido el cuerpo del actor en movimiento- y de la música en detrimento del texto, que juega un papel meramente testimonial, por no decir redundante y, por consiguiente, prescindible.

Maximalismos aparte, y por ser justos con este espectáculo de Gema López y José María Roca, cabe recalcar que tiene muchas virtudes, si es que podemos hablar así de una obra que trata justamente de lo contrario, es decir, de los vicios -o “pasiones”, como les gusta decir a los autores-, que desde que el mundo es mundo tiranizan a los humanos. La primera de estas virtudes es el enfoque abierto y sin prejuicios desde el que se aborda esa reflexión, glosa, o como queramos llamarlo, sobre los tradicionalmente llamados “siete pecados capitales”, superando el tratamiento doctrinal o moralizante habitual en estos casos. Ya en el plano estrictamente artístico las virtudes de este montaje son si cabe más tangibles, empezando por la atinada elección de la música y terminando por la plétora de imágenes pictóricas que constituyen el soporte iconográfico, espeluznantes imágenes, por cierto, de las inquietantes alegorías de El Bosco o de Brueghel y de sus seres monstruosos y diabólicos que debieron de aterrorizar a sus coetáneos y que aún hoy conservan una fuerza devastadora.

Pero sin duda el mayor atractivo del espectáculo lo constituye la danza, o por mejor decir, cómo se articula el movimiento con el resto de elementos visuales de la escena. Los actores/bailarines (espléndidos, por cierto) no se limitan a evolucionar ante los fondos proyectados, sino que, bajo la intensa luz de los reflectores que potencia la plasticidad de sus movimientos, se funden con ese fondo de imágenes proyectadas, fijas o móviles, en una infinidad de modulaciones y tonalidades, que van desde la orgía de contorsiones y salpicaduras de sangre de la “Ira”, hasta la humorada cantinflanesca de la “Gula”, pasando por la suite galante de la desdeñosa dama del espejo en la “Soberbia” o por el pequeño prodigio de sincronía que constituye la coreografía que ilustra la “Envidia”, impecable simbiosis de las realidades física y virtual sobre un minimalista entorno de plataformas en varios niveles.

En fin, un espectáculo de magnífica factura, una mirada distinta, penetrante, a los clásicos y un homenaje a su impronta perdurable.

Gordon Craig.

miércoles, junio 15, 2011

viernes, junio 10, 2011

TEATRO. Baile de máscaras. "Deslumbrante, arrebatadora".


De: Mikhail Lermontov.
Con: Evgeny Kniazev, Maria Volkova, Leonid Bitchevin, Lidia Velezheva, Aleksey Zavialov, Mikhail Vaskov, Yuri Shilikov, Víctor Dobronravov y otros.
State Academic Vakhtangov Theatre.
Dirección: Rimas Tuminas.
Escenografía: Adomas Yatsovskis.
XXVIII Festival de otoño en primavera.
Madrid. Teatros del Canal


Ignoro cuando adquirió carta de naturaleza el uso de la expresión coloquial “hacer teatro” con el sentido de simular, fingir o aparentar lo que no se es, aunque me temo que hace ya demasiado tiempo y que tal uso está demasiado consolidado para volver atrás. Digo esto porque tal asociación se me ha revelado súbitamente como algo dolorosamente injusto tras presenciar este espectáculo deslumbrante del State Academic Vakhtangov Theatre. ¡Hay tanta pureza y tanta teatralidad genuina en este montaje! Resultan tan transparentes los personajes, y la escenografía es de una belleza plástica tan arrebatadora, que no puedo imaginarme que nada de eso pueda asociarse con el engaño o con la mentira, aunque, paradójicamente, y cualquiera que haya visto el montaje puede corroborarlo, estemos ante una poética diametralmente opuesta al verismo naturalista.

En la tradición de los grandes directores de escena centroeuropeos de principios del siglo XX inaugurada por Appia o Craig, el lituano Rimas Tuminas interpreta el espacio escénico en clave simbólica, sintetizando en pocas pero poderosas metáforas -como la de la bola de nieve que crece y crece a la par de los celos que atormentan a Arbenin-, el universo emocional de unos personajes de inequívoca filiación romántica zarandeados por el destino y víctimas de sus pasiones y de una fatal concatenación de causas y efectos desatada precisamente por el intento de satisfacer sus apetitos o sus caprichos.

Pero aun siendo espléndida la puesta en escena en la que Tuminas despliega toda su potente imaginación creadora creemos que el mérito mayor del dirección está en el peculiar desplazamiento temporal de los sucesos y en la milimétrica dosificación de los clímax. En esta reescritura escénica del texto de Lermontov resultan cruciales la figura del criado de Arbenin (interpretado como “Winter Man”) y las breves escenas cómicas asociadas a su presencia y/o a las fantasmales apariciones del coro. Esa suerte de interludios burlescos, de un humor sencillo, casi ingenuo, ayudan a dosificar la tensión, salvaguardan la reserva de atención del espectador para que pueda dispensársela a los momentos álgidos del desarrollo de la acción, a la vez que subrayan irónicamente esa condición azarosa del devenir de los acontecimientos o preludian su fatal desenlace.

El trabajo de actuación es sencillamente portentoso. Hay en la construcción de los personajes un aporte de recursos expresivos -más allá de la mera gestualidad del rostro- a la que no estamos acostumbrados; sin excluir una adecuada dosis de psicologismo lo que predomina sobre todo es una racionalización del movimiento y de la expresividad corporal que nos retrotrae a Meyerhold y a su escuela, una depurada técnica de actuación que en manos de actores de probado talento como Evgeny Kniazev (Arbenín), Maria Volkova (Nina), Leonid Bitchevin (el PrincipeZvezdich), Lidia Velezheva (la Barones Schtral), y tantos otros, puede obrar auténticos prodigios y seducir al espectador más exigente.

Gordon Craig.

viernes, junio 03, 2011

TEATRO. Estado de ira. "Sorprendente ejercicio metateatral".


de Ciro Zorzoli.
Con: Pablo Castronovo, Carlos Defeo, Marina Fantini, Valeria Lois, Vanesa Maja, Cecilia Meijide, Dalila Romero, Diego Rosental, María Inés Sancerni, Gabriel Urbani y Diego Velázquez.
Dirección: Ciro Zorzoli.
Madrid, Teatro de la Abadía.


¿Cabe un argumento más pintoresco que el relato de las peripecias de una especie de comando de teatreros, abnegados servidores del arte de Talía, dedicados a la urgente tarea de reciclar actores en paro e instruirlos de un día para otro en las complejidades de un personaje dramático? ¿Y a quién le importa la verosimilitud o la bondad del argumento? En esta hilarante comedia de Ciro Zorzoli eso corre por cuenta de Ibsen, una de cuyas obras más conocidas se toma como pretexto para apuntalar el desarrollo de una acción destinada especialmente a explorar los límites de la teatralidad. Además, habría dado igual Hedda Gabler (protagonista de la obra homónima de Ibsen a la que nos referimos), que Nora Helmer, de Casa de muñecas o, ya puestos, Escarlata O’Hara, de Lo que el viento se llevó; eso sí hacía falta un personaje redondo, una de estas heroínas de rompe y rasga de la larga nómina de personajes femeninos egregios que ha creado el teatro accidental que ofreciera recorrido suficiente para que Valeria Lois, la protagonista indiscutible del pieza, pudiera desplegar todo su talento de actriz.


El montaje es el resultado de esa cada vez más acusada propensión de la dramaturgia contemporánea a revisitar textos canónicos persiguiendo unos objetivos no siempre loables y con pobres resultados en el plano artístico. Me apresuro a decir que no es ese el caso en el montaje que nos ocupa. Antes bien, esa búsqueda de la verdad, que fue santo y seña de tantos personajes en las obras de Ibsen, se transforma aquí de la mano de Ciro Zorzoli en la búsqueda de la verdad del teatro mismo, en una penetrante indagación acerca de la esencia misteriosa, paradójica, del trabajo del actor, articulada en forma de un brillante ejercicio metateatral.

Así que tenemos a Valeria Lois, que en la ficción representa a la diva crepuscular Ana María Farucci que, a su vez, es Hedda Gabler en el segundo plano de la ficción; pero igualmente a Vanesa Maja que es la extravagante y dipsómana Carmen Bottari, que es la obsequiosa y protectora tía Juli; o a Diego Velázquez, que es Eugenio Lamar, el factotun de esta peculiar trouppe de cómicos, que a su vez, en tanto que sparring de la Farucci se convierte a ratos en Jorge Tesman y a ratos en el atribulado Eilert Lovborg; y así sucesivamente con los restantes actores y actrices del elenco en un trepidante juego teatral de una comicidad desbordante a la que el público asiste entre alborozado y exhausto ante la plétora de signos que reclaman su atención simultáneamente desde los cuatro puntos cardinales del escenario.

Este delirante carrusel de cambio de roles sobre el que cabalga la acción principal de la obra, que a veces llega al paroxismo, no oculta una cruda sátira de fondo de la que nadie sale indemne. Empezando por la obra original de Ibsen de la que este montaje hace una lectura múltiple, ambivalente, y corrosiva, una lectura desmitificadora de los estereotipos retóricos e ideológicos que la sustentan. Pero la ironía y el sarcasmo se despliegan también, y sobre todo, me atrevo a decir, contra la actitud fría, distante, casi funcionarial, carente de un auténtico compromiso con el arte con la que un segmento no desdeñable de la profesión teatral se enfrenta a su trabajo cotidiano sobre el escenario. Desde este punto de vista, la última escena en la que se interrumpe sin contemplaciones el ensayo a falta de una escena porque ha terminado la jornada laboral y la imagen de la actriz en penumbra, desnudada casi a la fuerza por la encargada del vestuario, resulta particularmente reveladora y atroz.

El trabajo de Valeria Lois, como ya hemos dicho, es portentoso. Da vértigo seguir sus evoluciones en escena, seguida de sus acólitos. Seduce, divierte, irrita, emociona, pero sobre todo sorprende, a cada momento, con lo que parece un inagotable arsenal expresivo de poses, miradas y gestos, desde el más banal signo de aquiescencia hasta las más extrema manifestación de histrionismo. Pero no hacen un trabajo menos meritorio, los ya citados Vanesa Maja, Diego Velásquez, o María Inés Sancerni, Pablo Castronovo o Carlos Dofeo, todos bajo la espléndida batuta de Ciro Zorzoli.

Gordon Craig.

Teatro de la Abadia. Estado de Ira.