jueves, marzo 27, 2014

TEATRO. En defensa (Un concierto de despedida): "Quae mihi supremum tempus in urbe fuit".

Texto de Lola Blasco.
Con: Lola Blasco, Miquel Insua, Javier Benedicto (rapero) y Mónica Dorta (mezzosoprano).
Músico: Luis Paniagua. Espacio sonoro: Iñaki Rubio.
Compañía Abiosis. Dirección Julián Fuentes Reta.
Madrid. Sala Cuarta Pared.



Cuando los jóvenes sin trabajo que abandonan nuestro país para buscar oportunidades allende nuestras fronteras se cuentan por cientos de miles y cuando la sensación de desánimo (o quizá sería mejor decir de derrota) entre los que se quedan se hace más y más patente, casi tangible, y se extiende por doquier como un tupido manto negro contaminando a la sociedad entera, uno no puede por menos de congratularse ante la muestra de cualquier gesto de rebeldía, ante cualquier intento serio de denuncia del status quo, caracterizado por la traición de las clases dirigentes por el expolio de la sociedad española, por la parálisis de las instituciones y por el desconcierto y la inacción de esos mismos jóvenes amamantados en las ubres de la “sociedad del bienestar” y adoctrinados en la fe en el “progreso”.

Tomando como referencia el sentir de otros exiliados políticos, como Sócrates u Ovidio y articulado en forma de un concierto de despedida a quienes han decidido partir, palabra, música y corporalidad se funden en una suerte de oratorio profano -aunque no faltan ambiguas referencias al martirio del crucificado y a las imágenes del descendimiento-, como si la víctima propiciatoria fuera aquí el exiliado sacrificado a las leyes inclementes del mercado, a la incuria de la clase política y a la indiferencia de los instalados.

La voz de la calle henchida de indignación, la protesta, y la denuncia de la desgracia y del sufrimiento, la pone el rapero (Javier Benedicto), cuya verdad desnuda contrasta con el tono levemente elegíaco (¿por la pérdida?) de la mezzosoprano (genial interpretación de Mónica Dorta de la partitura de Luis Paniagua), y sobre ese telón de fondo la diatriba conceptual de dos personajes anónimos, un hombre y una mujer, sobre la verdad y la realidad, sobre la tiranía y los métodos de combatirla: la revolución o la resistencia. El inicio se asemeja a una especulación vacua de dos diletantes sentados frente a una copa de licor, pero su intercambio de ideas progresivamente se despliega en un complejo universo de referencias a la historia reciente y anécdotas no exentas de lirismo. En todo caso, no creo que haya que atender tanto a la literalidad de las mismas como a su efecto estético, a su impacto sobre la imaginación del espectador, arrastrado a una estimulante y a la vez cruda experiencia del vacío y de la devastación, inducido a contemplar el paisaje desolado de una generación perdida. No es ajeno a este efecto sobre nuestra sensibilidad el hecho de que el espectáculo en su conjunto está servido mediante una poético escénica que tiene mucho de performance por cuanto cobran tanta importancia, si no más, la materialidad de los elementos escénicos que su valor significante.

Una denuncia valiente, en cualquier caso, nacida de un compromiso cívico que alienta nuestra esperanza en el futuro. Y sobre todo una espléndida muestra de teatro documento alejado de la complacencia y de los caminos trillados.

Gordon Craig.

sábado, marzo 22, 2014

viernes, marzo 21, 2014

TEATRO. La punta del iceberg. "Sálvese quien pueda".

De Antonio Tabares.
Con: Nieve de Medina, Eleazar Ortiz, Montse Díez, Luis Moreno, Pau Durá y Chema de Miguel.
Escenografía: Max Glaenzel
Dirección: Sergi Belbel.
Madrid. Teatro de la Abadía.



El trabajo bajo presión, la hostilidad entre los compañeros o, más recientemente, el acoso laboral -el tan traído y llevado mobbing-, no son nuevos ni en la vida real ni en los escenarios. Así, a bote pronto, se me ocurren dos espectáculos significativos que se internan en el proceloso piélago de las relaciones humanas en un entorno laboral de extrema competitividad: Glengarry Glen Ross de David Mamet (teatro Español, enero de 2010) y Contraacciones, Mike Bartlett (teatro María Guerrero, diciembre de 2011). En la primera los miembros de una oficina de ventas de propiedades inmobiliarias se despedazan entre sí en una feroz lucha por la supervivencia en un ambiente de hostilidad, mentiras, chantajes y corrupción; en la segunda, asistimos a un despiadado acoso, a una intolerable intromisión en la intimidad de Julia por parte de la implacable Directora Gerente de la compañía invocando unas infames cláusulas contractuales diseñadas para erradicar cualquier atisbo de relación afectiva entre los empleados de la empresa que pueda suponer una merma de su productividad.

La punta del iceberg, de Antonio Tabares, que ahora estrena el Teatro de la Abadía incide en esa mismas cuestiones y viene a poner al descubierto el deterioro que están experimentando las relaciones laborales en una sociedad tan altamente competitiva como la nuestra y a denunciar su profundo y palmario grado de deshumanización. Frente al carácter descarnado y cruel de las piezas de Mamet o de Bartlett esta obra de Tabares, no menos ácida y corrosiva que aquellas, tiene como notas distintivas un trasfondo y un sentido del humor genuinamente “nacionales”, lo que, por un lado confiere a toda la acción un rara sensación de cercanía y de familiaridad, y por otro, suaviza un conflicto por lo demás de tintes extraordinariamente sombríos. A ello habría que añadir -o quizá habría que haber empezado por aquí- los principales activos del autor: su habilidad para penetrar en el interior de los personajes y su talento para los diálogos, cifrados en un lenguaje de inusual plasticidad y viveza expresivas.

La obra dramatiza el proceso de investigación interna sobre tres casos recientes de suicidio de trabajadores de la empresa en cuestión y se articula en forma de entrevistas de la encargada de dicha investigación, una alta ejecutiva de la sede central en Londres, con directivos y trabajadores que han tenido relación con los suicidas. Ella será la encargada de romper esa especie de “omertá” que se ha instalado entre los trabajadores acerca de los hechos y del enrarecido ambiente de trabajo que reina entre los compañeros.

Sergi Belbel impone el ritmo y el tono adecuados a cada una de esas nueve breves escenas en que se estructura la acción, y el conjunto es un prodigio de equilibrio en la dosificación de la tensión dramática, habida cuenta la idiosincrasia de los entrevistados y que cada uno de ellos administra a su antojo su incomodidad, sus reticencias, su silencio, sus acusaciones, su ironía o sus explosiones incontroladas de cólera, desde la cálida acogida, la confianza y la camaradería de Carmelo Luis, el camarero (Chema de Miguel) a la actitud despótica, imperativa y hasta chulesca de Fresno (Eleazar Ortiz). El trabajo de los actores es, asimismo, espléndido, sin excepciones. Sofía Cuevas (Nieve de Medina) resulta ser una sagaz y paciente entrevistadora; resuelta, desinhibida, parece más segura de sí misma de lo que en realidad está, pues también pierde ocasionalmente los papeles y se deja seducir por la nostalgia de su pasado con Alejandro (Pau Durá); es consciente del efecto que causan en los demás su cargo y sus interminables piernas embutidas en una estrecha falda lápiz a juego con la chaqueta impecable que viste. Respecto al tal Alejandro es un randa de siete suelas, al abrigo que le proporciona su pertenencia al comité de empresa es el que se permite llegar más lejos en su denuncia de las condiciones infrahumanas de trabajo impuestas por Fresno, aunque ha asimilado la inutilidad del sindicato que apenas si sirve para firmar algún que otro manifiesto y protagonizar inoperantes sentadas. Cínico, extrovertido y viva la Virgen protagoniza con Sofía, a cuento de su pasada relación sentimental, las escenas de más alto voltaje de la obra. Jaime (genial Luis Moreno) es un cantamañanas, un trepa sin escrúpulos dispuesto a todo por mantener el escalafón; es un profesional del “sálvese quien pueda” y quien arranca las más sonoras carcajadas del público.
Introvertida y celosa de su intimidad, lo que la ha hecho acreedora del apelativo de “rara” entre sus compañeros, Gabriela (Montse Díez), parece a punto de ser superada por los acontecimientos (no en vano ella mantenía una relación íntima con Miralles, uno de los suicidas), en sus dos conversaciones con Sofía hace perfectamente visible toda la presión que está soportando, y su inseguridad y ciertos síntomas de desequilibrio que nos hacen temer lo peor durante la escena -¡espléndida!- de la azotea.

Gordon Craig.

La punta del iceberg. Teatro de la Abadía.

miércoles, marzo 19, 2014

1000 razones para no dejar de leer. Crónicas de trastiempo, por Álvaro Delgado-Gal en La Revista de Libros.


<< A lo mejor, no sucede nada dramático: el sistema de partidos se regenera, el Estado Benefactor se adapta, la cultura (degradada ahora a una casilla de que la Administración ha menester para justificar la partida de gastos sobre la cual figura eso, el rótulo «cultura») recupera el aliento o desaparece para dar lugar a una vivencia social nueva y más convincente. Pero es también posible que hayamos empezado a asistir a mudanzas que sí son dramáticas. No sabemos. Como no sabemos, nos conformamos con sentir, que es una manera de saber, o de querer saber, todavía confusa y como en esbozo. Hay una cosa, no obstante, que sí cabe afirmar con contundencia. A lo largo de la historia moderna, nunca se ha mostrado Occidente tan incapaz de proponer modelos, más aún, de alimentar ensoñaciones, alternativos a los vigentes. >>

Crónicas de trastiempo, por Álvaro Delgado-Gal en Revista de Libros.

Lee aquí la crónica completa.

miércoles, marzo 12, 2014

TEATRO. El arte de la entrevista: "Las cartas boca arriba".

De Juan Mayorga.
Con: Alicia Hermida, Luisa Martín, Elena Rivera y Ramón Esquinas.
Escenografía y vestuario: Elisa Sanz.
Dirección: Juan José Afonso.
Madrid. Teatro María Guerrero.



El arte de la entrevista se inscribe claramente, con Hamelin, Animales nocturnos o El chico de la última fila en un ciclo de obras que podríamos englobar bajo la etiqueta genérica de dramaturgia de la intimidad o de la privacidad. Frente a sus grandes obras de teatro político, como El jardín quemado (¿a qué espera el C.D.N para programarla?), Cartas de amor a Stalin o Himmelweg, o a sus parábolas histórico-críticas, como La tortuga de Darwin, Copito de nieve o La paz perpetua, estas obras se plantean como una indagación acerca de las motivaciones y resortes del comportamiento de las personas dentro del ámbito más inmediato de relación con los demás: la familia, la vecindad o el círculo de amigos y conocidos. En la obra que comentamos, en particular, excepción hecha de Mauricio (un “intruso”, como Claudio en casa de Rafa, en El chico de la última fila), los restantes personajes mantienen entre sí las más estrechas relaciones de parentesco: son, de hecho, nieta, madre y abuela. Y si en las obras mencionadas, el centro de interés giraba en torno a la problemática de la infancia, la adolescencia o la edad madura, aquí el foco se pone en la vejez y en la decadencia física, la soledad, el abandono y hasta el oprobio -me atrevería a decir- que lleva asociados, en una época como la nuestra en que “lo joven” tiene socialmente la consideración del valor supremo.
La comparación con El chico de la última fila es inevitable porque, de nuevo, un trabajo escolar funciona como desencadenante y catalizador de la acción, y como mecanismo o artificio “distanciador” -si puede decirse así-, brechtiano. Allí era un trabajo de redacción para la clase de Literatura, aquí una entrevista grabada en video para la clase de Filosofía. Allí la realidad y la escritura complementándose, retroalimentándose; aquí la vida, el presente y el pasado oculto -ocultado, reprimido- y su “espectacularización” en forma de videograbación. Y las virtudes casi mágicas de un artilugio en apariencia inocuo pero cuya mera activación desencadena en los personajes un extraño comportamiento, diferente, cuando se está delante o detrás del objetivo: en el segundo supuesto, un poderoso frenesí inquisitorial por descubrir la verdad, en el primero una suerte de benéfica complacencia en confesarla, en poner, como se dice coloquialmente, las cartas boca arriba.

Y ninguno de los tres personajes, -de los cuatro, porque Mauricio también participa en esa especie de “reality” orquestado en torno a la entrevista programada inicialmente por Cecilia- es inmune a esta nueva emoción, a esa sensación de poder que se experimenta al romper el silencio en que los otros se refugian para soportar su existencia. Alternativamente delate o detrás de la cámara, encontrarán todos la ocasión de escudriñar en la intimidad ajena y de exponer la propia en un juego que se va volviendo cada vez más peligroso.

A la obra le cuesta trabajo arrancar. En realidad no empezamos a tomarnos en serio la historia hasta que la abuela, contrariada, rectifica enérgicamente a Cecilia el título de una de sus películas favoritas, o hasta que el tono de su voz delata la profunda huella de sus recuerdos. Ahí comienza a supurar la dolorosa herida que Rosa todavía no ha conseguido cicatrizar y a emerger su carácter indomable y su sentido de la realidad, que se acaban de manifestar en la forma en que bromea con Mauricio acerca de la elección de sus pacientes, o en cómo le impone el tenor de las preguntas de una entrevista que ahora está decidida a continuar con él, posiblemente porque se le agolpan los recuerdos y no quiere perder la oportunidad de darlos salida. A partir de ahí la dinámica de la acción se hace más evidente y, con algún impasse esporádico, la obra empieza a rodar en un intenso crescendo hasta el desenlace que, obviamente, no voy a revelar.

Estamos ante una puesta en escena sobria y una ambientación realista acordes con el espacio físico sugerido en las acotaciones escénicas (el jardín anejo a la vivienda familiar) y acordes también con un texto que no parece necesitar para su escenificación de ningún alarde técnico y que todo lo fía al poder de la palabra; aunque quizá por eso también plantee un mayor grado de exigencia artística a los actores. Cabe apresurarse a decir que, en general, satisfacen esa exigencia, sobre todo Alicia Hermida que borda un papel, el de Rosa, que parece hecho a su medida. Sorprende su energía y determinación al reivindicar sus recuerdos y emociona su desvalimiento en los momentos de enajenación, o en los que se entrega con fruición a rememorar el pasado. Cuando está en escena es como un potente polo de atracción a cuyo alrededor giran los demás personajes, como un foco que irradia una luz especial sobre ellos y los vivifica. Elena Rivera es una desenvuelta aunque un tanto inadaptada Cecilia. Sin aspavientos, con el punto justo de rebeldía adolescente, modela un personaje de compleja psicología llena de dudas e inseguridad. La aventura de su abuela le afecta porque quizá ella todavía no ha acabado de digerir la separación de sus padres. Desde este punto de vista, su vis a vis con Mauricio es una escena muy esclarecedora. Ramón Esquinas por su parte hace un espléndido trabajo en el papel de Mauricio: un pintoresco y un punto enigmático secundario propio de la factoría Mayorga; me recuerda alguno de los muchos personajes una tanto desclasados de Paloma Pedrero que van a su aire, sin ambiciones, enrollados, entre buscavidas y ángeles custodios. Parece que Cecilia le ha calado cuando le espeta que “se le da bien seguir la corriente”. Su entrada en escena, como hemos dicho arriba, insufla un chorro de aire fresco, que la obra estaba necesitando en ese indeciso arranque. El personaje de Paula (Luisa Martín) quizá esté necesitado de un mayor esfuerzo de definición, entre el empuje de Cecilia y el sólido poso humano de Rosa y de las simpatías que ésta despierta parece un tanto desdibujado.

Gordon Craig.

CDN. El arte de la entrevista.

miércoles, marzo 05, 2014

1000 razones para no dejar de leer. Entrevista a James Salter en ABC: "Llega un momento en el que tienes que ponerte a ti primero".


<< En una de sus cartas a su amigo Robert Phelps escribió que llega un momento en el que uno debe ser egoísta, pensar en sí mismo.

Llega un momento en el que tienes que ponerte a ti primero. Puede ser egoísmo profesional o ese ego que lleva a ponerte por delante de los demás. De hecho, muchas carreras están basadas en eso. Alcanzan popularidad y ahí están, los aceptamos >>.

Entrevista a James Salter en ABC.