miércoles, marzo 12, 2014

TEATRO. El arte de la entrevista: "Las cartas boca arriba".

De Juan Mayorga.
Con: Alicia Hermida, Luisa Martín, Elena Rivera y Ramón Esquinas.
Escenografía y vestuario: Elisa Sanz.
Dirección: Juan José Afonso.
Madrid. Teatro María Guerrero.



El arte de la entrevista se inscribe claramente, con Hamelin, Animales nocturnos o El chico de la última fila en un ciclo de obras que podríamos englobar bajo la etiqueta genérica de dramaturgia de la intimidad o de la privacidad. Frente a sus grandes obras de teatro político, como El jardín quemado (¿a qué espera el C.D.N para programarla?), Cartas de amor a Stalin o Himmelweg, o a sus parábolas histórico-críticas, como La tortuga de Darwin, Copito de nieve o La paz perpetua, estas obras se plantean como una indagación acerca de las motivaciones y resortes del comportamiento de las personas dentro del ámbito más inmediato de relación con los demás: la familia, la vecindad o el círculo de amigos y conocidos. En la obra que comentamos, en particular, excepción hecha de Mauricio (un “intruso”, como Claudio en casa de Rafa, en El chico de la última fila), los restantes personajes mantienen entre sí las más estrechas relaciones de parentesco: son, de hecho, nieta, madre y abuela. Y si en las obras mencionadas, el centro de interés giraba en torno a la problemática de la infancia, la adolescencia o la edad madura, aquí el foco se pone en la vejez y en la decadencia física, la soledad, el abandono y hasta el oprobio -me atrevería a decir- que lleva asociados, en una época como la nuestra en que “lo joven” tiene socialmente la consideración del valor supremo.
La comparación con El chico de la última fila es inevitable porque, de nuevo, un trabajo escolar funciona como desencadenante y catalizador de la acción, y como mecanismo o artificio “distanciador” -si puede decirse así-, brechtiano. Allí era un trabajo de redacción para la clase de Literatura, aquí una entrevista grabada en video para la clase de Filosofía. Allí la realidad y la escritura complementándose, retroalimentándose; aquí la vida, el presente y el pasado oculto -ocultado, reprimido- y su “espectacularización” en forma de videograbación. Y las virtudes casi mágicas de un artilugio en apariencia inocuo pero cuya mera activación desencadena en los personajes un extraño comportamiento, diferente, cuando se está delante o detrás del objetivo: en el segundo supuesto, un poderoso frenesí inquisitorial por descubrir la verdad, en el primero una suerte de benéfica complacencia en confesarla, en poner, como se dice coloquialmente, las cartas boca arriba.

Y ninguno de los tres personajes, -de los cuatro, porque Mauricio también participa en esa especie de “reality” orquestado en torno a la entrevista programada inicialmente por Cecilia- es inmune a esta nueva emoción, a esa sensación de poder que se experimenta al romper el silencio en que los otros se refugian para soportar su existencia. Alternativamente delate o detrás de la cámara, encontrarán todos la ocasión de escudriñar en la intimidad ajena y de exponer la propia en un juego que se va volviendo cada vez más peligroso.

A la obra le cuesta trabajo arrancar. En realidad no empezamos a tomarnos en serio la historia hasta que la abuela, contrariada, rectifica enérgicamente a Cecilia el título de una de sus películas favoritas, o hasta que el tono de su voz delata la profunda huella de sus recuerdos. Ahí comienza a supurar la dolorosa herida que Rosa todavía no ha conseguido cicatrizar y a emerger su carácter indomable y su sentido de la realidad, que se acaban de manifestar en la forma en que bromea con Mauricio acerca de la elección de sus pacientes, o en cómo le impone el tenor de las preguntas de una entrevista que ahora está decidida a continuar con él, posiblemente porque se le agolpan los recuerdos y no quiere perder la oportunidad de darlos salida. A partir de ahí la dinámica de la acción se hace más evidente y, con algún impasse esporádico, la obra empieza a rodar en un intenso crescendo hasta el desenlace que, obviamente, no voy a revelar.

Estamos ante una puesta en escena sobria y una ambientación realista acordes con el espacio físico sugerido en las acotaciones escénicas (el jardín anejo a la vivienda familiar) y acordes también con un texto que no parece necesitar para su escenificación de ningún alarde técnico y que todo lo fía al poder de la palabra; aunque quizá por eso también plantee un mayor grado de exigencia artística a los actores. Cabe apresurarse a decir que, en general, satisfacen esa exigencia, sobre todo Alicia Hermida que borda un papel, el de Rosa, que parece hecho a su medida. Sorprende su energía y determinación al reivindicar sus recuerdos y emociona su desvalimiento en los momentos de enajenación, o en los que se entrega con fruición a rememorar el pasado. Cuando está en escena es como un potente polo de atracción a cuyo alrededor giran los demás personajes, como un foco que irradia una luz especial sobre ellos y los vivifica. Elena Rivera es una desenvuelta aunque un tanto inadaptada Cecilia. Sin aspavientos, con el punto justo de rebeldía adolescente, modela un personaje de compleja psicología llena de dudas e inseguridad. La aventura de su abuela le afecta porque quizá ella todavía no ha acabado de digerir la separación de sus padres. Desde este punto de vista, su vis a vis con Mauricio es una escena muy esclarecedora. Ramón Esquinas por su parte hace un espléndido trabajo en el papel de Mauricio: un pintoresco y un punto enigmático secundario propio de la factoría Mayorga; me recuerda alguno de los muchos personajes una tanto desclasados de Paloma Pedrero que van a su aire, sin ambiciones, enrollados, entre buscavidas y ángeles custodios. Parece que Cecilia le ha calado cuando le espeta que “se le da bien seguir la corriente”. Su entrada en escena, como hemos dicho arriba, insufla un chorro de aire fresco, que la obra estaba necesitando en ese indeciso arranque. El personaje de Paula (Luisa Martín) quizá esté necesitado de un mayor esfuerzo de definición, entre el empuje de Cecilia y el sólido poso humano de Rosa y de las simpatías que ésta despierta parece un tanto desdibujado.

Gordon Craig.

CDN. El arte de la entrevista.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un gran texto, muy de actualidad. Mayorga pone de relieve que muchos de nosotros no contamos lo que sentimos, lo que nos preocupa, a las personas que tenemos delante, quizás porque no nos preguntan; pero sí que somos capaces de hacerlo delante de una cámara, o tras la pantalla de un ordenador en una red social.
Muy buen trabajo actoral: brillante Alicia Hermida, una grata sorpresa Elena Rivera, sobresaliente Ramón Esquinas, que aporta energía desde que pisa el escenario, y una Luisa Martín, quizás, un poco fuera de sitio.
Los únicos peros: la falta de ritmo en algunas ocasiones, algo que seguro se habrá corregido, y el escaso protagonismo que da el director a la cámara de vídeo, un elemento fundamental en el texto, y al que se podía haber sacado algo más de partido.