miércoles, junio 26, 2013

TEATRO. El mercader de Venecia. "La cruz y la estrella de David".

De William Shakespeare.
Con: Alon Ophir, Yousef Sweid, Aviv Alush, Nir Zelichowski, Hila Feldman, Rinav Matatov, Yigal Sade, Danny Leshman, Uri Hochma, Liraz Chamami y otros.
Dramaturgia: Shahar Pinkas. Dirección: Ilan Ronen.
Alcalá de Henares. XIII Festival de las Artes Escénicas. “Clásicos en Alcalá”.
Corral de Comedias.


Como es sabido la obra desarrolla el conflicto creado entre Antonio, rico mercader cristiano y el usurero judío Shylock a causa de un préstamo insatisfecho. Antonio incumple su compromiso de devolver al judío la elevada suma prestada y, superada la fecha del vencimiento, Shylock, reclama ente el Dux el cumplimiento de los términos del contrato: cobrarse la “libra de carne de Antonio” que se estipula literalmente en el pagaré.

Pero el conflicto es de más profundo calado. Aún siendo importante el valor que para estos ricos comerciantes tiene el dinero, con el que todo parece poder comprarse, el odio visceral -casi repugnancia, a juzgar por el evidente ademán de limpiarse las manos con el pañuelo, tras sellar el contrato con un apretón de manos- que demuestra Antonio hacia el usurero y del que parecen estar contaminados todos los demás personajes, hunde sus raíces en un racismo secular, en la dificultad de aceptar al otro, a sus costumbres y creencias y a su sistema de valores, máxime cuando ese otro, con su comportamiento y ejecutoria personal está poniendo en entredicho en todo momento la doble moral de Antonio y sus amigos, y, por extensión, la laxitud moral de toda una sociedad refinada, decadente entregada a lujo y la molicie. Pero más allá de la línea de denuncia que hay en el texto de Shakespeare al ambiente de ociosidad y disipación de los círculos de la alta sociedad veneciana, capaz de moldear a unos seres volubles, caprichosos que cifran su felicidad en bagatelas, diversiones y conquistas amorosas, el montaje potencia los efectos de la rivalidad religiosa como desencadenantes del conflicto; de hecho los únicos elementos de escenografía, además de las cuerdas, que simbolizan quizá las ataduras de carácter social que restringen la libertad de los personajes, son dos sillas, en cuyo respaldo, entretejidos con cuerda también, figuran la cruz del cristianismo y la estrella de David.

Con una escenografía extremadamente sobria, la recreación de los distintos lugares de la acción corre a cargo del movimiento escénico, de una elaborada, sugerente y colorista ambientación sonora y del trabajo actoral. Respecto a los actores, estamos ante un numeroso elenco, muy disciplinado pletórico de recursos expresivos vocales y gestuales, tributarios en ocasiones de los de la “Commedia dell’Arte”, incluido el canto, el manejo de instrumentos musicales y el uso de máscaras venecianas. El vestuario, estilizado y con el punto justo de exotismo, ayuda también a recrear la época renacentista, aunque deja al descubierto ocasionalmente elementos de una modernidad acorde con la propia modernidad del texto en lo que a la caracterización de los personajes femeninos se refiere. Es todo un mérito que consigan traspasar la batería y conectar con el público pese a las dificultades casi insalvables del idioma hebreo original, y un éxito en toda regla el alto grado de implicación de los espectadores con lo que ocurre sobre las tablas, y su disfrute, patente sobre todo en algunas escenas memorables, como la de la presentación de los sucesivos pretendientes de Porcia en Belmont (quizá hay un exceso de sabor local en la figura del pretendiente del reino de Aragón, con palmas, castañuelas y flamenco, incluidos), o la del juicio de Antonio, con el Dux tronando desde el fondo de la sala mientras Sylock sordo a las súplicas de Bassanio y de Graciano reclama justicia, o la divertidísima escena en la que Porcia y Nerisa exigen a sus amantes los anillos de compromiso. En cada una de ellas, como en otras muchas a lo largo de toda la obra se evidencia la calidad del trabajo a que aludimos: en la vehemencia y la desfachatez de Graciano (Aviv Alush), en la picardía y el brío de la pizpireta Nerisa (Rinad Matatov) en el continente entre aristocrático y desdeñoso del noble Antonio (Alon Ophir), en la firme resolución de la dulce y sumisa Jessica (Liraz Camami), en la hierática belleza de la distinguida Portia (Hila Feldman), en el impetuoso y enamoradizo Bassanio (Yousef Seguid) y sobre todo en el maligno y atormentado Sylock (Yigal Sade) cuyos monólogos destilan el orgullo, el amor propio herido, el resentimiento y el rencor.

Gordon Craig.

Festival Clásicos de Alcalá.

viernes, junio 07, 2013

TEATRO. Al dente. "Una Cenicienta con zapatos verdes de raso".



Texto de Alberto Castrillo-Ferrer.

Con: Carmen Barrantes, Laura Gómez Lacueva, Hernán Romero y Jorge Usón.

Dirección: Alberto Castrillo-Ferrer.

Madrid. Teatro Fernando Fernán Gómez.


Hay mucha mala leche en esta comedia ácida escrita y dirigida por AlbertoCastrillo-Ferrer que recala estos días (hasta el 9 de junio) en la sala pequeña del Fernán Gómez. No pasan tres minutos (¡qué digo tres minutos, a veces ni treinta segundos!) sin que las astracanadas, los malentendidos, el ingenio para la crítica o la mala uva de los personajes nos deparen la oportunidad de prorrumpir en sonoras carcajadas, pero cuando baja el telón caemos en la cuenta de que esas continuas (y saludables) carcajadas no buscaban sino ejercer un efecto tonificante sobre el diafragma y músculos aledaños y prepararlos para el certero y contundente derechazo directo al plexo solar que constituye el amargo desenlace. 

Se trata de “una historia cotidiana”, se nos dice en el programa de mano. Con ello se refieren a una historia con personajes del común, tres parejas de viejos compañeros de clase que se reúnen tras largos años sin verse para hacer algo tan normal y corriente como es cenar juntos y charlar sobre el rumbo que han tomado sus vidas. Y por esa circunstancia, por esa cercanía de los personajes y de sus deseos y ambiciones, en las que nos reconocemos (“... mon semblable, mon frére.”), el trasfondo de la obra, con su sátira de la impostura y con la frustración de unos personajes que no aceptan en qué se han convertido, llega más claro y diáfano al espectador.

Como en el caso de "Rosencrantz y Guildenstern han muerto", de Tom Stoppard, la acción se desarrolla entre bastidores. Mientras los invitados disfrutan de la cena y de una larga sobremesa en el salón de José y Miranda, los anfitriones, a nosotros sólo se nos permite acceder a lo que ocurre en la cocina, donde ocasionalmente coinciden algunos de los personajes en busca de viandas, bebida, o para tomarse un respiro de la atmósfera cada vez más enrarecida que se va generando en el comedor. Si el salón-comedor burgués es el sancta sanctorun de la simulación, donde hay que mostrarse civilizado y cuidar los modales y las normas de cortesía, la cocina parece ser el lugar propicio para la sinceridad, para la liberación de los verdaderos sentimientos y las emociones reprimidas, para la confidencia íntima y para el chismorreo, desenfadado o abyecto. Así, a lo largo de fugaces encuentros de los personajes por separado, fortuitos o buscados -encuentros que, hay que apresurarse a decir, en contenido y tono Castrillo-Ferrer administra con notable maestría- vamos recomponiendo el pasado de los protagonistas y descubriendo su verdadera naturaleza. 

Cabe decir que los actores, sin excepción, hacen un trabajo notable manejando con gran acierto un variado repertorio de resortes cómicos y melodramáticos y adaptándose a las exigencias de un texto ingenioso y mordaz y a la tipología de unos personajes que ofrecen un enorme contraste de caracteres. Ama de casa voluntariosa, abnegada y un punto histérica, frustrada con su vida en un pueblo perdido de la sierra donde su marido ejerce de veterinario, Miranda (Laura Gómez-Lacueva) es la viva imagen de una Cenicienta desencantada tras las campanadas de medianoche. Conmueven su amargura y su resentimiento y resulta patética embutida en un hortera vestido de fiesta de volantes a juego con sus zapatos verdes de raso; y resulta patético también su deseo estéril de agradar a toda costa al marido de su amiga Penélope, movida quizá por un inconfesable complejo de inferioridad. Jorge Usón borda el papel de Pipo, el hermano grandote e inmaduro acostumbrado a que se le rían todas las gracias y a que se le perdonen sus deslices; gorrón sin escrúpulos, sus continuas bromas y gansadas no acaban de ocultar su cinismo y su desvergüenza. Como Penélope, Carmen Barrantes da muy bien el perfil de una oportunista y taimada mosquita muerta experta en nadar y guardar la ropa tras cuya afabilidad y buenos modales se esconde una mujer fría y calculadora. Claudio (Hernán Romero) es un verdadero aguafiestas; con aspecto de pobre diablo, tímido, retraído y gruñón es quizá el carácter más sólido y consecuente; acapara la escasa reserva de dignidad y de clarividencia que queda en el grupo; sus accesos de sinceridad y su intransigencia con la impostura le granjean la animadversión de todos y su inclusión en la categoría de bicho raro que él parece aceptar resignado. 

Gordon Craig.