jueves, diciembre 20, 2012

TEATRO. Guindalera: sesión doble en los Teatros del Canal.

  Odio a Hamlet, de Paul Rudnick.
  La larga cena de Navidad, de Thornton Wilder. 
  Madrid. Teatros del Canal.



Quizá sean los Teatros del Canal los que ofrecen una programación más abierta y ecléctica en el ámbito de cartelera madrileña. Teatro, danza, zarzuela, circo; obras de repertorio y trabajos experimentales, de pequeño y de gran formato; teatro de texto o espectáculos de danza-teatro ..., todo parece tener cabida en las dos salas que alberga el imponente edificio de la calle Cea Bermúdez para ir al encuentro un público cada vez más variopinto y exigente.

Fruto de esta política de programación abierta a las más variadas propuestas que está llevando a cabo Albert Boadella, su director, desembarcan en la “Sala Verde” para su exhibición durante los días de Navidad dos espléndidos espectáculos producidos por el teatro de la Guindalera. Se trata de la divertidísima Odio a Hamlet, de Paul Rudnick y de la emotiva La larga cena de Navidad, de Thornton Wilder, que podrán verse desde el 20 de diciembre hasta el 6 de enero, por separado o conjuntamente en una “sesión doble” que nos recuerda las viejas fórmulas de exhibición de los antiguos cines de barrio.

Odio a Hamlet es una pieza de comicidad desbordante con una trama ingeniosa plagada de situaciones insólitas que fructifican en escenas cuidadosamente planteadas y resueltas con extraordinaria maestría bajo la batuta de Juan Pastor. Pero más allá de la diversión, -garantizada-, la obra ofrece una incisiva reflexión sobre la condición del actor y sobre la del teatro mismo, enfrentados uno y otro al furibundo embate de la Televisión y del cada vez más clamoroso adocenamiento de las audiencias. El primero sumido en la duda hamletiana de tener que elegir entre el bien remunerado trabajo ante las cámaras pero en programas de ínfima calidad estética, y un teatro de calidad con un trabajo absorbente y de mayor exigencia artística. A través de Andrew y su pugna con el espectro de Barrymore (un viejo actor que otrora diera vida al famoso personaje shakespeariano), es la naturaleza misma del teatro la que se pone en cuestión: ¿Es acaso el teatro en la era de la comunicación audiovisual una suerte de enfermedad del espíritu, una flaqueza pasajera?


             
Y puesto que se aproximan las fiestas navideñas, nada podría ser más apropiado para reflexionar sobre esa cena del día 24 de diciembre, ceremonia a veces alegre, otras veces tediosa o nostálgica en la que casi todos nosotros participamos, que la segunda de las obras que nos ofrece el elenco habitual, casi al completo, del teatro de la Guindalera: La larga cena de Navidad. Aquí, los protagonistas, miembros de tres generaciones distintas de una familia acomodada, se van a reunir por espacio de una hora en torno de una mesa ... Y a través de fugaces momentos de sus vidas, como imágenes espectrales proyectadas con una cámara rápida, vamos a verlos nacer, crecer, envejecer e irse, abandonar el comedor familiar dejando su sitio en la mesa engalanada a los recién llegados en una especie de extraño y macabro protocolo que anticipa las funestas consecuencias de ese cambio de asiento hasta que, convertidos en ángeles alados, vuelvan a reunirse para regalarnos los oídos con una canción de navidad.

Una ocasión única para ver reunidos sobre el escenario a los actores y actrices que en algún momento de su carrera han participado este proyecto ilusionante que ha sido durante estos últimos diez años Guindalera Escena Abierta, comandados por Juan Pastor y Teresa Valentín, y que no me resisto a citar: Alex Tormo, Raúl Fernández, María Pastor Elia Muñoz, Victoria dal Vera, Carmen Sánchez, Rafael Navarro, Joseph Albert, Cristina Palomo, Ana Alonso, Ana Miranda, Felipe Andrés y Andrés Rus. Un espléndido regalo navideño, lejos de los lujosos envoltorios de regalos extravagantes, de las cenas pantagruélicas y de los trajes de lentejuelas. Una oportunidad para reflexionar, para sonreír, para disfrutar, en suma, con el juego del teatro.

viernes, diciembre 14, 2012

TEATRO. Fingir. "Teatralizar la representación".


Texto y Dirección de: Lidia González Zoido.
Colectivo 96º.
Con: David Franch y Lidia González Zoido.
Alcalá de Henares. Corral de Comedias.


 
A partir de los años 60 (y desde mucho antes) la idea del teatro como “representación” (re-presentación de una realidad preexistente) entró en crisis. Simultáneamente se inició un proceso de ruptura del “pacto ficcional”, ese acuerdo tácito entre actores y público por el cual el espectador interpreta como ficticio, inventado, no-verdadero o sin existencia real, todo lo que ocurre en el escenario una vez que se apagan las luces de la sala y comienza la función. La evolución de un segmento importante de la práctica escénica desde entonces se puede describir gráficamente como un proceso de “acortamiento” de esa distancia -insalvable, hasta esos años-, que separaba realidad y ficción, hasta llegar a la performance, un tipo de espectáculo en el que -por seguir expresándolo en términos cuantitativos- esa distancia tiende a cero.

Premio al espectáculo más innovador en la Feria de Teatro de Huesca 2011, este montaje de “Colectivo 96º” que vimos la otra noche en el Corral, se inscribe precisamente en esta corriente de reflexión sobre los límites de la ficción y sobre la naturaleza huidiza, lábil y cambiante de la representación. Partiendo de una consideración de las diferentes formas engañosas, fingidas, de dar un beso de amor en escena (un beso en la boca, naturalmente), sin que el público descubriera que no se llegaban a tocar los labios de los actores, Lidia González y David Franch hilan una ingeniosa y divertida secuencia de escenas que tienen por objeto “representar” diversos aspectos de la representación misma, o dicho de otra manera, de teatralizar la representación.

En interacción constante con el público, -en una sala que permanece en todo momento iluminada, como el escenario-, los actores “entran” y “salen” del papel, los vemos adoptar determinadas poses y abandonarlas en un juego sutil de cambio de roles y de registros que pone en evidencia las convenciones y las mentiras de la representación. Se trata de un espectáculo breve pero intenso, fruto de una rigurosa experimentación y en el que el trabajo de actuación discurre por lo general al margen de códigos conocidos. Coherente en su conjunto, depara múltiples ocasiones para la reflexión y para la diversión con momentos verdaderamente antológicos, hilarantes, como el sketch en el que las caras de los actores se sustituyen por fotografías a tamaño natural de expresiones estereotipadas, de éxtasis, de terror, de extrañeza, ..., mientras el movimiento corporal acompaña esas expresiones faciales; o la del striptease (fingido, claro) de una espectadora de la primera fila por persona interpuesta.

Siempre cordiales y respetuosos en su relación con el público, Lidia González y David Franch consiguen el objetivo de implicar a los espectadores en la acción obligándoles (obligándonos) a salir del cómodo rol de meros espectadores pasivos amparados en el anonimato de la oscuridad del patio de butacas y a ser copartícipes del espectáculo. 

 Gordon Craig.

miércoles, diciembre 12, 2012

1000 razones para no dejar de leer: Alice Munro, por Antonio Muñoz Molina.


<< […] En las historias de Alice Munro las protagonistas saben que elegir tiene un precio muchas veces muy alto, y que lo más deseado, lo que más se corresponde con la verdad íntima de uno mismo, puede ser dañino o cruel para otros. […] >>

Alice Munro, por Antonio Muñoz Molina en El País.

 

Lee aquí el artículo completo. 

 

miércoles, diciembre 05, 2012

TEATRO. Doña Perfecta. "Qué patriarcales costumbres! ¡Qué rústica paz virgiliana!”.


Versión y dirección de Ernesto Caballero.
Con: José Luis Alcobendas, Diana Bernedo, Lola Casamayor, Israel Elejalde, Karina Garantivá, Miranda Gas, Alberto Jiménez, Jorge Machín, Toni Márquez, Paco Ochoa, Belén Ponce de León y Vanessa Vega.
Escenografía: José Luis Raymond.
Madrid. Teatro María Guerrero



         No me resisto a citar en su literalidad estas palabras con las que el padre de Pepe Rey anima su hijo a que viaje a Orbajosa, su ciudad natal, a encontrarse con su prima Rosarito. Amén de constituir una espléndida muestra de fina ironía, ornato de la prosa galdosiana y uno de los mayores alicientes para su lectura, sintetizan espléndidamente el tono, no por desenfadado menos hiriente con el que Galdós fustiga la hipocresía y el fanatismo de los orbajonenses, y por extensión, la de quienes poblaban aquella España caciquil de “cerrado y sacristía” posterior al trienio liberal.

         En efecto, movido por el doble propósito de hacer un estudio de las cuencas mineras del lugar y por el de conocer, y en su caso, desposar a su prima, el joven ingeniero Pepe Rey arriba a la pequeña ciudad de provincias en que se desarrolla la obra y tras cuya rústica e idílica apariencia va a encontrar un impenetrable muro de incomprensión fruto de la ignorancia, del oscurantismo, de la intolerancia y, por qué no decirlo, de la malicia, incluso, de sus más allegados. El conflicto de Pepe Rey (que de algún modo representa el espíritu regeneracionista del propio Galdós) con Don Inocencio el penitenciario, con Don Cayetano, el cronista de las glorias locales, con Jacintito y con su tía, Doña Perfecta, simboliza en realidad el conflicto secular de las dos Españas, la carlista y la liberal, la España inmovilista y apegada a las creencias y a la tradición y la España ilustrada, abierta a las nuevas ideas y al progreso.

Cabe decir que, básicamente, la dramaturgia de Ernesto Caballero refleja los términos esenciales de ese conflicto desbrozando episodios menores y aprovechándose de la profusión de diálogos con los que cuenta la novela. Apenas si chirría un tanto el desarrollo temporal de la acción, pensado obviamente para una trama novelesca. Por lo demás, la ambientación y el especio escénico siempre sencillo e imaginativo de José Luis Raymond, suplen con eficiencia las descripciones escasas, aunque pormenorizadas del original. Hay quizá algunos detalles en el uso del vestuario que, a nuestro entender, no resultan demasiado convincentes; en primer término, el atuendo informal -playeras incluidas- con el que entra en escena Pepe Rey le da un aire adolescente que no casa bien con el hombre hecho y derecho que realmente es; asimismo resulta demasiado efectista el cambio de vestuario de Doña Perfecta y del Canónigo en el último acto, ella de traje largo, de estameña y color casi penitencial, y él con vestiduras talares, como si el resto del tiempo hubieran estado “disfrazando” sus verdaderas ideas y sentimientos y ahora, al final, necesitasen una envoltura externa “ritual” más acorde con su actitud de reafirmación en un ideario cerril y trasnochado.

Hay una cierta indefinición en la construcción del personaje de la infeliz Rosarito (Karina Garantivá) quizá debido a la dramaturgia. (Hecho de menos parte del primer encuentro de los primos a solas, en el jardín, donde queda explicitada la atracción que sienten el uno por el otro, que explica su comportamiento ulterior). Tan rápido el “flash” de su encierro que casi no nos percatamos de la situación y de los extremos de locura a la que está llegando, sometida al ordeno y mando de Doña Perfecta. El trabajo del resto de los actores es solvente, correcto en los papeles secundarios y sin exceso de brillo en los principales. El personaje más conseguido es quizá el de Doña Perfecta (Lola Casamayor), tras su mansedumbre y su hipócrita condescendencia se esconde una mujer obstinada, malévola y manipuladora incapaz de controlar sus arranques temperamentales. Israel Elejalde incorpora a un franco, irónico y un tanto displicente Pepe Rey aunque a veces deja entrever un exceso de pasotismo; su evolución y reacciones ante la operación de acoso y derribo a que le someten sus detractores no están del todo moduladas. José Luis Alcobendas proporciona a Don Cayetano un punto de locura -dentro de su natural pacífico y de su cortesía- que lo emparenta con nuestro insigne hidalgo de la Mancha. Alberto Jiménez, en fin, hace del taimado y condescendiente Don Inocencio un ser grotesco y demasiado próximo a la caricatura.

Decíamos aquí no hace mucho con ocasión del comentario del montaje de El Inspector, de Gógol, (obra, por cierto, con la que esta guarda no pocas coincidencias) que Gerardo Vera quería despedirse del Centro Dramático Nacional con un baño de multitudes. Pues bien, parece que Ernesto Caballero ha optado iniciar su andadura en esta venerable sede de la calle Tamayo y Baus de la misma manera. Esperemos que el tiempo nos traiga algo más de riesgo y de innovación, de la que no andamos muy sobrados.

Gordon Craig.

lunes, noviembre 26, 2012

viernes, noviembre 23, 2012

TEATRO. For rent. "Adorablemente perturbadora".


Del colectivo Peeping Tom.
Concepto y dirección: Gabriela Carrizo y Franck Chartier.
Coreografía y creación: Jos Baker, Eurudike de Beul, Leo de Beul, Marie Gyselbrecht, Hun-Mok Jung, Seol Jin Kim y Simon Versnel
Madrid en Danza. Teatros del Canal.



A veces el lenguaje se resiste (¡Ah! “... el rebelde, mezquino idïoma.”) a expresar con palabras las alteradas e inconexas imágenes del sueño o las profundidades y recovecos del subconsciente, aun así creo que la atrevida antítesis con la que encabezo estás líneas acierta a evocar de algún modo el leve tono humorístico que suaviza el demoledor efecto de las inquietantes imágenes de pesadilla que se despliegan ante nuestros ojos asombrados en el espectáculo que comentamos.

En un espacio escénico suntuoso, en claroscuro, enmarcado con cortinones de terciopelo rojo, que a veces recuerda -no me pregunten por qué extraños mecanismos de asociación- al claustrofóbico interior del salón burgués de El ángel exterminador buñueliano y otras a los ambientes oníricos y misteriosos de las pinturas surrealistas de Paul Delvaux, la señora de la casa y el mayordomo esperan a los integrantes de una visita guiada. Cuando el grupo abandona la estancia, inopinadamente un joven se queda encerrado; su expresión absorta y reconcentrada pareciera indicar que con su mente se está trasladando a otro plano temporal, en el que tiene lugar la súbita irrupción de una mezzo-soprano de edad avanzada seguida por su marido y lamentándose, al parecer, por la pérdida de su hijo (el joven). A partir de ahí este germen de argumento se diluye: los pasos de danza del joven y del mayordomo y el errático desplazamiento de éste, que se cimbrea, dobla y contorsiona como si fuera de goma, convierten la más inocua actividad, como la de encender una lámpara o servir una taza de café en una tarea imposible.

Desde ese momento ya nada es lo que parece; merced al extraño comportamiento de los personajes, al virtuosismo de los bailarines y a una escena en continua transformación, mientras se desplaza el mobiliario y el descorrer de telones desvela un espacio de marcado acento gótico, lo real queda supeditado a la fantasmagoría y nos vemos arrastrados a una suerte de carrusel de sorprendentes apariciones y desapariciones más propias de un estado de delirio o de alucinación. Pasado y presente se confunden y no podemos decir a ciencia cierta si son seres humanos los que pululan por la escena o son meros espectros de tales seres; o recurrentes imágenes producidas por un mal sueño o por una mente perturbada, muchas de las cuales te producen un ligero cosquilleo de desasosiego, de terror, incluso (inquietante, kafkiana, la aparición tras los sillones de figuras humanas que reptan a cuatro patas moviéndose como cucarachas) atemperado por el ingenio y el sesgo absurdo de los escasos diálogos.

Espectáculo de teatro-danza, de nuevo, en el que si bien la danza no es el elemento predominante cuantitativamente hablando, sí depara los momentos de mayor intensidad y fuerza expresivas; espectaculares son la aparición, al descorrer la cortina, del hombre muerto en el cuadro colgado del muro y su aparatosa caída; y la escena en la que la señora (Marie Gyselbrecht) presa de una alucinación ve desdoblarse la figura del mayordomo. Junto a ella, Jos Baker y los coreanos Hum-Mok Jung y SeolJin Kim hacen un trabajo portentoso.

En estos tiempos de mestizaje de distintas disciplinas artísticas sobre el escenario: teatro, mimo, música, danza ..., bien harían algunos actores en mirarse en los espectáculos de danza, para cuya realización se requiere un umbral de exigencia técnica muy superior al que por desgracia encontramos en el teatro de texto.


Gordon Craig.