sábado, febrero 26, 2011

TEATRO. La mujer justa. "Un enigma dentro de un secreto".


A partir de la novela homónima de Sándor Márai. Adaptación de Eduardo Mendoza.
Con: Rosa Novell, Ana Otero, Camilo Rodríguez, Ricardo Moya y Oriol Algueró (violinista)
CAER y Tanttaka Teatroa. Dirección: Fernando Bernués.
Madrid, Teatro de la Abadía.


La tentación de llevar textos narrativos a las tablas no es nueva. Ni tampoco es ajeno a estos menesteres Eduardo Mendoza quien no es la primera vez que ha puesto sus grandes dotes de prosista al servicio de la siempre ardua tarea de fusionar convincentemente narratividad y teatralidad, o en el caso extremo, transformar un relato en verdadera y genuina acción dramática. Pese a los esfuerzos del adaptador, y siempre según mi modesta opinión, este último objetivo sólo se ha conseguido a medias, y los fragmentos de la fábula teatralizados constituyen apenas breves paréntesis dentro de un flujo general de trasmisión del contenido de la historia estructurado según los patrones de organización del discurso narrativo. Es cierto que esa preeminencia de la narratividad se hace más llevadera, si es que podemos decirlo así, por el hecho de que en el texto original el rol de narrador es compartido por tres personajes distintos, que en su versión teatral están permanente en escena interactuando con los otros y entablando esporádicamente diálogo con ellos.

Dispositivo éste, o artificio, más que suficiente, en cualquier caso, para trasmitir la esencia de una historia tremenda de amor y de amistad, de lealtades y traiciones, que más allá del secreto que atenaza y condiciona la vida entera del protagonista, revela el doloroso itinerario de tres personajes que persiguen, sin conseguirlo, descubrir el enigma de la felicidad y que sólo llegan a la desesperanzadora conclusión de que la soledad puede ser tolerable. Una historia tortuosa y de aroma un tanto antiguo, que la puesta en escena, suntuosa y sumamente estilizada contribuye a actualizar.

Desde el primer monólogo de Marika ya nos damos cuenta de la extraordinaria capacidad de introspección de Sándor Marái, pero también de su portentosa facilidad para reproducir con todo lujo de detalles el estado anímico de sus personajes y sus más mínimas variaciones (que una espléndida Rosa Novell reconstruye con aplomo y minuciosidad de orfebre); pero también caemos en la cuenta de que ese amplísimo espacio para la reflexión, que una y otra vez va más lejos del mero intercambio espontáneo de pareceres y puntos de vista, desborda los estrechos márgenes de la escena. Al torrente de palabras de Marika, y luego de Peter o de Judit, se unen las imágenes especulares de los protagonistas sobre tres grandes espejos que enseñorean la escena, y es tal la plétora de signos que se acumulan que te ves obligado a tensar al máximo la escucha para no perder detalle de lo que ocurre, en una actividad que termina por resultar agotadora.

Pulcra puesta en escena y ambientación, como digo; minucioso trabajo de dirección y desde luego un notable trabajo de los actores, sin excepciones. Rosa Novell, ya citada, y Camilo Rodríguez en el papel de marido, parecen sacados de Mariona Rebull o cualesquiera otra novela de la saga de los Rius; la primera da muy bien el papel de una señora elegante, distinguida sin afectación; tras su aparente fragilidad se esconde una gran energía para enfrentarse a la desdicha y de determinación para seguir la pista del inconfesable secreto de su marido; sabe tragarse su orgullo herido y permanece impávida ante las revelaciones de Judit. Camilo Rodríguez (Peter) es un atildado caballero de la alta sociedad, de ademanes pausados y corrección extrema, representante último de los valores de una clase caduca y en trance de desaparecer. Su frialdad glacial y su mirada triste son el trasunto de la herida profunda en su amor propio con la que ha salido de la relación con sus dos mujeres. Y, en fin, Ana Otero hace un magnífico trabajo en un complejo papel como el de Judit; una joven de baja extracción social que para salir a flote tiene que poner en juego todas las armas de una mujer en un mundo todavía dominado por hombres: su orgullo, su capacidad de simulación, su sensualidad, y por encima de todas, su instinto.

Gordon Craig.

Teatro de la Abadia. La mujer justa.

miércoles, febrero 23, 2011

viernes, febrero 18, 2011

TEATRO. Photo Romance. "Reivindicación del simulacro".


Idea, texto y dirección: Lina Saneh y Rabih Mroué.
Con: Rabih Mroué, Lina Saneh y Charbel Haber.
Música: Charbel Haber.
XI festival “Escena contemporánea
Madrid, Sala Cuarta Pared.



Es inherente al teatro la producción de un espacio desdoblado entre realidad y ficción. Realidad y ficción, escenario y sala conviviendo en un equilibrio que, ha tiempo ya, se ha roto -con Brecht “se ha desgarrado el velo de la ficción”, escribía Trías-, aunque una parte no despreciable de la dramaturgia presente lo ignore, (¿o quizá lo haya olvidado?) seguramente impulsada por intereses espurios, ajenos al arte del teatro y al afán de innovación y experimentación que debe regir la labor de cualquier artista que se precie de serlo. Pues bien, este original montaje de los libaneses Lina Saneh y Rabih Mroué nos lo recuerda con claridad meridiana articulando un espectáculo que incorpora rupturas diversas en el orden de la representación para mantener alerta y receptivo al espectador a la vez que lo induce a cuestionar los propios códigos de la representación teatral al contraponerlos a otros lenguajes diferentes como los del cine, el multimedia o la fotografía.

En escena encontramos a una joven directora de cine (Lina Saneh) presentando ante el censor (Rabih Mroué) su proyecto de espectáculo: la adaptación de la película italiana Una giornata particolare, de Ettore Escola, a la realidad sociopolítica libanesa contemporánea. Para acallar las suspicacias del censor surgidas al hilo de la lectura del guión y vencer sus reticencias acerca de radicalidad de las “innovaciones técnicas” introducidas, ella va presentando sobre una pantalla algunos fragmentos del trabajo en una especie de fotomontaje de efecto cinematográfico. A través de dichas escenas va cobrando cuerpo una historia de amor y de exclusión calcada de la protagonizada por Sofía Loren y Marcello Mastroianni en la película de Escola, pero en la que los protagonistas están encarnados por la misma Lina Saneh y Rabih Mroué. El hecho de que sean los mismos actores quienes representen a los personajes en los dos niveles de la ficción produce un curioso efecto de distanciamiento, intensificado por la ironía desplegada para criticar la obsesión por la experimentación formal de esta excéntrica directora y las perplejidades de un censor demasiado candoroso.

Una historia, que en el nuevo contexto geopolítico al que se ha trasladado, la ciudad de Beirut hoy mismo, con una sociedad atenazada por fundamentalismos de diverso cuño, se convierte sobre todo en una fértil y dolorosa indagación sobre la tragedia de los auto-excluidos, sobre la absurda necesidad de tomar partido, sobre el drama cotidiano de las víctimas de la censura y de la intolerancia de aquellos que no saben vivir fuera de un “nosotros”. Prodigiosa historia, por cierto, en boca de esta locuaz e inasequible al desaliento nueva Scherezada a quien presta voz y cuerpo una espléndida Lina Saneh. Y mientras seguimos el curso de la representación asistimos también a una reflexión sobre el proceso creativo mismo y a un replanteamiento de los límites entre la originalidad y el plagio, entre lo verdadero y lo fingido, y al reconocimiento de la condición de simulacro que tiene el espectáculo, con un contenido extraído de un relato previo, y a su vez, ficticio, y mediante el recurso a unos actores que participan en la historia misma y en su “narración”.

Gordon Craig.

Photo Romance. Cuarta Pared.

viernes, febrero 11, 2011

TEATRO. Torvaldo el furioso. "Las tribulaciones de Angélica".


De Lucía Vilanova.
Con: Julio Cortázar e Inma Nieto.
Dirección: Lino Ferreira.
Alcalá de Henares. Corral de Comedias.



Aunque el título de la obra sugiere un combinado de Orlando furioso y Casa de muñecas (el nombre del marido de Nora, protagonista de la segunda obra, es precisamente Torwald Helmer) con los ingredientes a partes iguales, la verdad es que esta pieza de Lucía Vilanova crece y se desarrolla sobre todo en unión simbiótica con el texto de Ibsen, sirviéndose de manera anecdótica y coyuntural del poema de Ludovico Ariosto. La referencia a los principios del ideal caballeresco, que en su tiempo representó Orlando, y a su retórica grandilocuente y vacua constituyen, empero, un magnífico contrapunto para poner en evidencia tanto la hipocresía del “recto y honorable” Torwald de Casa de muñecas como la indigencia moral de este infatuado Torvaldo de nuestros días, débil remedo de los anteriores de los que al parecer sólo ha retenido su petulancia, su continente adusto y sus actitudes trasnochadas.

Como el de Nora, el de Angélica es un matrimonio que ha sobrevivido a largos años de difícil relación pero que es incapaz de soportar las consecuencias que acarrea una decisión equivocada aunque bienintencionada de ésta. Cuando Torvaldo se percata de la amenaza que se cierne sobre su futuro y el de los suyos no puede controlar la cólera, y en lugar de asumir con hombría las consecuencias de la decisión de su mujer descarga toda su ira sobre ella insultándola y humillándola. En un principio Angélica (como Nora) no puede dar crédito a lo que está pasando, y apela una y otra vez al cariño de su marido para salvar el matrimonio. Pero pronto se da cuenta de que no hay nada que hacer.¿Cómo podría perdonarla el orgulloso Torvaldo, de conducta intachable? Llegados a este punto la autora introduce un giro radical al desarrollo de los acontecimientos. Quien da el famoso portazo es Torvaldo, asqueado de la conducta de Angélica; aunque reconsidera rápidamente su postura, vuelve sobre sus pasos y quiere quitar importancia a lo sucedido -esa cuestioncilla menor del honor ofendido-, para encontrar que ya es demasiado tarde: Angélica ha descubierto con repugnancia el despotismo, la mezquindad, y la moral acomodaticia de su marido y tomará una decisión inapelable.

La sátira de Ibsen a la puritana sociedad de su tiempo en las manos de Lucía Vilanova se convierte en una acerada y regocijante parodia de la supuesta superioridad intelectual y moral de Torvaldo, prototipo de una sociedad corrupta cuyos modales refinados, trato exquisito y alambicados rituales de seducción a duras penas pueden disimular sus lacras, mientras la referencia a la retórica del amor cortés actúa como un eficaz catalizador de esa intencionalidad paródica. Respecto a los intérpretes, ambos sirven con consumada maestría a ese sutil juego de las apariencias que nos propone la autora. Inma Nieto (Angélica) está realmente soberbia, modula con especial pericia sus reacciones para acoplarlas a los cambios de animo y a los exabruptos de su patético marido; Julio Cortázar (Torvaldo) no le va a la zaga, y borda un complejísimo papel, el de un personaje desequilibrado, infantiloide y acomplejado; los dos se mantienen siempre en el difícil equilibrio de ese tono entre serio y burlesco, jocoserio, que es el mayor activo de una pieza cuyo argumento casi sabemos de antemano.

Gordon Craig.

Torvaldo el furioso. Corral de Comedias de Alcalá de Henares.

viernes, febrero 04, 2011

TEATRO. Penumbra. "Terapia de grupo"


De Juan Cavestany y Juan Mayorga.
Con: Luis Bermejo, Nathalie Poza, Alberto San Juan y Guillermo Toledo.
Compañía Animalario. Dirección: Andrés Lima.
Madrid. Naves del Matadero.



Por lo que respecta a la escritura de Juan Mayorga, puede incluirse esta pieza, junto a Animales nocturnos y sobre todo junto a Hamelin (producida también por Animalario), dentro de lo que lo que podría considerarse la vertiente más social de su teatro. Con una dramaturgia alejada por completo de los patrones compositivos y del desarrollo de la acción dramática propios de la poética realista, mantienen, empero, dichas obras un estrecho vínculo con la realidad social urbana contemporánea, cuyos problemas de integración, incomunicación, impostura, violencia soterrada, angustia y miedo ante la incertidumbre se abordan una y otra vez con inusitada crudeza.

Es como si ambos autores, Mayorga y Cavestany, y los integrantes de Animalario tuvieran necesidad, periódicamente, de hacer una incursión por lo más profundo y oculto de su mundo interior y sacar a la superficie a sus fantasmas como un modo de exorcizarlos; no se si es dado decir, de racionalizarlos, porque la plasmación dramática de dichos terrores y frustraciones en esta ocasión toma la forma de los sueños, la informe -más bien-, y perturbadora fisonomía de las pesadillas nocturnas. Atmósfera irreal, onírica, luz hiriente de neones, penumbra; imágenes difusas del pasado, ora hirientes y amenazadoras, ora amables y balsámicas, como la dulzura de un abrazo o de una mirada, ora privadas de sentido o deformadas por la inconsistencia del recuerdo

Y frente a los cantos de sirena de los paraísos artificiales que nos auguraba el progreso -promesas siempre incumplidas-, una angustiosa pregunta de fondo: ¿es realmente posible la felicidad? Y el desolador espectáculo del amor traicionado, agotado en la vacua reiteración de sus rituales sexuales; y el estremecedor testimonio de la infancia traicionada, de la imagen del padre mil veces idealizada y otras tantas devaluada, y la impotencia para combatir la desgracia y el desvalimiento en la mirada cándida de un niño que intenta comprender sin conseguirlo.

Todo ello en un experimento escénico inclasificable, en una apuesta arriesgada, que en el orden del caos depara momentos de gran intensidad dramática junto a momentos de desconcierto y de perplejidad, y de dudas acerca de la intencionalidad de este montaje por parte de un grupo con demasiada frecuencia encasillado por voluntad propia en algo muy parecido a la militancia política. En cualquier caso, es meritorio el esfuerzo de investigación formal, e innegable, también, el sólido trabajo de actuación de todo el elenco, un trabajo muy físico, una desusada implicación del ser completo del actor en su trabajo que interpela brutalmente, sin contemplaciones, a los espectadores dirigiéndose no sólo a su intelecto sino a sus tripas; destacan quizá Alberto San Juan (el Padre) y Nathalie Poza (la Madre), ambos son el trasunto de seres atormentados en precario equilibrio emocional, presa de la visceralidad e intemperancia el primero, la segunda, una suerte de “mater dolorosa” de belleza convulsa, que hacen gala de una extraordinaria ductilidad para adaptarse a la violentas y cambiantes pulsiones de su instinto y a los diversos planos de realidad en que se desenvuelven sus personajes.

Gordon Craig.

Penumbra en las Naves del Matadero.