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jueves, diciembre 27, 2007

TEATRO. Presas. "Callar y rezar".


De Verónica Fernández e Ignacio del Moral.
Con: Esther Acevedo, José Luis Alcobendas, Celia Bermejo, Miriam Cano, Lola Casamayor, Pedro G. de las Heras, Karina Garantivá, Marta Gómez, Ivana Heredia, Aurora Herrero, María Herrero, Cristina de Inza, Marta Hurtado, Maruchi León, Mariano Llorente, Ascen López, Gerardo Malla, Julia Moyano, Pietro Olivera, Ana Otero, Ainhoa Santamaría, Victoria Teijeiro, Devorah Vukusic y Arantxa Zambrano.
Escenografía de José Luis Raimond.
Dirección: Ernesto Caballero.
Madrid. C.D.N. Teatro Valle Inclán.



Un penal para mujeres. Años cuarenta. Hambre, frío, piojos, enfermedades; un régimen despótico e inmisericorde impuesto con mano de hierro por la madre superiora de la congregación a cuyo cargo se encuentran las reclusas; turbios deseos de revancha conviviendo con actitudes y conductas canallescas, amparadas por la situación de indefensión de las desventuradas que por delitos políticos o por causas penales han venido a dar con sus huesos en ese inhóspito y perdido lugar de la geografía española; y una estricta ley del silencio impuesta para ocultar los más execrables abusos y las más abyectas aberraciones.

Y sobre el telón de fondo de ese retrato colectivo de la degradación y de la infamia a cuya descripción atiende la obra se destacan, entretejidas con la rutina de la vida diaria de la prisión, varias historias paralelas cuyo desarrollo hace avanzar la acción en un tiempo que pareciera detenido, estancado en un presente sin esperanza, alterado apenas por la eventual llegada de una nueva interna o por la periódica vista pastoral que cada siete años realiza a la institución el prelado de la diócesis que trae bajo el brazo el indulto para una de las reclusas. Se trata de testimonios a cual más estremecedores que dan fe de la tremenda fractura social que alumbró el final de la contienda, pero no sólo. Más allá de las referencias explícitas a la represión llevada a cabo por los vencedores con la anuencia o el silencio cómplice de la Iglesia, o de los reproches mutuos entre los afectos a uno otro de los bandos, la obra destila el sabor amargo de todas las derrotas y explora algunas facetas del comportamiento humano, como la insensibilidad ante el dolor, la cobardía para enfrentarse a la injusticia o la respuesta ante situaciones de falta de libertad o de extrema violencia ejercida, sobre todo, sobre las mujeres.

La obra, pese a su excesiva duración, mantiene siempre la tensión dramática, que se acrecienta a medida que nos acercamos hacia el desenlace ofreciéndonos escenas de gran emotividad y de un alto vuelo poético, como el recibimiento en el reino de las sombras que le tributa el fantasma de Esperanza Martín a “la Charito”, cuya muerte viene por así decirlo a purificarla de una existencia cruel y desdichada y sin otra salida, al parecer, que obedecer la fatídica consigna de “rezar y callar” impuesta por su confesor. El director mantiene con pulso firme el tempo y el movimiento escénicos y lidia con consumada maestría con los numerosísimos personajes del reparto, sacando de los actores y actrices, sobre todo de estas últimas -para quienes está pensada la pieza-, lo mejor de si mismas. Dentro de un tono general alto, como digo, advertimos una extraordinaria madurez artística en la creación de algunos personajes. Por ejemplo, la desmedrada y cálida Charito (Ainhoa Santamaría) viva imagen de la fragilidad y el desamparo; la cínica y chulesca Magdalena (Cristina de Inza); la imperturbable frialdad e indiferencia de Concepción de María (Aurora Herrero); la bonachona y confiada Paquita (Maruchi León), trágica imagen del desconsuelo cuando le arrebatan el hijo recién nacido; el orgullo, la dignidad y el carácter indomable de Mari Cruz (Ana Otero); o la malencarada soplona Teodosia (Lola Casamayor), verdadera estampa solanesca de una pobre desgraciada cuya malhadada existencia la ha convertido en un verdadero despojo humano de mirada torva y de aspecto repulsivo, carcomida por el rencor y por la frustración y odiada por igual por su compañeras de infortunio y por la madre superiora a la que sirve y ante la que se arrastra inútilmente para obtener su beneplácito.

Gordon Craig.

Presas en el CDN.

miércoles, junio 29, 2005

TEATRO. La Orestiada."La culpa y la expiación".

De Esquilo.
Con: Damiá Barbany, Emilio Gutiérrez Caba, Maruchi León, Anabel Moreno, Ricardo Moya, Gloria Muñoz, Vicky Peña, Constantino Romero, Albert Triola y Teresa Vallicrosa.
Versión castellana: Carlos Trías.
Dirección: Mario Gas.
Madrid. Centro Cultural de la Villa.




Conviene de vez en cuando dirigir la mirada a los orígenes, a los padres fundadores de este arte milenario que es el teatro; y no sólo para buscar en sus creaciones el misterio arcaico del ritual o la fuerza avasalladora de las grandes pasiones enfrentadas que arrastran al héroe al sacrificio para expiar sus culpas, sino también para redescubrir la prístina pureza de las formas, degradadas con demasiada frecuencia por el uso y por la falta de rigor y exigencia artística. Este montaje de Mario Gas de una de las piezas cumbres de la tragedia ática que se repone a hora en el Centro Cultural de la Villa revela muchos de los elementos más valiosos de la gran tradición teatral occidental que alumbraron los griegos y los hace inteligibles para un público en general no habituado al contacto con los clásicos, ni sobrado de oportunidades para disfrutarlos ni de referencias culturales para entenderlos.

El mérito primero es el del adaptador que ha conseguido hacer una precisa síntesis de la trilogía; más ponderada en las dos primeras partes (Agamenon y Las Coéforas) de las que se recuperan las escenas esenciales, más drástica –en exceso, quizá-, de la tercera, Las Euménides, de la que apenas si se rescata una breve narración de Apolo relatando la huida de Orestes perseguido por las Erinias, su absolución por el tribunal de Atenas y su regreso a Argos para reinstituir el orden social y moral que había sido roto por su padre con el sacrificio de su hermana Ifigenia.

Notable también es el trabajo de dirección y puesta en escena. Se trata de un espectáculo sobrio, de ritmo pausado y solemne que apela a la grandiosidad del conflicto sin caer en el aspaviento ni en la grandilocuencia. Mario Gas parece haber dado por buena la afirmación de Gordon Craig de que los dramaturgos arcaicos apelaban más a la vista que al oído de los espectadores y construye un espectáculo de gran impacto visual sin dejar de ser respetuoso con el verbo acendrado de Esquilo y con su fértil y poderosa imaginería.

Los actores, asimismo, realizan un trabajo encomiable, que suman al esfuerzo de compaginar varios papeles: el de individualidades destacadas con el más indiferenciado y ocasional de sucesivos miembros del coro. A la palabra certera corresponde el gesto mesurado y el sentimiento profundo, de desdén y cobardía en Egisto, de horror y placer en la vengadora Clitemnestra, de honda desolación en las predicciones de Casandra, o de melancolía y abandono en la infeliz Electra. Y no hay afectación ni artificio en las más graves acusaciones a Agamenón, ni en las más airadas imprecaciones a los dioses ni en los más crueles términos de la locura de Orestes.

No es demasiado entendible, ni práctico, el desdoblamiento del personaje de Clitemnestra (¿madre y nodriza?) y no aporta sino una innecesaria confusión. Parece cuando menos extemporánea la presencia de un “monosabio” pertrechado de una regadera de cal viva delimitando el espacio de la acción a los “medios” de un imaginario ruedo cuyas connotaciones culturales son demasiado explícitas. Resultan, asimismo, prescindibles, algunos cuadros del final de la obra que nos inducen a pensar en una conclusión más política que religiosa o moral de la misma. ¿Acaso el orden que declina con el advenimiento del logos (Apolo y Atenea) patronos de Atenas, es el de las furias del “antiguo régimen”? ¿Cómo es que el grito del atalaya pidiendo una señal (¿de la victoria de Agamenon, como en el inicio de la pieza?) procede ahora de un personaje con los ojos vendados presto al fusilamiento y resulta ahogado por acordes de música USA y por el fragor de un bombardeo? Es difícil saber con exactitud las intenciones de Esquilo cuando escribió La Orestiada, pero si sabemos que en aquel momento Atenas se estaba jugando la libertad en plena lucha con los persas, y que el autor, en una inscripción funeraria que redactó para si mismo, reivindicaba más que la gloria literaria la de haber participado en alguno de los más memorables hechos de armas de aquella guerra.

Gordon Craig.