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sábado, abril 25, 2015

TEATRO. Adentro. "El pesado yugo de los vínculos de sangre".

De Carolina Román.
Con: Nelson Dante, Araceli Dvoskin, Noelia Noto y Carolina Román.
Dirección: Tristán Ulloa.
Madrid. Teatro María Guerrero, sala de la Princesa





Aunque con notables diferencias, guarda esta pieza íntima y sincera de Carolina Román innegables semejanzas con El zoo de cristal, de Tennessee Williams. Similitud no sólo estructural (una madre obsesiva, hiperprotectora y nostálgica del pasado, dos hermanos uno de ellos inadaptado y un ocasional visitante/pretendiente que irrumpe en la intimidad familiar en el tramo final del desarrollo de la obra), sino por lo que se refiere al clima o a la atmósfera emocional de la historia.
Descubrimos este “parentesco” instantes antes del desenlace, en una espléndida escena que es como el reverso del vis a vis entre Jim y la dulce Laura Wingfield en la obra de Williams. Y a partir de ese momento es como si todos los personajes se reubicaran según un patrón de interrelaciones que nos resulta familiar, aunque no por ello de menor originalidad. Allí la joven vive por unos momentos la ilusión de que, quien fuera su amor platónico en la escuela secundaria la está cortejando realmente y se abandona a sus impulsos hasta que descubre que todo es un malentendido. Aquí en una secuencia más breve, pero no menos intensa, el rol de Jim, el pretendiente, lo juega Male, la invitada, que dejándose llevar por su natural bondad y solicitud, conmocionada por el violento episodio de enfrentamiento madre hija que acaba de presenciar y malinterpretando las señales equivocas de afecto que trasmite Luis, despliega toda su ternura y necesidad de amor en un intento infructuoso de seducirlo.  
Por seguir con el paralelismo inverso, si se me permite la expresión, con El zoo de cristal,  el rol de Tom lo desempeña Dina, “la negra”, que al contrario de aquel, que terminaba por escapar a la tutela materna, es incapaz de sacudirse el yugo que se ha echado voluntariamente y a su pesar sobre los hombros: el cuidado de una madre anciana y aquejada de demencia senil con la que se ha establecido una relación de verdadera dependencia emocional y, por añadidura, la secuelas de un terrible episodio familiar y de una tormentosa relación sentimental que no vamos a desvelar.
Escrita desde las entrañas, esta obra es una incursión en lo más profundo e inhóspito de las relaciones familiares. Es una obra sobre la ternura, sobre la compasión, sobre la aceptación voluntaria o sobre la esclavitud a la que puede someterte ese entramado de vínculos de sangre no escogidos por nosotros pero que muchas veces nos pueden atenazar como el peor de los grilletes.
Tristán Ulloa, en su segundo montaje como director, imprime, a mi juicio,  el tono y el tempo adecuados a las necesidades del texto, prestando la debida atención a los clímax, siguiendo el vuelo rápido de la cháchara intrascendente o de la algarabía de la fiesta de cumpleaños, demorándose en la confidencia o en las ensoñaciones nostálgicas de Marga -atinadamente subrayadas por melodías populares-, o alargando los elocuentes silencios en que los personajes bucean por su rico mundo interior. Para ello cuenta, desde luego, con un espléndido elenco, encabezado por la veterana Araceli Dvoskin, que borda su rol de anciana senil con sus lapsus, olvidos y confusiones, con sus escasos momentos de lucidez en los que se muestra graciosa y dicharachera, pero que retiene suficiente energía para ejercer los privilegios del matriarcado cuando la ocasión lo requiere. El resto del elenco está igualmente a la altura de las circunstancias. Noelia Noto en el papel de Male, una coqueta, locuaz, amigable y casi candorosa solterona; a su afán de superación de una vida mediocre y sin perspectivas de futuro une el prurito de ser oriunda del viejo continente y su deseo de volver para encontrar sus raíces. Carolina Román y Nelson Dante son los hermanos Dina y Luis; la primera encarna toda la impotencia y toda la frustración de la mujer emanadas de su aberrante relación con Luis y de una vida de renuncias y de sumisión a su madre, pero también toda la compasión y la ternura de la hija cariñosa, solícita y complaciente. En la escena final está realmente conmovedora. Nelson Dante compone un personaje hermético y como ausente. Sus modales correctos, su atildamiento y su extravagante y enfermiza afición a la cosmética no ocultan su carácter imperioso e irascible ni moderan sus incontrolables y ocasionales acceso de celos, parangonables a los del mismísimo Otelo, al que, por cierto, acaba de descubrir. El peso de la culpa que soporta ha hecho de él un ser desconfiado, arrogante e incapacitado para el amor.
Gordon Craig.

sábado, marzo 21, 2015

TEATRO. Invernadero. “ Los espacios cerrados de la opresión.”

De Harold Pinter. Versión de Eduardo Mendoza.
Con: Gonzalo de Castro, Tristán Ulloa, Jorge Usón, Isabelle Stoffel, Carlos Martos, Javivi Gil Valle y Ricardo Moya.
Escenografía: Juan Sanz y Miguel Ángel Coso.
Dirección: Mario Gas.
Madrid. Teatro de la Abadía.



Uno estaría predispuesto a interpretar Invernadero como una fábula o parábola política de filiación orwelliana, al estilo, por ejemplo de Rebelión en la granja o incluso de 1984. De hecho la obra recrea las interioridades del día a día de una siniestra institución gubernamental, descrita como casa de “reposo”, y que guarda innegables concomitancias con los centros de “rehabilitación” para disidentes políticos que proliferaron tras la segunda Guerra en la extinta Unión Soviética. La escena final en la que Gibbs comparece ante un alto funcionario ministerial británico para presentar su informe de lo sucedido en la institución sólo variaría la amplitud, por así decirlo, el objetivo de su sátira política, haciéndola extensiva a los gobiernos de los estados supuestamente democráticos, que también se estarían comportando, en cuanto al control de sus ciudadanos, como estados totalitarios.

Siendo esto cierto, me inclino a pensar que la reflexión a la que invita la obra posee un rango más universal y, a su vez, de un orden más cotidiano, vinculado a la angustia existencial que provocan la soledad, el aislamiento, la inseguridad y la incomunicación. De hecho, sin mostrar en escena a ninguno de los “internos” -sólo oímos ruidos extraños y alaridos aterradores en los breves momentos de oscuridad de las transiciones de escena a escena- y a tenor de las actitudes de recelo y de desconfianza entre los cuidadores, del comportamiento atrabiliario de Roote o de la frialdad y el sadismo de Gibbs y de la señoríta Cutts podemos intuir la inquietante atmósfera de amenza -kafkiana-, de “terror sin rostro” -que escribiera Javier Villán- que reina entre los inquilinos de esta singular “fundación”, sensación de amenaza acrecentada por una claustrofóbica escenografía que evoca las celdas de una prisión o los cuartos de aislamiento de paredes acolchadas de un psiquiátrico. Y como espectadores, no podemos sustraernos a los efectos devastadores de ese entorno asfixiante y opresivo, sólo mitigado por el humor sardónico y mordaz, con trazas de la “crueldad” artaudiana, que impregna toda la obra, comicidad tributaria, en parte, del teatro del absurdo por lo que respecta a la ruptura radical de la lógica discursiva de los diálogos y por la resolución de situaciones que derivan hacia lo insólito y lo extemporáneo, pero también por el recurso a la parodia, elevada a verdadera obra de arte como instrumento de demolición de convencionalismos sociales y de prejuicios conceptuales.

La dirección de Mario Gas acierta de pleno revelando el tono entre tragicómico y farsesco que caracteriza la pieza, apoyado en un magnífico trabajo actoral. Gonzalo de Castro borda su papel de Roote, el director de la institución, un coronel del ejército retirado de carácter irascible y atrabiliario, un incompetente que bascula entre el paternalismo y los accesos de cólera; bajo los efluvios del whisky convierte su discurso de felicitación navideña en una enfebrecida arenga más propia del sargento Friolera por sus reminiscencias valleinclanescas. Sólo le iguala en histrionismo su insolente subordinado Lush (Jorge Usón) en la delirante alocución acerca de las diferencias entre los centros de “reposo” y los de “convalecencia” o la displicente y atractiva señorita Catts (Isabelle Stoffel) desplegando ante el impasible Gibbs sus estudiadas artes de seducción. Sus contoneos, caricias, susurros y miradas lánguidas son una muestra de manierismo en estado puro. Tristán Ulloa hace una espléndida creación de Gibbs, el segundo de a bordo de Roote: subordinado solícito y obsequioso hasta la nausea, bajo su congelada sonrisa de hiena se esconde un ser frío e imperturbable, un ladino, calculador, verdadera encarnación de la filosofía de la institución, capaz de la mayor crueldad para secundar sus fines. Aunque tienen menor relevancia como personajes, no les van a la zaga la ya mencionada Isabell Stoffel en el papel de la señorita Catts, una misteriosa ninfómana de andares sinuosos, de feminidad ambigua y de cautivadora sonrisa, que coquetea con todo bicho viviente y Carlos Martos en el papel de Lamb, un aturullado “parvenu”, un incontinente pobre diablo inasequible al desaliento y ansioso por ganarse el aprecio de los miembros del “stablisment”. Víctima de la crueldad y del sadismo de Gibbs y de la indiferencia de la señorita Catts nos conmueven su candidez y su desamparo.

Gordon Craig.

Invernadero en el Teatro de la Abadía.