sábado, marzo 21, 2015

TEATRO. Invernadero. “ Los espacios cerrados de la opresión.”

De Harold Pinter. Versión de Eduardo Mendoza.
Con: Gonzalo de Castro, Tristán Ulloa, Jorge Usón, Isabelle Stoffel, Carlos Martos, Javivi Gil Valle y Ricardo Moya.
Escenografía: Juan Sanz y Miguel Ángel Coso.
Dirección: Mario Gas.
Madrid. Teatro de la Abadía.



Uno estaría predispuesto a interpretar Invernadero como una fábula o parábola política de filiación orwelliana, al estilo, por ejemplo de Rebelión en la granja o incluso de 1984. De hecho la obra recrea las interioridades del día a día de una siniestra institución gubernamental, descrita como casa de “reposo”, y que guarda innegables concomitancias con los centros de “rehabilitación” para disidentes políticos que proliferaron tras la segunda Guerra en la extinta Unión Soviética. La escena final en la que Gibbs comparece ante un alto funcionario ministerial británico para presentar su informe de lo sucedido en la institución sólo variaría la amplitud, por así decirlo, el objetivo de su sátira política, haciéndola extensiva a los gobiernos de los estados supuestamente democráticos, que también se estarían comportando, en cuanto al control de sus ciudadanos, como estados totalitarios.

Siendo esto cierto, me inclino a pensar que la reflexión a la que invita la obra posee un rango más universal y, a su vez, de un orden más cotidiano, vinculado a la angustia existencial que provocan la soledad, el aislamiento, la inseguridad y la incomunicación. De hecho, sin mostrar en escena a ninguno de los “internos” -sólo oímos ruidos extraños y alaridos aterradores en los breves momentos de oscuridad de las transiciones de escena a escena- y a tenor de las actitudes de recelo y de desconfianza entre los cuidadores, del comportamiento atrabiliario de Roote o de la frialdad y el sadismo de Gibbs y de la señoríta Cutts podemos intuir la inquietante atmósfera de amenza -kafkiana-, de “terror sin rostro” -que escribiera Javier Villán- que reina entre los inquilinos de esta singular “fundación”, sensación de amenaza acrecentada por una claustrofóbica escenografía que evoca las celdas de una prisión o los cuartos de aislamiento de paredes acolchadas de un psiquiátrico. Y como espectadores, no podemos sustraernos a los efectos devastadores de ese entorno asfixiante y opresivo, sólo mitigado por el humor sardónico y mordaz, con trazas de la “crueldad” artaudiana, que impregna toda la obra, comicidad tributaria, en parte, del teatro del absurdo por lo que respecta a la ruptura radical de la lógica discursiva de los diálogos y por la resolución de situaciones que derivan hacia lo insólito y lo extemporáneo, pero también por el recurso a la parodia, elevada a verdadera obra de arte como instrumento de demolición de convencionalismos sociales y de prejuicios conceptuales.

La dirección de Mario Gas acierta de pleno revelando el tono entre tragicómico y farsesco que caracteriza la pieza, apoyado en un magnífico trabajo actoral. Gonzalo de Castro borda su papel de Roote, el director de la institución, un coronel del ejército retirado de carácter irascible y atrabiliario, un incompetente que bascula entre el paternalismo y los accesos de cólera; bajo los efluvios del whisky convierte su discurso de felicitación navideña en una enfebrecida arenga más propia del sargento Friolera por sus reminiscencias valleinclanescas. Sólo le iguala en histrionismo su insolente subordinado Lush (Jorge Usón) en la delirante alocución acerca de las diferencias entre los centros de “reposo” y los de “convalecencia” o la displicente y atractiva señorita Catts (Isabelle Stoffel) desplegando ante el impasible Gibbs sus estudiadas artes de seducción. Sus contoneos, caricias, susurros y miradas lánguidas son una muestra de manierismo en estado puro. Tristán Ulloa hace una espléndida creación de Gibbs, el segundo de a bordo de Roote: subordinado solícito y obsequioso hasta la nausea, bajo su congelada sonrisa de hiena se esconde un ser frío e imperturbable, un ladino, calculador, verdadera encarnación de la filosofía de la institución, capaz de la mayor crueldad para secundar sus fines. Aunque tienen menor relevancia como personajes, no les van a la zaga la ya mencionada Isabell Stoffel en el papel de la señorita Catts, una misteriosa ninfómana de andares sinuosos, de feminidad ambigua y de cautivadora sonrisa, que coquetea con todo bicho viviente y Carlos Martos en el papel de Lamb, un aturullado “parvenu”, un incontinente pobre diablo inasequible al desaliento y ansioso por ganarse el aprecio de los miembros del “stablisment”. Víctima de la crueldad y del sadismo de Gibbs y de la indiferencia de la señorita Catts nos conmueven su candidez y su desamparo.

Gordon Craig.

Invernadero en el Teatro de la Abadía.

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