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jueves, octubre 10, 2013

TEATRO. El veneno del teatro. "Los límites de la representación".

De Rodolf Sirera.
Versión de José María Rodríguez Méndez.
Con: Miguel Ángel Solá y Daniel Freire.
Dirección: Mario Gas.
Madrid. Teatros del Canal.

 el veneno

Desde tiempo inmemorial filósofos, críticos y dramaturgos se han empeñado con mayor o menor fortuna en descubrir la verdad del teatro, en aprehender la esencia última del hecho teatral. En la pieza que comentamos, Rodolf Sirera se suma a esa corriente convirtiendo el teatro mismo en tema de representación. Dejando de lado otros elementos de la teatralidad y centrándose concretamente en el actor, emprende su particular indagación acerca del trabajo de éste para dar vida a sus personajes, o lo que es lo mismo, acerca de la cualidad específica de la representación y de sus limitaciones.

El conflicto psicológico de fondo sobre las relaciones de poder que enfrenta a los personajes -el Actor acude al domicilio del Señor y “acepta” provisionalmente los términos del encuentro: la larga espera, la insolencia del mayordomo, etc., a título de siervo, en función de que ha sido citado por un admirador poderoso-, no es sino la trama sobre la que se sustenta la verdadera problemática que aborda la obra de Sirera: el típico conflicto barroco entre ser y parecer, entre realidad y ficción; de hecho es precisamente esa última dicotomía la que se niega a aceptar el Señor obligando al Actor a que viva realmente la muerte del personaje en un fragmento de una obra que interpreta exclusivamente para él, no dándose por satisfecho ni siquiera con la magistral interpretación, la penúltima, que acomete el Actor de esa misma escena acosado por la terrible sospecha de creerse envenenado y por la expectativa de conseguir el antídoto si da lo mejor de sí mismo y consigue entusiasmar a su único espectador.

El texto, breve, quizá con un exceso de reflexión filosófica, está bien construido y posee las dosis de suspense y de intensidad dramática propias de un auténtico “thriller”. El espacio escénico creado por Paco Azorín, una amplia estancia de aspecto señorial, en penumbra y apenas amueblada, que permite percibir en los silencios el eco amortiguado de los pasos en el entarimado, refuerza la atmósfera claustrofóbica que rodea este singular encuentro y sitúa enseguida a los personajes, apenas comenzamos a intuir las intenciones ocultas del Señor, en un universo de pesadilla.

Meticulosamente dirigidos por Mario Gas ambos intérpretes hacen un trabajo espléndido. Miguel Ángel Solá es un mayordomo circunspecto y un punto displicente, luego un anfitrión educado y atento tras cuyas buenas maneras se van mostrando progresivamente los rasgos de un carácter sádico, la extrema crueldad de un psicópata peligroso obsesionado por la idea de la muerte que asistirá impasible a los mayores padecimientos y horrores del Actor cuando este “represente” para él la única y verdadera gran ceremonia del terror. Respecto al Actor, Daniel Freire, su capacidad de transformación en escena es verdaderamente portentosa. Su aire de dandy -embutido en un impoluto traje blanco- la dignidad un tanto impostada y la autosuficiencia con que se dispone a abandonar la  estancia, ofendido por la tardanza de su anfitrión, el ademán altivo y el gesto vagamente imperioso dan paso a la sorpresa, a la incredulidad, al azoramiento, a la súplica y a la consternación cuando se ve irremisiblemente perdido a manos de la obstinación enfermiza de un maníaco. Sorprende realmente ver como se mete en el papel para representar la breve escena de la muerte a la vista de los espectadores, asistir a los primeros tanteos, observar cómo va cobrando consistencia el personaje y cómo pasa de la sobreactuación del principio al cada vez más crudo realismo de las siguientes versiones de la escena, como transita por todos los estadios del terror en un crescendo de convulsiones y espanto verdaderamente sobrecogedores.

Gordon Craig.

Teatros del Canal. El veneno del Teatro.

jueves, octubre 13, 2005

TEATRO. Flor de otoño. "Bella de noche".

De José María Rodríguez Méndez.
Con: Fele Martínez, Jeannine Mestre, Roberto Mori, Vicente Díez, Juan Calot, Paco Maestre, Zulima Memba, Trinidad Iglesias, María Asquerino, y otros.
Dirección: Ignacio García.
Madrid. Teatro María Guerrero.



Escrita al alborear la década de los 70, durante los últimos estertores de la dictadura, la peripecia de este valiente texto teatral de Rodríguez Méndez constituye un elocuente paradigma del pin pam pum en que los gestores públicos han convertido la política cultural en este último y aciago medio siglo de nuestra historia teatral. Primero fue la censura y luego las sucesivas “operaciones de restitución”, de izquierda y de derecha, aupando a los escenarios de los teatros nacionales a los autores “afines” y ninguneando a los incómodos. ¿Será esta vuelta de Rodríguez Méndez el preludio de una definitiva normalización de la cartelera? ¿Podremos ver de una vez en repertorio obras de autores contemporáneos conviviendo con las de dramaturgos consagrados (Lorca o Valle) y con las de aquellos que desde distintas opciones estéticas han ido dejando su huella, aunque sea pequeñita, en el frondoso jardín de la tradición teatral española, se llamen estos, Casona o Mihura, Buero o Sastre, Ruibal o Riaza, Pedrero o Sanchis Sinisterra? Confiemos en ello.

Pero centrémonos en Flor de otoño. Rodríguez Méndez parece empeñado en establecer un paralelismo entre las postrimerías de la dictadura de Franco y el final de la dictadura de Primo de Rivera situando en el epicentro de la vorágine represora a un travestido de extracción social alto burguesa cuya doble vida le lleva a entrar en contacto con los movimientos anarquistas del Poble Nou en permanentes refriegas con las fuerzas del orden en los años inmediatamente anteriores a la proclamación de la II República. La obra, pues incorpora dos líneas de conflicto dramático unidas un tanto artificialmente: la crónica de la vida social de la ciudad condal del primer tercio de siglo, burguesía versus proletariado industrial, y la peripecia personal del protagonista y su intento frustrado de conciliar su condición de homosexual con la imagen de respetabilidad social exigida por el patrón de valores imperante.

Pero más que anarquista o libertario, Lluiset Serracant es como el anverso de Séverine, la protagonista de la inolvidable “Belle de jour” buñueliana, y su alma gemela (te añoramos Catherine Deneuve), most honorable abogado de día y lánguida flor otoñal reinando en las noches locas de El Paralelo, en horas en las que deja volar libremente sus inclinaciones eróticas reprimidas durante la vida diurna. Y la detención de Luiset y su posterior fusilamiento no dejan de ser algo fortuito que no se sigue necesariamente de su vinculación con los bajos fondos o con el activismo anarquista, a no ser porque de esa manera el dramaturgo tuviera el paso expedito a un final de opereta, aún para el año 72, en el que no recuerdo que se fusilara nadie por el mero hecho de ser homosexual.

El espectáculo, por lo demás, creo que satisface las demandas del texto. La época está muy bien recreada escenográficamente, con un cuidado vestuario y ambientación, aderezada con estupendos números de cabaret -magníficos los dos cuplés de Trinidad Iglesias- aunque hay quizá un prurito excesivo de fidelidad a la realidad histórica con profusión de sobreimpresiones sobre la gasa frontal de informaciones periodísticas, fotos, y filmaciones de la época. Este afán por la verosimilitud conduce a potenciar en demasía los rasgos costumbristas de la obra, sus elementos sainetescos, entre los cuales se diluye el drama íntimo del personaje y leit motiv del espectáculo. El trabajo de actuación es, asimismo, meritorio. Resuelve Fele Martínez su difícil papel y otro tanto hacen Roberto Mori dando vida a un en exceso afectado Ricard, o Vicente Díez en un efusivo Sarrota. Y destaca con mucho del conjunto Geanine Mestre en una excelente doña Nuria, una madre solícita y cariñosa, fiel depositaria de las prerrogativas y de las obligaciones del liderazgo del clan que bajo sus exquisitos modales y su mohín desdeñoso esconde una extraordinaria entereza.

Gordon Craig.