lunes, diciembre 30, 2013

TEATRO. En un lugar del Quijote. "Nuestro primer clásico".

Versión libre de la novela de Miguel de Cervantes.
Con: Juan Cañas, Íñigo Echevarría, Daniel Rovalher, Álvaro Tato y Miguel Magdalena.
Dirección literaria: Álvaro Tato. Dirección musical: Miguel Magdalena.
Iluminación: Miguel Ángel Camacho.
Versión, composición musical y arreglos: Ron Lalá.
Compañía: Ron Lalá. Dirección: Yayo Cáceres.
Madrid. Teatro Pavón.




Siempre he pensado que eran la familia y la escuela, por ese orden, los lugares naturales para inculcar en el niño el gusto por la literatura y por el teatro en particular. Cuando esas instancias han abdicado de esa tarea imprescindible para garantizar la formación y la salud mental de nuestros adolescentes no está de más que otras instituciones vengan a suplir esas carencias y a intentar despertar ya sea tardíamente el interés por las mejores manifestaciones de nuestro rico patrimonio cultural que, en la mayoría de los casos, está constituido por obras de los autores denominados como “clásicos”. Demos la bienvenida, pues, a esta iniciativa de la CNTC, un programa institucional que bajo la denominación de “mi primer clásico” pretende familiarizar a los más jóvenes con obras cimeras de nuestra literatura y a la vez captar espectadores en un sector de la población cada vez más ausente de los escenarios.

Hacer explícito el contexto en el que se enmarca el último montaje de Ron Lalá que ahora se estrena en el teatro Pavón no constituye ningún tipo de justificación o de reserva sobre la excelencia de un espectáculo que, aunque ocasionalmente pueda tomarse algunas licencias con el texto original motivadas por la pretensión divulgadora del trabajo, raramente cae en el tópico y nunca en la vulgaridad, rescatando con bastante acierto no sólo muchos de los más conocidos episodios de la novela cervantina sino gran parte de su carga de profundidad ideológica, de su trasfondo ético y de su condición de sátira social, que se hace más perceptible si cabe a través de veladas referencias a situaciones y personajes de actualidad, que son celebradas con aplausos por los espectadores. Otros hallazgos no menos estimables del montaje son la creación de un poema marco de contenido ingenioso y sonoras rimas que aglutina en un todo unitario los sucesivos episodios evocados; o la potenciación del perspectivismo de la novela, mediante la inclusión del propio Cervantes escritor como personaje; o la trasposición del Cura y del Barbero a distintos planos de la ficción y el hacerles dialogar con el autor, discrepar incluso, al modo pirandeliano, de los designios que éste tiene trazados para ellos. Los arreglos y las canciones interpretadas en directo que hacen del espectáculo un auténtico musical son otro de los aciertos, o el epílogo para “puristas” con el que concluye la obra; y, desde luego, la creación magistral del personaje de don Quijote (portentoso trabajo de Íñigo Echevarría), una de las mejores, si no la mejor plasmación fisionómica del caballero andante que he visto últimamente: con su bigotillo hirsuto, su perilla rala, su mirada escrutadora de orate, su permanente expresión de asombro, tocado con la bacía de barbero es la réplica exacta de la grotesca imagen del desmedrado y enjuto hidalgo manchego que nos imaginamos acometiendo imposibles aventuras, haciendo penitencia en Sierra Morena o firmando las misivas a Dulcinea con el extravagante apelativo de Caballero de la Triste Figura.

Destacar el trabajo de Íñigo Echeverría no significa en absoluto hacer de menos al resto del elenco que se entrega con denuedo al empeño de parodiar a la legión de personajes que secundan las locuras del ingenioso hidalgo. Daniel Rovalher, es un chusco, incontinente y atolondrado Sancho Panza quizá más joven y menos pánfilo y pueblerino del que guardamos en nuestro imaginario pero de no menor bonhomía y simpleza. Respecto a los demás, sería imposible mencionar las múltiples criaturas en las que se desdoblan mientras los sucesivos episodios se desarrollan a un ritmo casi de vértigo. Particularmente felices son las encarnaciones de Cide Hamete, del Bachiller Sansón Carrasco o del Caballero de los Espejos que hace Álvaro Tato, o las del aguerrido Vizcaíno y el socarrón Barbero a quienes da vida Miguel Magdalena.

Junto a las burlas, diabluras y extravagancias, junto al humor rozagante que impregna todo el montaje y que hace las delicias de los asistentes, encontramos cuadros de gran belleza plástica, divertidas canciones y aquí y allá aflora como manantial claro y cristalino la voz del Cervantes más humano y comprometido con la causa de fe, de la justicia y de la libertad del individuo. 

Gordon Craig.

En un lugar del Quijote. CNTC. 

jueves, diciembre 12, 2013

TEATRO. Montenegro: La culpa y la expiación.



De Ramón María del Valle-Inclán.

Con: Fran Antón, Ramón Barea,Esther Bellver, David Boceta, Javier Carramiñana, Bruno Ciordia, Paco Déniz, Silvia Espigado, Marta Gómez, Carmen León, Toni Márquez, Mona Martínez, Rebeca Matellán, Iñaki Rikarte, José Luis Sendarrubias, Edu Soto, Janfri Topera, Alfonso Torregrosa, Yolanda Ulloa y Pepa Zaragoza.
Versión y dirección: Ernesto Caballero.
Escenografía: José Luis Raimond.
Vestuario y caracterización: Rosa García Andujar. 
Madrid. Teatro Valle-Inclán.      



Las Comedias bárbaras (trilogía que incluye Cara de Plata, Águila de Blasón y Romance de lobos) constituyen un ciclo que dramatiza la tragedia de la familia Montenegro. La historia, truculenta y cruel se centra en torno al Caballero Don Juan Manuel de Montenegro, singular representante de la caduca y decadente aristocracia rural y símbolo, con su comportamiento arrogante, violento y despótico, de todo un mundo y un sistema de valores que ya ha comenzado a desmoronarse para ser sustituido por otro donde la nobleza, la liberalidad, el heroísmo y el ideal de libertad, se truecan en vileza, codicia y servidumbre.

El desarrollo de la acción dramática atiende a un triple frente: el conflicto entre los representantes de los intereses comunales y la familia de los Montenegro, desencadenado por la negativa del mayorazgo a que las reses atraviesen sus tierras de camino a la feria de Viana; el enfrentamiento del Abad de Lantañón con los Montenegro suscitado al hacer Miguelito extensiva esta prohibición de tránsito por sus predios al abad, que posteriormente se complica por la “custodia” de Sabelita, sobrina del clérigo y ahijada de Don Juan Manuel; y por último, la disputa del caballero con sus vástagos, con Cara de Plata a cuenta de Sabelita, de la que el joven está enamorado y con el resto de sus hijos en razón de su desmedida codicia.

El montaje de Ernesto Caballero, apoyado en una sobria escenografía de José Luis Raimond y en un atinado concepto del vestuario, del espacio y del movimiento escénicos, reproduce con bastante acierto el entorno semisalvaje y brumoso de la acción: una comarca poblada de aldeas perdidas sumidas en la miseria y en la superstición; de templos abaciales regentados por clérigos corruptos y sacrílegos, de sacristanes borrachines, de coimas, tullidos y mendigos de iglesia; de naipes y aguardiente en las romerías; de conjuros y ritos satánicos. Auque, quizá hay un fondo irreductible de misterio, rudeza y primitivismo en los ambientes y personajes recreados que, en éste como en otros montajes que hemos visto de esta obra, se niega a ser revelado. Y ello pese al vigor de la prosa estetizante y acrisolada de Valle que esconde un inigualable potencial dramático y cuyos destellos y reverberaciones permitirían por sí solos trascender la Galicia profunda, rural, evocada en sus páginas y elevarla a la categoría de espacio mítico y legendario.

El trabajo de los actores, solvente en general, bascula entre el costumbrismo de algunas escenas corales -en las que el vestuario y hasta la dicción exhiben un marcado acento gallego- y el recio expresionismo de otras, convenientemente aderezadas por efectos de sonido y por una iluminación tenebrista. Ramón Barea es un Montenegro fiero, irascible bárbaro y montaraz; es difícil mostrar todos los matices que incorpora a este complejísimo personaje que son muchos y de muy variado tenor aunque quizá pulsa mejor la fibra del arrepentimiento y de la expiación que las de la arrogancia, la lascivia, la irreverencia o la impiedad; en su generosidad sincera para con los desvalidos y menesterosos, en su furibundo alegato dirigido los incapaces de rebelarse contra su condición de esclavos o en su vehemente deseo de reunirse con su esposa muerta es donde mejor consigue movilizar las emociones del espectador. Sin ningún antagonista claro que le dé la réplica, este papel lo ejercen alternativamente el Abad de Lantañón (Alfonso Torregrosa), Sabelita (Rebeca Matellán), doña María de la Soledad (Yolanda Ulloa), su criado Don Galán (Janfri Topera) o su hijo Miguelito “Cara de Plata” (David Boceta). Respecto al Abad, apenas hace ostensible la autoridad que le depara su estatus si no es por el trueno de su voz y por ciertos ademanes grandilocuentes. Rebeca Matellán da vida a una Sabelita cariñosa y complaciente; tras su aparente sumisión se esconde un carácter noble y virtuoso. Yolanda Ulloa hace un trabajo espléndido en su papel de doña María, enlutada y en hábito de monja es la viva imagen de la aflicción de una esposa sometida a la tiranía de un bárbaro, su entereza, su ademán altivo y la energía con la que se enfrenta su marido demuestran que no se ha resignado a la indignidad. Janfri Topera hace de Don Galán un sátiro descarado y lenguaraz, de carcajada fácil y de carácter jocundo. David Boceta es Cara de Plata un imberbe e impetuoso mozalbete de aspecto chulesco  que ha heredado de su padre su carácter imperioso y enamoradizo. La lista se haría interminable si mencionásemos a todos los actores que hacen como ya se ha dicho, un trabajo meritorio. Recordemos a Edu Soto en un desgreñado y enigmático Fuso Negro, émulo del Simón el Estagirita buñueliano, aunque está lejos de ser ese fantoche espantable que pareciera poseído por el Maligno y ante cuya presencia se santiguarían los lugareños y el buen trabajo de Esther Bellver en su papel de Pichona la Bisbisera, una resuelta y vivaracha buscona con mando en plaza y de sobrados encantos, labia y desparpajo para encandilar al más pintado, aunque sea éste un vástago aventajado del vinculero.

Gordon Craig.

lunes, diciembre 02, 2013

TEATRO. Penal de Ocaña: "Palabras verdaderas".

De María Josefa Canellada.
Dramaturgia y dirección: Ana Zamora.
Compañía Nao d’amores.
Con: Elena Rayos e Isabel Zamora.
Arreglos y dirección musical: Alicia Lázaro.
Madrid. Sala Kubik Fabrik

Penal de Ocana
            

“Mientras tenga este fondo insobornablemente mío”.

En este tiempo de medias verdades, de ocultación o enmascaramiento sistemático de la realidad, de sumisión a la tiranía de lo políticamente correcto, de frivolidad, de moral utilitaria y acomodaticia, en suma, este nuevo espectáculo de Ana Zamora destila el inconfundible aroma de lo auténtico. La experiencia terrible, en un hospital de sangre desde el otoño del 36 al verano del 37, vivida -y aceptada-, por una joven estudiante de letras, que narra Penal de Ocaña, nos induce a la reflexión serena y nos embarga con la emoción profunda que sólo pueden provocar en el ánimo las palabras verdaderas. Porque hay un fondo incontestable de verdad en ese desgarrador testimonio de unos días aciagos que constituye el texto original, biográfico, de María Josefa Canellada, testimonio de una experiencia vivida desde la lucidez, desde la consciencia plena de la magnitud del horror y desde la aceptación responsable de su nuevo e impostergable deber de ayudar a las víctimas.

Articulado en una sucesión de escenas que se correspondería con las sucesivas entradas de su diario, el espectáculo discurre a buen ritmo mostrando entre fugaces estampas del Madrid de la época, con sus tranvías atestados, el bullir de soldados o el fragor de las bombas, durísimas escenas que reflejan la atención a los heridos, su sufrimiento, su muerte y su vela en la soledad del depósito de cadáveres. Y colándose por entre los intersticios de esa crónica de la privación, del dolor y de la muerte, afloran los retazos de una cotidianidad -el trabajo académico, la preocupación por sus hermanos en el frente, la correspondencia con amigas o profesores-, truncada por el devenir de la guerra; y la pena y la honda sensación de tristeza; y el grito de rebeldía, ante tanta y tan injustificada barbarie, de una mujer que se niega a compartir el odio que se predica a los combatientes y a aceptar que cualquier causa por elevada que parezca merezca cobrarse el precio de una sola vida. Porque uno de los aspectos más sorprendentes de este ejemplar testimonio es precisamente la singularización o la personalización de la muerte; no son las cifras, la fría estadística lo que cuenta, sino cada muerte individual, hondamente sentida como propia: “¿Tú comprendes, Luisilla? (...) Verdad que tú comprendes esto que les extraña a todos, que yo llore por uno cualquiera, cuando se mueren los hombres a montones?”

Como en anteriores montajes de Ana Zamora, la música cobra también en éste un papel primordial. En esta ocasión es un piano en directo (al teclado Isabel Zamora, “partenaire” ocasional de la protagonista) el que dialoga permanente con la palabra, bien en forma de efectos especiales, o ilustrando algunos pasajes, o coloreándolos de ciertas tonalidades indispensables para la creación de la adecuada atmósfera emocional. El protagonismo, de todos modos, es para la palabra, una palabra de manantial claro y transparente, exacta en la descripción de los hechos, recia en la pintura del dolor y desgarrada en la evocación de la pena; ora ceñida a la sobriedad de la idea ora más libre y enderezada a la evocación y al vuelo poético.

Espléndida la dramaturgia y eficacísima la labor de dirección escénica, meticulosa y atenta a un sin fin de detalles nimios sólo en apariencia que delatan una exquisita sensibilidad femenina. La iluminación y el vestuario coadyuvan con la música a evocar el ambiente de la época y la lóbrega atmósfera en blanco y negro del penal, aunque el protagonismo indiscutible es para el trabajo actoral de una Elena Rayos pletórica de energía desde el momento en que irrumpe en escena como un auténtico ciclón encarnando a una joven entusiasmada con la perspectiva de su primera noche de guardia en el hospital. Con su media melena y su desaliñado atuendo negro acierta a dar con un tipo físico que se nos hace familiar desde el primer momento, un tipo que se aviene con el carácter reflexivo y jovial, con la vehemencia, con la vitalidad y con la pasión del personaje. Sería imposible dar cuenta aquí de la riqueza de matices que incorpora en su proceso de caracterización, pero lo que resulta indiscutible es que sabe pulsar la fibra más sensible del espectador y lo subyuga arrastrándolo en su complejo itinerario vital y existencial, obligándole, obligándonos, de grado, a seguirla en sus efusiones cordiales, en sus raptos de angustia, en su indignación por la indiferencia ante el dolor, o en su abnegada y generosa entrega al cuidado casi maternal de los heridos.

Gordon Craig.

Penal de Ocaña. Sala Kubik Fabrik.
Próximamente en el Corral de Comedias de Alcalá de Henares.

miércoles, noviembre 13, 2013

TEATRO. Tomás Moro, una utopía. "Un hombre para la eternidad".

De William Shakespeare, Anthoy Munday, Henry Chettle y otros.
Traducción de Aurora Rice y Enrique García-Máiquez. Versión de Ignacio García May.
Con: José Luis Patiño, Ángel Ruiz, Lola Velacoracho, Silvia de Pé, Sara Moraleda, Manu Hernández, César Sánchez, Daniel Ortiz, Chema Rodríguez Calderón, Jordi Aguilar y Ricardo Cristóbal.
Dirección: Tamzin Townsend.
Madrid. Teatro Fernando Fernán Gómez.




Con este rotundo apelativo (en inglés “a man for all seasons”, en la cita original) se refirió a Tomás Moro su coetáneo, el erudito y latinista Robert Whittinton, dando muestra de la profunda admiración que despertó en su tiempo la ejecutoria de este hombre extraordinario y de moral irreprochable que tras haber ostentado las más altas magistraturas del estado en la época de el rey Enrique VIII cayó en desgracia por negarse a firmar el Acta de Supremacía, por la que el monarca habría de erigirse en jefe de la Iglesia de Inglaterra. Acusado de alta traición y encerrado en la Torre de Londres fue finalmente condenado a muerte y decapitado en la plaza pública sin que las súplicas de sus amigos, de
su mujer o de su hija Margaret, a la que adoraba, le hicieran cambiar de opinión. A diferencia de Galileo que abjuró públicamente de sus creencias para salvar la vida Tomás Moro antepuso siempre sus convicciones morales a la conveniencia, viniendo a constituir a la manera de Sócrates un paradigma de integridad y de coherencia personales. El hecho de que ese comportamiento virtuoso esté asociado a sus creencias religiosas -era un ferviente católico posteriormente canonizado por la Iglesia- no altera para nada el valor ejemplarizante de su gesto, y su figura se agiganta, si cabe, si la comparamos con la mediocridad, el oportunismo, la falta de principios y la laxitud moral de nuestras clases dirigentes. Y quizá sea éste precisamente el principal activo del montaje de la obra que comentamos, la razón de su oportunidad: mostrarnos un ejemplo de rectitud moral que contraponer al piélago de corrupción en el que chapotean nuestros llamados servidores públicos.

La pieza, de clara intencionalidad testimonial, tiene dos puntos débiles: un marcado carácter episódico y un excesivo protagonismo de Tomás Moro frente al resto de personajes que se ven reducidos a lo puramente anecdótico. A lo primero, el montaje, dirigido con solvencia por una experimentada Tamzin Townsend, da solución mediante una ágil y rápida articulación de las múltiples escenas que componen la obra y su adecuada contextualización a través de las ocasionales intervenciones de un supuesto “historiador”, un personaje que está por así decirlo, dentro y fuera de la obra, comentando la acción y actuando como un intermediario entre el público y los personajes de la época. Éste artificio dramático está en la línea de lo que hizo Robert Bolt con su personaje “the common man”en su obra sobre el autor de Utopia, produce un cierto distanciamiento brechtiano y coadyuva a la objetivación de lo narrado. Lo segundo es de más difícil solución puesto que, como digo, los personajes carecen de un mínimo espesor psicológico que oponer a la personalidad ingente y arrolladora del protagonista, de modo que el conflicto dramático propiamente dicho, excepción hecha de algunas escenas con el fiscal en el juicio al “Gato”, o con su mujer e hija con ocasión de su renuncia al cargo de lord Chancellor o en las horas previas a su ejecución, se ventila, por así decirlo, en forma de lucha interior del protagonista en los momentos en los que tiene que debatir consigo mismo el alcance de sus decisiones. Desde este punto de vista la labor de José Luis Patiño es meritoria. Quizá se encuentra más cómodo en aquellas situaciones donde se evidencia el proverbial sentido del humor y el carácter bromista del personaje -ponderado por el mismísimo Erasmo-, que en aquellas donde aflora el hombre religioso, el tribuno sensato o el político responsable. Sus monólogos sobre la muerte o sobre el poder y sus discursos, como el que dirige a la plebe enfurecida en plena revuelta contra los privilegios de los comerciantes franceses son sin duda lo mejor de la obra.

Gordon Craig.

 Tomás Moro, una utopía.

viernes, noviembre 08, 2013

TEATRO. El diccionario: "Reivindicación de la palabra".

De Manuel Calzada Pérez.
Con: Vicky Peña, Helio Pedregal y Lander Iglesias.
Dirección: José Carlos Plaza.
Madrid. Teatro La Abadía.


Para varias generaciones de hispanohablantes, desde la fecha de su primera edición, el Diccionario de Uso del Español de María Moliner ha constituido, además de una herramienta insustituible para la resolución de dificultades en el manejo del idioma, una fuente constante de placer. Adentrarse en sus páginas ha sido como penetrar en un continente ignoto y descubrir a la par de sus incontables y desconocidas bellezas lo inabarcable de sus confines. Acostumbrados a tenerlo siempre a mano y a su contacto cotidiano no habíamos reparado en la ingente tarea llevada acabo por la autora, en el esfuerzo casi sobrehumano -se nos antoja ahora, con los limitados medios de que disponía entonces- para una sola persona, de reunir y sistematizar el rico material que llena las tres mil y pico apretadas páginas de esta magna obra. La pieza de Manuel Calzada que reestrena ahora y hasta el 17 de noviembre el teatro de La Abadía nos permite ponderar ese enorme esfuerzo y acercarnos a la personalidad de esa mujer extraordinaria que fue María Moliner.

 La obra, fruto de una encomiable y rigurosa labor de documentación e investigación, está construida con una estructura muy libre en la que se solapan episodios de la realidad de los últimos años de la vida de la autora y de sus recuerdos con fragmentos de un hipotético discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua. (Nunca llegó a pronunciarse, por la sencilla razón de que nunca llegó pertenecer a la Academia). La narración arranca precisamente con la visita al médico especialista tras advertir la autora los primeros síntomas de falta de memoria y ser diagnosticada de arterioesclerosis cerebral. A través de las múltiples microescenas que componen el relato de su vida podemos descubrir la enorme fuerza de voluntad, el tesón, la perseverancia y la presencia de ánimo de una mujer excepcional capaz de sobreponerse a dificultades de toda índole, económicas, políticas -llegó a ser represaliada por el régimen de Franco- y personales, incluidas la muerte de una hija y una enfermedad degenerativa, y llevar a buen término la tarea que se había propuesto.

 Consistente, enriquecido con un vasto y variado anecdotario sobre la vida de la lexicógrafa -“diccionarista” se hacía denominar, en broma-, el relato incluye numerosas disquisiciones de carácter erudito sobre la idoneidad de ciertos vocablos de nueva creación o sobre el tratamiento de otros muchos en sucesivas ediciones del diccionario de la RAE que, aunque se compadecen con la temática de la obra -algunas de estas disquisiciones, como las relativas al término “libertad” se sitúan en el epicentro de la misma-, lastran con un exceso de intelectualismo el desarrollo de un acción dramática que ya de por sí es bastante estática. Pero ¡ah, sorpresa!, incluso esos pasajes alcanzan un elevado vuelo poético en boca de una Vicky Peña pletórica de recursos que despliega una amplísima e inusitada variedad de registros para extraer todo el lustre y toda la belleza sonora y de concepto que encierran las palabras. Y su figura enhiesta ante el atril en el arranque de su alocución ante los miembros de la asamblea, con la frente alta y la mirada imperturbable es la viva imagen del temple y de la resolución. "Todo empieza con un acto expresivo” dice en el momento en que ha concebido la idea del diccionario, y en la contundencia y rotundidad de la prosodia de esa mínima frase se proyecta ya toda la energía de su carácter indomable y toda su pasión por el lenguaje. Pero en su ritmo pausado y cadencioso, en la dicción precisa y ajustada y en sus variadas inflexiones tonales hay lugar para la ironía y el humor, para la comprensión y la empatía, para la ira y la rabia contenidas, para el sobresalto y el asombro, para la reconvención amable, para la emoción y la ternura. Siempre correcta y afable, pareciera que su porte y modales y hasta su atuendo de extrema pulcritud, aun en los peores momentos de su enfermedad, son acordes con su ideal de honestidad, rigor y fidelidad a los valores del idioma que guían su labor intelectual. El resto de actores de la terna está a la altura de las circunstancias. Destaca quizá un tanto Helio Pedregal que da vida a un médico paternalista e infatuado que se frota literalmente las manos ante un “caso” que se le presenta pintiparado para coronar una carrera investigadora no demasiado brillante. Pero su supuesta superioridad intelectual se estrella una y otra vez contra la modestia, el sentido del humor y las firmes convicciones de su paciente. Se ríe de ella cuando, en su situación, le dice que está escribiendo nada menos que un diccionario, pero cuando tiene en sus manos los dos gruesos tomos recién salidos de la imprenta no puede por menos que rendirse a la evidencia. Es conmovedora la última visita que realiza a María Moliner cuando ya la afasia ha llegado a su etapa más avanzada y la lexicógrafa apenas puede deletrear el alfabeto.  

Gordon Craig.

El diccionario. Teatro de la Abadía.

lunes, noviembre 04, 2013

1000 razones para no dejar de leer. Entrevista en El País a Antonio Muñoz Molina.

<< […] [La incapacidad] tiene que ver con una particularidad española, de la que también hablo en el libro: lo difícil que es en este país la disidencia verdadera. Tenemos una idea falsa de nosotros mismos, según la cual somos gente vehemente, que dice lo que piensa y que eso nos distingue de los extranjeros. Pero aquí es muy difícil decir lo que se piensa. Vivimos en una sociedad en la que, por falta de tradición democrática, existe una incapacidad de aceptar con naturalidad las opiniones o las informaciones que contradicen la ortodoxia establecida por un grupo. […] >>

Entrevista en El País a Antonio Muñoz Molina.

 

Lee aquí el artículo completo.

jueves, octubre 31, 2013

TEATRO. La Gaviota: Dos mundos frente a frente.

De Antón Chejov.
Con: Manuel Tiedra, Raúl Chacón, Rebeca Vecino, Daniel Ghersi, Beatriz Grimaldos, Socorro Anadón y Jaroslaw Bielski.
Dirección: Jaroslaw Bielski.
Madrid. Sala Réplika.

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Trigorin, escritor maduro de éxito y la actriz Irina Arkadina, su amante, llegan a la casa rural de Sorin, hermano de Irina, para pasar unos días de descanso. Constantin Treplev, hijo de la actriz y escritor en ciernes, vive su particular romance con la soñadora e impulsiva Nina, hija de un rico propietario de la vecindad. Deslumbrada por la fama de Trigorin la joven se enamora de él y le sigue a la ciudad, ante la desesperación de Constantin, para abrirse camino como artista. Pero para Trigorin Nina no es sino una aventura pasajera y pronto volverá con su amante para dejar a la joven abandonada a su suerte. Fracaso tras fracaso, despechada y rota vuelve pasados dos años al entorno paradisíaco donde se forjaron sus sueños, sólo para comprobar amargamente cómo se ha cumplido la profecía implícita en el apunte para un futuro relato esbozado por Trigorin acerca de la gaviota del lago: “trata de una joven como tú -le había revelado Trigorin a Nina ante el cuerpo sin vida de la gaviota que acababa de abatir el irritado Kostia- que ha vivido a la orilla de un lago desde la niñez. Ama el lago igual que la gaviota y es feliz y libre como ella, pero un hombre acierta a pasar por allí, la ve y no teniendo nada mejor que hacer la destruye, lo mismo que a la gaviota”.

Así contada parece una típica historia romántica de seducción y celos con final trágico. Pero Chejov va siempre mucho más allá. La Gaviota no es sólo la crónica de la destrucción de Nina -y la de Treplev, arrastrado por las circunstancias a la frustración y a la desgracia tras verse abandonado por la joven que ama-; su peripecia se inscribe en un conflicto mayor: el enfrentamiento de dos mundos. Un mundo que agoniza, representado por Trigorin, Arcadina o Sorin, miembros de una clase acomodada, y otro que desea abrirse camino a fuerza de sinceridad, de entusiasmo y de empuje juveniles, un mundo nuevo representado por Kostia y por Nina.

Admiro y aplaudo el arrojo de Réplika Teatro para enfrentarse con esta obra de madurez de Chejov (que planteó dudas al mismísimo Stanislavski en el momento de sus estreno) y en la que late toda la capacidad de introspección psicológica del autor y toda su fuerza poética. Pero me resulta difícil valorar en qué medida este montaje da cumplida cuenta del rico y complejo universo sentimental descrito en La Gaviota. Parte de ese entramado de sentimientos y emociones se resiente, por fuerza, debido a los cambios y recortes exigidos por la supresión de varios personajes en la adaptación de Jaroslaw Bielski que, no obstante, respeta los episodios fundamentales del argumento y las líneas principales de conflicto. Queda un tanto mermada la espectacularidad de las escenas, digamos más multitudinarias y el ambiente bullicioso y refinado de las reuniones familiares que muestran esa vida disipada y estéril en que se mueven los personajes, que tanto encandila a Nina y que tanto irrita al impulsivo Kostia. Pese a ello, la escena de la representación de la obra de Kostia del primer acto está brillantemente resuelta. Luego la obra se enfría un tanto y avanza con altibajos hasta el inicio del cuarto acto con el retorno de los personajes a la villa y la aparición de Nina; creo que el reencuentro de la muchacha con Kostia y con todo su pasado mientras contempla el jardín y el escenario desiertos con el lago al fondo es lo mejor de la obra. Ambos personajes crecen y consiguen revelarnos, no sólo en sus palabras, sino sobre todo en la escucha, su turbulento estado anímico, los sentimientos encontrados de amor y odio, de rebeldía, de sufrimiento y de desesperación de Kostia (Raúl Chacón) y el abatimiento extremo, el desamparo, la melancolía y la profunda tristeza de Nina (Beatriz Grimaldos) que alterna momentos de lucidez, en los que la desolación y el remordimiento se apoderan de ella, con estados de enajenación y de locura. Convincente es el funcionario retirado Sorin (Manuel Tiedra) anciano achacoso comprensivo y socarrón. En Trigorin (Jaroslaw Bielski) predomina quizá más la displicencia que el verdadero escepticismo del escritor que está de vuelta de todo; el personaje aparece en exceso apagado y apático. Socorro Anadón encarna con solvencia a la diletante y engreída Arkadina aunque no sé si el inicio del segundo acto, concentrada en su tabla de gimnasia mientras compara su belleza (espejito, espejito, ...) con la ajada y lánguida Masha (Rebeca Vecino) hubiera satisfecho a Chejov, pero de seguro que la invitaría a controlar el temperamento de su personaje y a moderar un tanto sus ocasionales e intempestivos arrebatos de furia.
 
Gordon Craig.


viernes, octubre 25, 2013

TEATRO. La vida es sueño. "Dragones y mazmorras".

De Pedro Calderón de la Barca.
Con: Ernesto Mussano, Guillermo Tassara, Joaquín Tato, Lucía Arias, Clara Chardin y Pablo Maidana.
Diseño de títeres: Florencia Salas.
Objetos: Compañía de titiriteros de la Universidad Nacional de San Martín.
Puesta en escena y dirección: Carlos Almeida.
Alcalá de Henares. Corral de Comedias.


Cuando nos acercamos a las obras señeras de la literatura y del teatro en particular, a las cumbres inmarcesibles en las que brilla el genio de los grandes creadores, nos embarga su extraordinaria habilidad constructiva, la abrumadora fuerza de la idea, la hondura de sus personajes y la belleza y exuberancia del lenguaje; enfrentados a un panorama humano y a un universo estético tan rico y complejo, acaso naufragamos un tanto en la visión del todo y perdemos de vista multitud de facetas que estaban ahí, como las aristas ocultas de un diamante en bruto esperando la mano del tallista experto que sabe descubrirlas y exponerlas a nuestra contemplación. Cada nuevo montaje de la obra desvela aspectos desconocidos del contenido y de los personajes o arroja nueva luz sobre los mismos al cambiar el punto de vista o los intereses de los directores que se acercan a ella. Pero quizá sea en las interpretaciones más irreverentes o en las lecturas más iconoclastas -como en el caso que nos ocupa, con el argumento y la trama reducidos a los términos esenciales del conflicto y con los personajes materializados en títeres de extraña apariencia bestial-, donde ese proceso de desvelamiento nos depara las mayores sorpresas.

Confiesa Carlos Almeida que el desencadenante del proceso creativo que ha dado lugar a su montaje de La vida es sueño fue la contemplación de una foto de un preso de Guantánamo, de rodillas, esposado y con una mascarilla cubriéndole el rostro. Ello quizá no explique todas las decisiones en el orden de la dramaturgia y de la puesta en escena que están detrás de este espectáculo de tan intenso dramatismo y de tan rara y enigmática belleza plástica. Pero ¡qué sabemos nosotros de los mecanismos de asociación de ideas! Lo que importa es que esa contemplación súbita de la tortura y de la privación de libertad, hacen quizá más comprensible la figura del personaje dramático de Segismundo, más acuciante dar testimonio de la condición de extrema menesterosidad en que se halla, de la dureza y crueldad, lindante con lo monstruoso, con la que es tratado por su propio padre, temeroso de los hados y presa de la superstición, y justificar, en fin, la violencia y fiereza de sus reacciones. (En algún lugar el príncipe se define a sí mismo como “un compuesto de hombre y fiera”).

Música y ambientación son acordes con el aspecto de estos extraños seres de la estirpe de los dragones que pueblan la escena retrotrayendo la peripecia de Segismundo a un tiempo mítico, legendario, donde fuerzas oscuras parecen oponerse al ejercicio de la razón; pobladores de un universo misterioso que hunde sus raíces en la nebulosa del sueño en un tiempo que está fuera del tiempo y en el que sin embargo, las palabras resuenan con más fuerza que nunca entre los quejidos desgarradores que humanizan al monstruo en su lamento por su carencia de libertad. Y la sonoridad y hondura de los versos calderonianos magníficamente incorporados a la morfología y movimientos de los títeres no se menoscaban un ápice por parecer emitidos por estos extraños seres con cuernos y pico corvo de rapaz, cuello de hidra y enigmática mirada, antes bien ofrecen un espléndido contraste -una vez más la antítesis luz/oscuridad- a lo monstruoso y primitivo de estas bestias que parecen salidas del Averno.

Completamente absorto durante toda la representación el público aplaudió con entusiasmo a la caída del telón. Ganadora merecidamente del primer Certamen Internacional de Teatro Clásico de Almagro Off este mismo año, esta arriesgada y heterodoxa visión de la obra de Calderón constituye un espléndido y prometedor inicio de temporada para el Corral de Comedias.


Gordon Craig.

 La vida es sueño. Corral de Comedias de Alcalá de Henares.

martes, octubre 22, 2013

1000 razones para no dejar de leer. Los empresarios catalanes ante Mas o el silencio es oro, por Jesús Cacho.

<< […] Quebec era la región más próspera del Canadá hasta que el movimiento francófono por la independencia empezó a tomar fuerza. Los que conocieron Montreal en los cincuenta la recuerdan como el centro cultural, artístico y financiero de Canadá. Aquel marco es hoy leyenda. Los referendos secesionistas de 1980 y 1995 planteados por el Partido Québécois pusieron en fuga a muchos capitales y lograron trasladar a Toronto buena parte del florecimiento económico y cultural de Montreal, así como a muchas multinacionales y empresas. Quebec, que hoy goza de un grado de autonomía muy alta, ha retrocedido en términos de empleo y renta disponible, una pérdida de riqueza que se concreta en que una propiedad de similares características valga bastante menos en Montreal que en Toronto, y otro tanto ocurra con los salarios. […] >>

Los empresarios catalanes ante Mas o el silencio es oro, por Jesús Cacho en Vozpópuli.

 

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