martes, abril 26, 2016

TEATRO. Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín. "El enigma del amor y de la muerte".

De Federico García Lorca. Versión de Alberto Conejero
Con: Emilio Gavira, Olivia Delcán, Berta Ojea, Cristina Otero y Kees Harmsen.
Dirección: Darío Facal.
XXXIII Festival de Otoño a Primavera.
Madrid. Teatro de La Abadía.



Concluida en 1931, junto con Así que pasen cinco años, esta breve pieza de cámara experimentó en los años que siguieron a su publicación las veleidades de la censura; quizá no tanto por su sesgo declaradamente erótico -de hecho se publicaría con el subtítulo de “aleluya erótica en tres cuadros y un prólogo”- como por el desenfado y la desenvoltura con la que se trataba el tema tradicional del marido engañado en unas determinadas circunstancias políticas. Debió de constituir, en todo caso, un aldabonazo a la moral pequeño burguesa de su época que mantenía intactos un particular sentido del honor calderoniano y una percepción restrictiva del sexo y de la libertad de la mujer. Vinculada a su teatro y a su poesía más innovadora y vanguardista, también habría que responsabilizar a la incomprensión de ciertos sectores de la crítica de su tiempo -y del nuestro- el que la obra que comentamos no haya gozado de la difusión y del éxito que por su calidad intrínseca merece.

Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín es una indagación profunda sobre los enigmas de la sexualidad, del amor y de la muerte que tanto atormentaron a Lorca en vida. Haciendo gala de una portentosa capacidad de síntesis, tras un fulgurante prólogo en el que se fragua el acuerdo matrimonial, nos encontramos a marido y mujer en el lecho nupcial en una agitada noche de bodas en la que los cónyuges van a iniciarse en los ocultos secretos del matrimonio. Antes del amanecer don Perlimplín ya habrá descubierto, a la vez, el amor y su incapacidad para “descifrar” el cuerpo de la amada y su profundo dolor le inspira uno de los versos más tristes y más hermosos de la literatura española, que recita sentado a los pies de la cama mientras Belisa se despereza acurrucada entre las sábanas: Amor, amor / que estoy herido. /Herido de amor huido; / herido, / muerto de amor. .../... Presa de una insufrible frustración y para conquistar, al menos, el alma de Belisa urde un diabólico plan: fingirse otro, metamorfosearse en un joven apuesto que la corteja a través de apariciones ocasionales y de misivas cada vez más ardientes que enardecen hasta la locura el deseo de la joven. “Para qué quiero tu alma -le escribe-, el alma es patrimonio de los débiles. ¡No es tu alma lo que yo deseo!, ¡sino tu blanco y mórbido cuerpo estremecido!”. Y llegado el punto culminante no dudará en darse muerte para recibir un postrer y cálido abrazo de amor, en tanto que Belisa sigue fantaseando, incrédula, sobre el hermoso joven de la capa roja.

¿Farsa del marido engañado? ¿Tragedia del amor imposible? En Lorca estos dos elementos están unidos inextricablemente y el reto para el director de escena consiste en combinarlos adecuadamente para que la acción transcurra sin disonancias que amenacen la sólida coherencia interna de la obra. Tengo para mi que Darío Facal ha optado por potenciar más la veta farsesca de la pieza, lo grotesco, aunque, en mi opinión, se ha pasado de frenada. Yo no creo necesario recurrir a un don Perlimplín como contrafigura de un Tyrion Lannister de Juego de Tronos, ni como a un ridículo remedo del Capitán América; ni veo a Belisa como una Blancanieves de cuento de hadas envuelta en tules de tonos pastel, ni mucho menos como a una pubescente Lolita de equívocas inclinaciones. Es una joven de 18 años coqueta, un punto frívola, como corresponde a su edad y que disfruta exhibiendo su belleza, pero la emparentaría más bien con ciertas heroínas de Lope que persiguen con determinación al objeto de su deseo amoroso una vez que lo han descubierto valiéndose de sus encantos. Tampoco entiendo muy bien por qué se nos ha hurtado el final del cuadro primero, cuando los duendes irrumpen en escena corriendo un tupido velo que se interpone entre los espectadores y el tálamo nupcial; su cháchara intrascendente y divertida y sus vagas alusiones crean un marco de misterio apropiado para comprender las “habladurías” de la gente sobre la extraña peripecia de las escalas en los balcones de la alcoba, porque “no es justo poner ante las miradas del público el infortunio de un hombre bueno”. Tampoco añade nada, dramatúrgicamente hablando, a la estructura cerrada de la obra, la presencia del autor en escena formando parte de la representación. No hace sino distraer la atención. Creo que los personajes hablan perfectamente por sí mismos ¡y cómo!, y definen el contexto de la acción sin necesidad de interpolaciones y añadidos.

Con todo, creo que el montaje hace justicia a ese texto luminoso y a la vez oscuro que es El Perlimplín. El verbo encendido y vibrante y la exquisita imaginería y sensibilidad lorquianas fluyen con extraordinaria naturalidad en boca de los personajes, incluso en ese punto de afectación con que Belisa trata de ocultar a veces su actitud elusiva o caprichosa mientras su cuerpo gozoso despierta el deseo reprimido del protagonista. Olivia Delcán es una ingenua y dulce Belisa, de mirada cándida y actitud displicente. Sus sentidos parecen agudizarse ante la perspectiva de la cita con su joven pretendiente. Niño grande, bonachón, como ausente, viendo pasar la vida desde el balcón de su casa, el Perlimplín de Emilio Gavira no es insensible a la hiriente punzada de Eros ni al baldón del deshonor. Conmueven su firmeza y determinación en la consecución de su pírrica victoria sobre el Amor. Berta Ojea, en fin, encaja espléndidamente en el papel de Marcolfa, una criada complaciente y servicial. Instigadora en los prolegómenos de la boda de don Perlimplín, al que trata casi como un ama de cría, asiste inerme y conmovida a las consecuencias funestas de una pasión que ella ha contribuido a fomentar.

Gordon Craig.


miércoles, abril 13, 2016

1000 razones para no dejar de leer. El factor humano de Graham Greene.

"¿Por qué algunos de nosotros, se preguntó, somos incapaces del éxito, o del poder, o de la belleza? ¿Por qué nos sentimos indignos de ellos, por qué nos encontramos más a gusto con el fracaso?".

El factor humano de Graham Greene.

lunes, abril 11, 2016

TEATRO. Ana el once de marzo. "A los ausentes, con amor".

Con: María José Alfonso, Blanca Rivera, Marta Larralde, Laura Toledo y Ana Peinado.
Espacio sonoro: David González
Dirección: Paloma Pedrero y Pilar Rodríguez.
Madrid. Teatro Español, sala Margarita Xirgu.



Paloma Pedrero es sin duda una de las voces más personales de la dramaturgia española de las últimas décadas. Desde el estreno en 1985 de La llamada de Lauren..., no ha dejado de publicar y estrenar, dentro y fuera de nuestras fronteras. Situada en lo que podemos llamar realismo de nuevo cuño (algunos críticos han hablado de “realismo poético de corte urbano”, Liz Perales, El Cultural, 31-X-99), Paloma Pedrero ha creado un universo teatral intimista, casi podríamos decir existencial, si despojamos a esa palabra de sus connotaciones religiosas y filosóficas. Lo que más llama la atención de su ya considerable obra es la entraña humana de sus personajes, la mirada femenina -nunca feminista- comprensiva, indulgente y de acendrado lirismo desde la que explora sus conflictos más íntimos, siempre despojada de cualquier resto de victimismo o de sentimentalismo. Beligerante con los convencionalismos, su teatro es un duro alegato contra la hipocresía y contra el egoísmo que gobierna las relaciones humanas, contra la frivolidad y contra la insolidaridad. Sus personajes son con frecuencia seres desclasados, desarraigados, marginales (como el boxeador sonado o el torero retirado de Invierno de luna alegre o la entrañable troupe de Magia café), seres acosados por la soledad o por la derrota (como Juan, de Una estrella); otras veces son hombres o mujeres comunes sorprendidos en un momento particularmente crítico de sus existencias, momentos en que la búsqueda del núcleo de su identidad personal se hace más perentoria, lacerante incluso, porque, con frecuencia, esa búsqueda choca con la incomprensión del otro, (del amigo, o amiga, o de la pareja, o de los progenitores) o con su afán de dominio, o porque está en juego su libertad. Por eso adivinamos en ellos un indomable espíritu de rebeldía y de afirmación personal.

En el caso de la obra que nos ocupa, ese “momento crítico” al que aludíamos arriba es particularmente doloroso y traumático pues los personajes se van a enfrentar a la prueba suprema, a la irrupción repentina de la muerte en sus vidas a consecuencia de un bárbaro atentado terrorista. El hecho de que sean tres mujeres, la madre, la esposa y la amante de la víctima las protagonistas de la obra permite a la autora contemplar el suceso desde perspectivas complementarias que enriquecen el conflicto, lo intensifican incluso, en la situación de abandono que presentimos para la madre y ante la expectativa de que la esposa pueda confirmar, en tan terribles circunstancias, las sospechas sobre la infidelidad de su marido.

La obra se teje sobre la banda sonora de aquella fatídica mañana del 11 de marzo de 2004 en la que el sonido de las sirenas de las ambulancias y de la policía competía con el de las emisiones ininterrumpidas de la radio y de la televisión aventurando hipótesis sobre la autoría y la dimensiones de la masacre y con el insistente y desolador sonido de los móviles sin respuesta abriéndose paso en el silencio angustioso que siguió al ruido de las explosiones. Ana, la madre de Ángel, en su habitación de una residencia de ancianos “dialoga” -desvaría, más bien- ante la mecedora donde está colgada la chaqueta del hijo ausente. Ana, mujer de Ángel, espera, junto a Amina, una marroquí que ha acudido como ella a un hospital de referencia en busca de información; y en otro extremo del escenario Ana, la amante, acaba de terminar su sesión diaria de footing y va a cambiarse de ropa para ir a trabajar cuando se entera de lo sucedido por la televisión. Las tres, a su manera, pero sobre todo la esposa y la amante, en un crescendo controlado de la tensión dramática, van a vivir la angustia de la espera, el shock tras la confirmación definitiva de la pérdida del ser querido y la rabia y la impotencia ante los hechos consumados, con la conciencia lúcida de la inevitabilidad de lo sucedido y de que la vida tiene que seguir, pese a todo, adelante, como se refleja en esa imagen formidable del final, de las cinco mujeres arremangándose literalmente para levantarse y cargar de nuevo con el “mundo”.

Aparte de asistir a una fidedigna recreación -impregnada siempre de un aura poética, marca de la casa en todos los montajes de Paloma Pedrero- de esa atmósfera mezcla de miedo, rabia e incertidumbre que paralizó a la ciudadanía esa aciaga mañana de marzo, el espectáculo ofrece una inmejorable oportunidad para disfrutar con el trabajo de las actrices, espléndido, sin reservas. Tienen mayor ocasión de lucimiento Marta Larralde, la amante, que es el personaje más redondo y, por el que, quizá, tiene mayor predilección la autora y el de María José Alfonso, la madre, que es la que concita las mayores simpatías del público en sus momentáneos ataques de sinceridad en los que se explaya con agrio sarcasmo no exento de amargura sobre la condición de los hombres. Sumida en un presente nebuloso, con esporádicos instantes de lucidez en los que recuerda los mejores momentos de su vida pasada, arrullando en efigie a su tierno retoño con el traqueteo de fondo del tren, o abrazada con terror a su cuidadora tras el pálpito por el que ha presentido la muerte del hijo, es la viva imagen del sufrimiento y del desamparo. Pegada al teléfono, presa del desconcierto, primero, luego de la congoja, de la desesperación, de la incredulidad; rememorando, con voz temblorosa por la angustia, hasta los más mínimos detalles de su primer encuentro con Ángel, Ana, la amante, (Marta Larralde) nos conmueve hasta las lágrimas y nos recuerda a la heroína de La voz humana de Jean Cocteau, pegada también al teléfono implorando que no se corte la comunicación, en una despedida memorable.

Hay que ver Ana once de marzo; un antídoto contra el olvido, un emocionado homenaje a los ausentes pero también a quienes salvaron la vida pero de un modo u otro vieron truncado su proyecto de futuro en aquel injustificado y horrendo acto de barbarie.

Gordon Craig.


viernes, abril 01, 2016

TEATRO. Muñeca de porcelana. "Poder y corrupción".

Con: José Sacristán y Javier Godino.
Diseño de escenografía: Curt Allen Wilmer.
Dirección: Juan Carlos Rubio.
Madrid. Naves del Español. Sala Fernando Arrabal.



No siempre, por no decir casi nunca, hallamos en el patio de butacas una respuesta tan unánime del público ante los estímulos que recibe desde el escenario. No siempre percibimos tan a flor de piel la tensión emocional contenida presta a desbordarse y manifestarse en forma de murmullos de aprobación, aplausos o carcajadas a tenor de las peripecias del protagonista, que según los casos, puede encarnar los valores de un compañero de viaje copartícipe de nuestras alegrías o frustraciones, de un chivo expiatorio blanco de nuestro odio y de nuestra ira o de un héroe justiciero dispuesto a vengar nuestras ofensas y humillaciones. Eso es porque sólo en contadas ocasiones los programadores de los teatros traen a escena obras cuya exhibición tiene esa rara virtud conocida coloquialmente como el “don de la oportunidad”. La oportunidad de canalizar civilizadamente, vicariamente, por personas interpuestas, esto es, a través de los personajes de ficción, sentimientos y estados de ánimo que de otro modo quedaría sepultados en los recovecos de nuestra conciencia.

Con la que está cayendo, una obra como la de David Mamet que comentamos, que trata precisamente de los vínculos entre el poder político y el poder económico con sus secuelas de corrupción y de miseria moral no podía pasar desapercibida, y mucho menos contando con el protagonismo de uno de los actores más valorados del panorama teatral español actual: José Sacristan.

La pieza, estructurada casi toda ella en forma de conversaciones telefónicas del protagonista con diversos interlocutores, se desarrolla en un espacioso despacho situado en un piso alto de algún rascacielos de Manhattan, pero que muy bien pudiera ubicarse en alguna de las cuatro torres del madrileño paseo de la Castellana. El multimillonario Mickey Ross ultima los preparativos para una jubilación dorada con una jovencita a la que dobla en edad. No conocemos a ciencia cierta la naturaleza de sus negocio, lo que si parece claro es que ha conseguido su fortuna a la sombra del poder político. Su intento de escamotear a la Hacienda los cinco millones de dólares que cuesta inscribir a su nombre el último de sus caprichos, un jet privado que quiere regalar a su novia y su enfrentamiento con el joven gobernador del estado, van a producir una serie de acontecimientos en cascada que trastocan los planes del millonario. En breve, y con un símil que no sé si resultará muy apropiado, estamos ante una inversión del mito de Cronos, o sea el dios devorado por sus propios hijos, un Mickey Ross que termina atrapado en la propia red de sobornos y corruptelas que ha ido tejiendo a lo largo de los años y sobre las que ha cimentado su poder y su prosperidad económica.

Todo el protagonismo es obviamente para José Sacristán, secundado espléndidamente por Javier Godino (Carson), cuyos largos silencios, miradas, y en general el tono comedido de sus réplicas y su actitud de sumisión ante la intemperancia y las explosiones de cólera de su jefe son el contrapunto inexcusable para que la obra funcione como un mecanismo de relojería. Es el conflicto dramático en estado puro. Un mecanismo que Juan Carlos Rubio, director del espectáculo, controla con mano firme y experta hasta en sus mínimos detalles, en el diseño preciso del movimiento escénico o marcando los cambios de tono del personaje y el ritmo adecuado de la acción en cada fase o etapa de su desarrollo, en general un ritmo ágil que responde a la fulgurante sucesión de los acontecimientos.

Mamet mantiene los detalles concretos de la trama en un calculado nivel de inconcreción, pero por las reacciones de Ross, por sus gestos y expresiones de contrariedad, por sus insinuaciones, sobreentendidos y medias verdades, por sus exabruptos y amenazas, veladas o explícitas, entendemos perfectamente lo que está pasando y adivinamos la atmósfera de compadreo, de intriga, de compraventa de favores, de dosieres, de juego sucio, de corrupción, en suma, en la que chapotean los personajes. Ambiente en el que el Mickey Ross de José Sacristán se mueve como pez en el agua, desde la insoportable arrogancia y autosuficiencia del principio, cuando se dispone a poner el colofón a su carrera comprando lo que cree un seguro de felicidad, hasta el aspecto de animal herido y acorralado del final de la obra dispuesto a morir matando. Salvo una recurrente carcajada sardónica que parece un tanto impostada este veterano actor incorpora en su trabajo una inusual riqueza de matices que hacen de su Mickey Ross un personaje redondo; un hombre frío e implacable, en la cumbre del éxito, exultante y orgulloso de lo que ha conseguido, seguro de su poder, incapaz disculparse ante nadie; un cínico sin escrúpulos que se cree por encima del bien y del mal, que desprecia a sus inferiores y denigra de los buenos sentimientos. Dispuesto a contemporizar para salvar el pellejo mientras rumia su venganza contra quienes le han traicionado; un tipo que urgido por las circunstancias será capaz de sacar lo peor de si mismo, porque criatura de Mamet, en fin, responde a las exigencias de un mundo como el que habitamos, según el escritor, un lugar extraordinariamente depravado y salvaje donde las cosas no son en absoluto justas y equitativas.

Gordon Craig.