viernes, junio 26, 2015

TEATRO. Mujeres y criados. “Una brillante comedia de enredo.”

De Lope de Vega.
Adaptación de: Alejandro García Reidy, Rodrigo Arribas y Jesús Fuente.
Con: Pablo Vázquez, Javier Collado, Julio Hidalgo, Emilio Buale, Jorge Gurpegui, José Ramón Iglesias, Mario Vedoya, Jesús Teyssiere, Jesús Fuente, Alejandra Mayo, Lucía Quintana y Alicia Garau.
Escenografía: Karmen Abarca
Dirección: Rodrigo Arribas / Laurence Boswell
XV edición del Festival de las Artes Escénicas “Clásicos en Alcalá”. Teatro salón Cervantes.



Conviene de vez en cuando volver a los textos clásicos para no perder las referencias y poder enjuiciar con una cierta perspectiva el trabajo de los creadores noveles. El Festival de las Artes Escénicas “Clásicos en Alcalá”, que cumple 15 años de existencia, es una magnífica oportunidad para ello. Su variada oferta de títulos y poéticas sirve, además, para llenar los huecos en la demanda que la programación habitual no puede satisfacer y para completar el conocimiento que tenemos -siempre fragmentario e incompleto- de nuestro rico patrimonio cultural. Mujeres y criados, la obra que vimos anoche en el teatro salón Cervantes, colma por partida doble estas expectativas, por cuanto se trata de un recentísimo hallazgo de una pieza de la época de madurez de Lope que se consideraba perdida y que ha sido rescatada para la escena merced a la labor investigadora del profesor Alejadro García Reidy, que es, además, coautor de la adaptación.

Comedia “urbana”, en palabras de García Reidy, la historia se desarrolla, en efecto, en el Madrid del setecientos y retrata los profundos cambios sociales que estaba gestándose entre las clases acomodadas de la época. Como en otras muchas ocasiones en el teatro de Lope, el protagonismo de la obra se desplaza hacia el universo femenino y son aquí las mujeres, en unión de los criados -segmento todavía sometido de la sociedad, pero ya en claras vías de manumisión- quienes llevan la voz cantante y quienes acaban al final alzándose con el santo y la limosna. Huelga reproducir el argumento, baste decir que las hermanas Violante y Luciana, hijas del anciano y cándido Florencio, han dado su amor en secreto a Claridan y a Teodoro, camarero y secretario respectivamente del Conde Próspero, y cómo a base de ingenio, sentido común y perseverancia consiguen defenderse del “asedio” y de las acechanzas del poderoso e influyente conde (que pretende a Luciana) y del doncel apalabrado por Florencio para casar a Violante, el hacendado don Pedro, que resulta ser un petimetre de tres al cuarto pagado de si mismo que pone a prueba la sagacidad y la paciencia de la dama en algunas de las escenas más divertidas de la obra.

Salvadas las escenas un tanto atropelladas del principio, con las rondas nocturnas de los amantes por los predios de la casa de Violante y Luciana, y las tópicas pendencias de galanes y criados rivalizando por mostrar su hombría y su atrevimiento, la obra encarrila pronto hacia el desarrollo de los conflictos esenciales entre las parejas, y uno no sabría que ponderar más, si la extraordinaria arquitectura teatral del conjunto o el exquisito cuidado con el que están construidas las sucesivas escenas, algunas, auténticos dechados de perfección formal, como las del encuentro primero de Próspero con quien cree su “protegido”, don Pedro, y el gracioso malentendido entre ambos; como la de las “licciones” de Violante a don Pedro sobre como profundizar en el aborrecimiento hacia las damas; o como la del donoso escrutinio que hace Inés, la criada, para elegir entre sus dos pretendientes, el fiero  bravucón Martes y el melindroso y marisabidilla Lope.

La dirección de escena, firmada por Rodrigo Arribas y Laurence Boswell, ha sabido encontrar el tono justo para esta exquisita, preciosista e hilarante comedia de enredo lopesca y responde en el ritmo y en la caracterización de los personajes a esa pujanza y vitalidad juveniles que destila la pieza. La escenografía sencilla y versátil de bastidores móviles (de Karmen Abarca),  la sobria elegancia de un colorista vestuario tardodieciochesco y los ocasionales subrayados de música entre cortesana y bufa que acompañan algunas escenas potencian, asimismo, el tono frívolo y galante de la obra; tono sostenido por una forma especial de decir el verso muy pegada a la expresividad del lenguaje coloquial y por el juego de contrastes entre ese nivel coloquial y la solemnidad fatua de don Pedro, la entonación impostada, pretenciosa, de Próspero o la lacrimosa de Teodoro.

Todo ello viene servido por un espléndido trabajo del elenco. Además del citado don Pedro (Jesús Teyssiere), un engreído pisaverde, o de los criados, Martes (Jorge Gurpegui) y Lope (José Ramón Iglesias), que parece salido de una obra de los hermanos Álvarez Quintero, no está de más recordar la candidez de Florencio (Jesús Fuente), la campechanía de Emiliano (el veterano Mario Vedoya) o la simpleza y autosuficiencia del conde Próspero (Pablo Vázquez) un galán trasnochado y petulante. Las féminas constituyen un verdadero trío de ases que derrochan frescura y naturalidad. Alicia Garau hace una Inés servicial a cuyo gracejo une el desparpajo y la desenvoltura. Alejandra Mayo, es la joven y enamoradiza Luciana, maestra ya en el arte de la simulación; posee el suficiente ingenio para engañar a Próspero y la suficiente perseverancia y determinación para mantenerse fiel a los dictados de su corazón. Una espléndida Lucía Quintana, en fin, da vida a la alegre y resuelta Violante; su carácter vivo y afable rivaliza en gentileza y cortesía con el de su hermana Luciana pero tiene unas dosis letales de guasa y de retranca.

Gordon Craig.

miércoles, junio 24, 2015

1000 razones para no dejar de leer. Paul Auster, La ciudad de cristal.

"[...] El teléfono no era su objeto favorito y más de una vez había considerado la posibilidad de librarse de él. Lo que más le disgustaba era su tiranía. No sólo tenía el poder de interrumpirle contra su voluntad, sino que inevitablemente él tenía que ponerse a sus órdenes. Esta vez decidió resistir. [...]".

La ciudad de cristal de Paul Auster.

miércoles, junio 17, 2015

TEATRO. Arrojad mis cenizas sobre Mickey. "El público como antagonista".

De Rodrigo García.
Con: Núria Lloansi, Juan Loriente y Gonzalo Cunill.
Iluminación: Carlos Marquerie.
Dirección: Rodrigo García.
Ciclo: El Lugar sin Límites. Madrid. Teatro Valle-Inclán.





La apoteosis consumista, la estandarización y homogenización de la vida a la que se ve sometido el individuo en las modernas sociedades desarrolladas y su asunción acrítica y casi reverencial de los más diversos tópicos sobre la felicidad y el bienestar material, que se traduce en una peligrosa banalización de la existencia y en un alarmante grado de infantilización, de insensibilización y de atrofia mental son algunos de los asuntos que de manera recurrente afloran en los montajes de Rodrigo García. Inscrita en ese mismo universo temático, la obra que comentamos (de 2007 y que ahora recupera el CDN en su ciclo “El lugar sin límites”), explora de forma despiadada los devastadores efectos de la mercantilización y de la deshumanización de las relaciones personales en que vivimos instalados y que están conduciendo al hombre literalmente a su destrucción, a la muerte de lo más genuinamente humano que hay en él. De ahí quizá, ese mandato imperativo del título “Arrojad mis cenizas sobre Mickey” que pareciera extraído de un documento de últimas voluntades dirigido a los espectadores y que encierra, más allá de su aparente solemnidad una última e irónica broma macabra jugando con el nombre de “Mickey”, un icono y un símbolo conspicuo precisamente de ese universo consumista que está siempre en el punto de mira de Rodrigo García.
Desprovista de argumento propiamente dicho, de una anécdota o de un episodio (ficticio o real) protagonizado por personajes concretos, desprovista de intencionalidad mimética, la obra trasciende el concepto al uso de “representación” para inscribirse en la órbita de la performance. De ahí la fortísima imbricación -casi podríamos decir la inseparabilidad- de ese contenido crítico al que aludíamos arriba, con su materialización escénica a través de los distintos elementos expresivos, imagen, sonido y cuerpo del actor en pie de igualdad con la palabra. De hecho la palabra misma, en muchas ocasiones se reteatraliza, sometida a enunciaciones monocordes, distorsionando el timbre natural de los actores mediante procedimientos electrónicos o de robotización de la voz (como en las salmodias sobre el deterioro del paisaje del lago o sobre las franquicias) o simplemente se proyecta en grandes caracteres sobre una pantalla de fondo, como símbolo quizá de esa perversión de los hábitos lingüísticos, de esa violencia del sentido originario ejercida desde las diversas instancias de manipulación, desde la publicidad a la escuela pasando por el lenguaje político. El cuerpo, asimismo, sometido a un proceso de desemantización, deja de servir como encarnación de un personaje para que pueda ser entendido como objeto, como tema y fuente de constitución de símbolos, como material para la constitución de signos. La desmesura en el tratamiento de los materiales, la miel que embadurna los cuerpos de los performers o el lodo en el que chapotean no es quizá sino la condición necesaria para experimentar físicamente la realidad que a menudo se nos escapa por los intersticios de las comunicaciones inalámbricas, de las imágenes televisivas, de la “nube”  o del universo virtual. Y luego está el desnudo, frecuente también en la estética del escritor argentino. Un uso del desnudo que nos enfrenta  una y otra vez a tabúes ancestrales y que no hace sino poner en evidencia la exhibición y trivialización del cuerpo que se hace en los programas de variedades, en los desfiles de moda o en las revistas pornográficas. Por cierto, ese coito fallido entre Juan Loriente (“Rousseau”), que no consigue la erección y Núria Lloansi (“Montaigne”) buscando entre posturas inverosímiles el imposible acoplamiento constituye una de las escenas más celebradas del espectáculo.
Impúdico y trasgresor, Rodrigo García parece mantener vivo el interés de una clientela de admiradores que aplaudió calurosamente al final de la representación, premiando quizá su inquietante mirada interrogadora sobre los límites y las trampas de la convivencia y su fidelidad a una estética de la provocación que toma al público como antagonista, a una estética que cede la preeminencia a lo visual y a las acciones físicas, a una obstinada y perturbadora plasticidad, violentada en los ritmos, en el tempo y transfigurada por los efectos de luz y sonido para conseguir una implacable efectividad comunicativa.
Gordon Craig.

viernes, junio 12, 2015

LIBROS. "Las vidas de Dubin" de Bernard Malamud.

Hace poco se editó un volumen de cartas de Saul Bellow. Muchos de los personajes que allí  aparecen no son muy conocidos para el público español, pero hay algunas cartas que Bellow compartió con algunos otros escritores amigos, entre ellos Bernard Malamud, que vale la pena disfrutar. El premio Nobel de 1976 me acercó a Malamud a través de las misivas que ambos intercambiaron. Bellow despertó algo en mi que es difícil de expresar, digamos que vivo de otra manera desde que he leído al narrador de Chicago. ¿Y si eso me había regalo Below porque no me lo iba a ofrecer Malamud?

Comencé mi paseo literario junto a Malamud de la mano de “El dependiente”, una historia triste, dura, pero conmovedora y entrañable. Más tarde encontré por casualidad en la biblioteca familiar un libro que mi padre compró hace tiempo: “Las vidas de Dubin”.

Dubin es un escritor de biografías que se ha enfrentado a grandes personajes: Lincoln, Thoreau, Twain, etc. Pero en esta ocasión está escribiendo sobre D.H. Lawrence. Dubin, casado con una viuda y con dos hijos, ve como su vida da un vuelco cuando se cruza con él, Fanny, una joven alocada e inmadura, que se enamora del escritor.

El neoyorkino nos adentra en el mundo del escritor a través de esta novela. A través de Dubin conocemos cómo los estados de ánimo influyen en la escritura, cómo llegan sin avisar los “bloqueos” de los que uno no es capaz de escapar, y con qué intensidad se viven las grandes tardes, mañanas y noches de insomnio, en las que a uno le visitan las musas y no se puede parar de escribir. Pero, Las Vidas de Dubin es mucho más que todo esto, es el amor, el amor tardío, son los celos, es la consciencia de que la muerte se acerca, es la educación de los hijos, es la infidelidad y sus consecuencias.

Para Malamud la escritura no tiene límites, su estilo se basa en la libertad absoluta; comienza a narrar, y salta de atrás adelante, y de delante hacia atrás, los personajes van enriqueciéndose página a página, y van cargándose de dudas, enfrentándose a continuos momentos de incertidumbre. Tú, lector, sufres con sus personajes, ves que van a tomar la decisión equivocada, pero no puedes hacer nada para que cambien de opinión. Pero también Malamud nos regala algunos brillantes momentos dónde su ácido humor nos permite esbozar una pequeña sonrisa.

Una gran novela, sin lugar a dudas. El gran Bellow,  sostiene en un carta que dirige a Malamud, tras disfrutar de Las Vidas de Dubin, que: “veo mejor desde que leí a Dubin; estoy demasiado agradecido por el placer que me has dado; un libro de primera clase desarrolla en mi órganos que llevo en estado de latencia o ceguera"