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El germen de este pequeño apunte se lo debo a una de mis nuevas compañeras de trabajo y como pequeño reconocimiento a su persona lo hago constar. La otra tarde surgió la idea de esta divertida proposición en una agradable charla después de comer.
Lo que os propongo no es algo del otro mundo, ni tan siquiera es un interesantísimo “meme”, de esos que tanto odio y que llenan mil y una páginas de hipertexto por media Internet en la actualidad. Se trata de algo más sencillo todavía. Me gustaría conocer a vuestro escritor mediocre, juntapalabras o como diablos queráis definirlo, al que despierta en vosotros el mayor de los desprecios. O simplemente, también vale que se trate de ese tipo antipático al que nunca habéis leído y del que nunca vais a abrir una sola obra suya.
En su imprescindible libro de ensayos “El telón”, Milan Kundera, cuenta una anécdota que me viene al pelo para argumentar más en serio este “post” mal educado y sin más pretensiones que la de intentar evitar la pérdida de tiempo de los visitantes de este “blog” en sus placenteros momentos de lectura. Kundera recomienda un amigo la lectura del escritor polaco Gombrowicz y literalmente la situación continúa así:
Amigo: “Te he hecho caso, pero sinceramente, no entiendo tu entusiasmo.
Kundera: ¿Qué has leído de él?
A.: Los hechizados.
K.: ¡Vaya! ¿Y por qué Los hechizados?
K.: Los hechizados no salió como libro hasta después de la muerte de Gombrowicz. Se trata de una novela popular que en su juventud había publicado, con seudónimo, por entregas en un periódico polaco de antes de la guerra. Hacia el final de su vida publicó, con el título de Testamento, una larga conversación con Dominique de Roux. Gombrowicz comenta en ella que su obra. Toda. Libro tras otro. Ni una sola palabra sobre Los hechizados.
K.: ¡Tienes que leer Ferdydurke! ¡O Pornografía!
K.: - me mira con melancolía-
A.: Amigo mío, la vida se acorta ante mi. He agotado la dosis de tiempo que tenía guardada para tu autor”.
Nuestra vida es limitada, nuestro tiempo para la lectura es escaso hoy en día. ¿Para qué perder el poco tiempo que le podemos dedicar a leer un libro en nuestra ajetreada cotidianidad, a una obra que no vale la pena, que no nos aporta nada, que sin más es una de los cientos de novedades que cada semana llenan los anaqueles de nuestras librerías y bibliotecas y que dentro de unos meses volverá a ser pasta de papel?
Si mi me memoria no me falla, el candidato de mi compañera era Ray Loriga. Lo que no recuerdo bien es cuales eran sus razones. Querida, si lees esto, y te atreves, deja constancia de tus desavenencias con Ray.
El mío, sin lugar a dudas, es Juan José Millás. O al menos, para ser menos categórico, se trata de uno de los que ocupa los primeros puestos de mi lista negra. Millás es un plasta integral, tan artificioso y engolado que aburre hasta a los pobres inocentes que no lo conocen todavía, pero que han recibido como regalo de cumpleaños su última novela y aún no han pasado de la página cinco.
Ánimo. Espero vuestros dardos envenenados.
martes, mayo 27, 2008
viernes, mayo 23, 2008
TEATRO. La paz perpetua. "Fábula aleccionadora".
De Juan Mayorga.
Con: José Luis Alcobendas, Julio Cortázar, Israel Elejalde, Susi Sánchez y Fernando Sansegundo.
Escenografía y dirección: José Luis Gómez.
Madrid. Teatro María Guerrero.
Ahora que tenemos felizmente en casa a los tripulantes del pesquero “Playa de Bakio” tras pagarse, al parecer, un rescate millonario por su liberación, o que salen a la luz nuevas revelaciones sobre la autorización del Pentágono a realizar “interrogatorios duros” a prisioneros de guerra, cobra todo su sentido la obra de Juan Mayorga recién estrenada en el María Guerrero que trata precisamente sobre los límites de lo moralmente permitido para neutralizar el chantaje y la amenaza terrorista. Más allá de estos casos concretos, la historia reciente de España, con quien, desgraciadamente se ha cebado el terrorismo, ofrece un interminable y macabro inventario de atrocidades y es bueno que alguien plantee algunas preguntas esenciales sobre la legitimación de la violencia para combatir la violencia y lo haga serenamente, en profundidad, fuera de la órbita de lo político donde estos debates desgraciadamente se presentan sesgados por intereses partidistas y de poder, y lejos también de los medios de comunicación, no menos ideologizados que el poder o los partidos. Así se hace efectivo, además, el deseo de García Lorca de que el teatro debe recoger el latido social de su tiempo, constituyéndose en una “tribuna libre donde los hombres puedan poner en evidencia morales viejas o equívocas y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y del sentimiento del hombre”.
La obra de Mayorga constituye un espléndido “ejemplo vivo”, una aleccionadora parábola moral sobre la legitimidad o ilegitimidad de la tortura, que junto con asuntos como el de la guerra preventiva, o el de la reinstauración de la cadena perpetua, por poner sólo un par de ejemplos, demandan un debate inaplazable. Escrita quizá como homenaje al opúsculo homónimo de Inmanuel Kant, en el que éste preconizaba la armonía universal, entre otros aspectos no menores de la naturaleza y el comportamiento humanos, la pieza explora en última instancia las posibilidades de la razón, atributo fundamental del hombre civilizado, para uncir a un mismo yugo la ética y la política, viniéndose a concluir, a partir de la vibrante disputa final que mantienen Enmanuel y el Humano, que todavía estamos lejos de esa concordia universal.
Pero más allá del debate filosófico, la obra encierra en su construcción, en su desarrollo y en la definición de los personajes un genuina y fecunda teatralidad. Los protagonistas de la fábula, como en las grandes obras del género desde el tiempo de los griegos, son animales, tres perros, para ser más exactos, sometidos a un proceso de selección para ingresar en un cuerpo de élite antiterrorista. Confinados en los sótanos de alguna recóndita dependencia de las fuerzas de seguridad del Estado, la acción recrea el curso de las sucesivas pruebas a las que son sometidos por un cuarto perro, miembro de dicho cuerpo, ayudado por un instructor humano, cobrando especial relieve la última de ellas, la prueba definitiva, un supuesto caso práctico donde tendrán que decidir como intervenir ante una amenaza inminente de ataque. Para entonces ya habrán tenido tiempo de conocerse entre sí y de que afloren las profundas diferencias de carácter, de formación y experiencia de la vida que los separan y que los convierten en verdaderos arquetipos “psicológicos”.
Como se ve, material dramático más que suficiente para poner a prueba el talento de escenógrafo, director, actores, y de toda la maquinaria y los recursos del María Guerrero, que no son pocos. A mi juicio, todos ellos salen airosos del envite, dando a luz un espectáculo duro pero deslumbrante, del que no sabríamos que ponderar más, si la depurada técnica actoral y la energía de que hacen gala los intérpretes, en particular los tres protagonistas, o la labor combinada del director -y responsable del espacio escénico-, de figurinistas e iluminadores, que consigue recrear la atmósfera opresiva y amenazadora de ese infernal bunker donde la acción se desarrolla, híbrido de laboratorio de lavado de cerebros, de celda de castigo donde se alientan los instintos y se matan los sentimientos, o de colector de cloaca por donde se depuran los nauseabundos desechos del trabajo sucio, que de una forma u otra alguien tiene la necesidad de hacer, para que arriba, en la superficie, el resto del cuerpo social duerma tranquilo y se envanezca de sus progresos narcotizado por las grandes palabras.
Convendría, en fin, recalcar el acierto del autor al elegir animales como personajes, que, aun en su envoltura humana, a decir de Lessing, facilitan al espectador un reconocimiento intuitivo de su valor arquetípico. Ello sería imposible sin el talento de José Luis Gómez que lleva a cabo uno de los trabajos más arriesgados y complejos de su carrera, secundado por un elenco espectacular, del que cabría destacar, sin demérito del resto, el duelo interpretativo de los protagonistas, Enmanuel (Israel Elejalde), Odín (José Luis Alcobéndas) y John-John (Julio Cortázar); por debajo de sus peculiaridades e idiosincrasia (más reflexivo Enmanuel; cínico y sin escrúpulos Odín; sandio, impulsivo, un auténtico killer John-John), en todos ellos se hace perceptible el olfato del sabueso, el impulso depredador de las alimañas y la inquietante y amenazadora presencia del instinto, cuyo triunfo sobre la razón nos devolvería a la barbarie.
Gordon Craig.
CDN. La paz perpetua.
domingo, mayo 18, 2008
CINE. Baran de Majad Majidi.
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Escuchar el nombre de Majad Majidi, cineasta iraní, o de Baran, título de una de sus películas más aclamadas, puede sonar extraño hasta para una mente inquieta, y sin lugar a dudas se puede tachar de pretenciosas y pedantes las palabras de nuestro interlocutor.
Pues en la situación anterior me encuentro jugando el papel del protagonista cultureta. A pesar de ello, no podía pasar la oportunidad para dedicarle unas palabras a esta maravillosa película.
Normalmente suelo huir del cine oriental, tan alejado muchas veces de nuestra realidad “occidental”, y por el tempo de narración de sus metrajes, demasiado lento. Sin embargo, en esta ocasión, al encontrarme de forma casi accidental con Baran, que significa lluvia, me he llevado una grata sorpresa.
Majidi nos ofrece una preciosa historia de amor sacada de la cotidianidad que rodea la construcción de unos bloques de viviendas en las afueras de Teherán. En la obra conviven, bajo las órdenes de Memar, trabajadores locales e “ilegales” afganos que huyen de la cruenta guerra que asola su país de origen. Lateef, el protagonista de la película, es un joven adolescente que trabaja en la obra, sirve el té y la comida a los obreros. Su vida cambia cuando Najaf, un trabajador afgano, tiene un accidente laboral. Soltman, un amigo de la familia de Najaf, trae al hijo pequeño de este, Rhamat, para que sustituya a su padre en la obra porque la familia no puede sobrevivir sin su jornal. Rhamat no puede trabajar como uno más porque no tiene suficiente fuerza y entonces Memar lo pone a hacer el té en lugar de Lateef . El pícaro Lateef se enfada muchísimo por su nueva situación y paga su frustración con el pequeño Rhamat.
Una mañana Lateef escucha a alguien cantar en la obra y la dulce voz proviene del local dónde Rhamat prepara el té para los obreros. Lateef se asoma por la cortina que sirve de puerta de la cocina y ve a Rhamat peinando su largo cabello y cantando. Rhamat se convierte en Baran, y Lateef se enamora locamente de la joven afgana.
La mirada de Majidi, fiel reflejo de los ojos de Baran, nos cautiva, nos enternece en muchas ocasiones, pero sobre todo nos emociona. Sentimos al otro lado de la pantalla, cuando las miradas de Baran y Lateef se entrecruzan, como algún resorte interno dentro de nuestro cerebro se activa, y refresca nuestros recuerdos, vuelven a nosotros las caras, las sonrisas, los encuentros furtivos de nuestros primeros amores, de esos momentos mágicos que rodeados de inocencia y miedos marcaron nuestras vidas.
Escuchar el nombre de Majad Majidi, cineasta iraní, o de Baran, título de una de sus películas más aclamadas, puede sonar extraño hasta para una mente inquieta, y sin lugar a dudas se puede tachar de pretenciosas y pedantes las palabras de nuestro interlocutor.
Pues en la situación anterior me encuentro jugando el papel del protagonista cultureta. A pesar de ello, no podía pasar la oportunidad para dedicarle unas palabras a esta maravillosa película.
Normalmente suelo huir del cine oriental, tan alejado muchas veces de nuestra realidad “occidental”, y por el tempo de narración de sus metrajes, demasiado lento. Sin embargo, en esta ocasión, al encontrarme de forma casi accidental con Baran, que significa lluvia, me he llevado una grata sorpresa.
Majidi nos ofrece una preciosa historia de amor sacada de la cotidianidad que rodea la construcción de unos bloques de viviendas en las afueras de Teherán. En la obra conviven, bajo las órdenes de Memar, trabajadores locales e “ilegales” afganos que huyen de la cruenta guerra que asola su país de origen. Lateef, el protagonista de la película, es un joven adolescente que trabaja en la obra, sirve el té y la comida a los obreros. Su vida cambia cuando Najaf, un trabajador afgano, tiene un accidente laboral. Soltman, un amigo de la familia de Najaf, trae al hijo pequeño de este, Rhamat, para que sustituya a su padre en la obra porque la familia no puede sobrevivir sin su jornal. Rhamat no puede trabajar como uno más porque no tiene suficiente fuerza y entonces Memar lo pone a hacer el té en lugar de Lateef . El pícaro Lateef se enfada muchísimo por su nueva situación y paga su frustración con el pequeño Rhamat.
Una mañana Lateef escucha a alguien cantar en la obra y la dulce voz proviene del local dónde Rhamat prepara el té para los obreros. Lateef se asoma por la cortina que sirve de puerta de la cocina y ve a Rhamat peinando su largo cabello y cantando. Rhamat se convierte en Baran, y Lateef se enamora locamente de la joven afgana.
La mirada de Majidi, fiel reflejo de los ojos de Baran, nos cautiva, nos enternece en muchas ocasiones, pero sobre todo nos emociona. Sentimos al otro lado de la pantalla, cuando las miradas de Baran y Lateef se entrecruzan, como algún resorte interno dentro de nuestro cerebro se activa, y refresca nuestros recuerdos, vuelven a nosotros las caras, las sonrisas, los encuentros furtivos de nuestros primeros amores, de esos momentos mágicos que rodeados de inocencia y miedos marcaron nuestras vidas.
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sábado, mayo 17, 2008
EL RINCÓN DE GORDON CRAIG. TEATRO. Soy la solución. "En busca de la inocencia perdida".
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Texto y dirección de Albert Vidal. Madrid. Teatro de la Abadía. 24 abril de 2008.
Albert Vidal es una rara avis dentro del panorama teatral español contemporáneo. Asistir a sus espectáculos constituye una experiencia estimulante y reveladora que va más allá de las expectativas generadas por los montajes habituales. Fruto de una investigación de los recursos fundamentales del actor, la voz y el cuerpo, que participa tanto de la técnica de Lecoq como de un conocimiento exhaustivo de las tradiciones interpretativas orientalistas, su trabajo nos proporciona la extraña sensación de encontrarnos ante un auténtico mago del gesto, de la entonación, de la palabra integrada con el cuerpo del actor, ante alguien que supiera extraer de cualquier aspecto de la realidad cotidiana, amplificándolo, deformándolo, parodiándolo, -a veces todas las cosas a la vez-, su dimensión más insólita, grotesca, trágica o iluminadora.
Chamán, vate, bufón, místico, juglar; algo de todo esto hay en este Albert Vidal que se nos presenta -en sus propias palabras-, como encarnación del “gran príncipe”, del gran timonel, guía espiritual de la humanidad dispuesto a conducirnos al reencuentro con los estadios primitivos de la naturaleza humana, con el estado de inocencia primigenio en el que encontraríamos la única felicidad posible desprovistos de todas la máscaras que en nombre de la civilización hemos ido superponiendo sobre nuestro ser primordial hasta hacerlo irreconocible.
Alejado de la “performance”, a la que fue otrora muy aficionado, e instalado en la vertiente de una “poética telúrica”, este barcelonés internacional se sitúa en este espectáculo a medio camino entre la psicomagia de Jodorowsky y el monólogo juglaresco y provocador de Darío Fo, alternando el ritual con la parodia y la sátira contra el prejuicio, allá donde se encuentre, aunque, eso sí, manteniéndose siempre en un tono de escrupuloso respeto por los espectadores, a los que halaga -a veces con un sermoneo en exceso paternalista-, e incita a huir de la complacencia con lo políticamente correcto y a liberarse, a liberarnos, de las ataduras que nos ligan a lo efímero y a lo superficial.
Gordon Craig
26-IV-08.
Albert Vidal. Soitu.
Texto y dirección de Albert Vidal. Madrid. Teatro de la Abadía. 24 abril de 2008.
Albert Vidal es una rara avis dentro del panorama teatral español contemporáneo. Asistir a sus espectáculos constituye una experiencia estimulante y reveladora que va más allá de las expectativas generadas por los montajes habituales. Fruto de una investigación de los recursos fundamentales del actor, la voz y el cuerpo, que participa tanto de la técnica de Lecoq como de un conocimiento exhaustivo de las tradiciones interpretativas orientalistas, su trabajo nos proporciona la extraña sensación de encontrarnos ante un auténtico mago del gesto, de la entonación, de la palabra integrada con el cuerpo del actor, ante alguien que supiera extraer de cualquier aspecto de la realidad cotidiana, amplificándolo, deformándolo, parodiándolo, -a veces todas las cosas a la vez-, su dimensión más insólita, grotesca, trágica o iluminadora.
Chamán, vate, bufón, místico, juglar; algo de todo esto hay en este Albert Vidal que se nos presenta -en sus propias palabras-, como encarnación del “gran príncipe”, del gran timonel, guía espiritual de la humanidad dispuesto a conducirnos al reencuentro con los estadios primitivos de la naturaleza humana, con el estado de inocencia primigenio en el que encontraríamos la única felicidad posible desprovistos de todas la máscaras que en nombre de la civilización hemos ido superponiendo sobre nuestro ser primordial hasta hacerlo irreconocible.
Alejado de la “performance”, a la que fue otrora muy aficionado, e instalado en la vertiente de una “poética telúrica”, este barcelonés internacional se sitúa en este espectáculo a medio camino entre la psicomagia de Jodorowsky y el monólogo juglaresco y provocador de Darío Fo, alternando el ritual con la parodia y la sátira contra el prejuicio, allá donde se encuentre, aunque, eso sí, manteniéndose siempre en un tono de escrupuloso respeto por los espectadores, a los que halaga -a veces con un sermoneo en exceso paternalista-, e incita a huir de la complacencia con lo políticamente correcto y a liberarse, a liberarnos, de las ataduras que nos ligan a lo efímero y a lo superficial.
Gordon Craig
26-IV-08.
Albert Vidal. Soitu.
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jueves, mayo 08, 2008
TEATRO. EL RINCÓN DE GORDON CRAIG. Carnaval. "Espectacularización del dolor".
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De: Jordi Galcerán.
Con: Nuria González, Víctor Clavijo, Noelia Noto, Violeta Pérez y César Sánchez.
Escenografía: Max Glaenzel y Estel Cristià.
Dirección: Tamzin Townsend.
Madrid. Teatro Bellas Artes. 22 abril de 2008.
Actos de terrorismo, secuestros, violaciones, desaparición de menores, pornografía infantil, pederastia, ... ; cada día nos desayunamos con una nueva atrocidad, con algún nuevo acto de violencia gratuita e indiscriminada perpetrado sobre los seres más indefensos por dementes o desalmados en una creciente espiral de violencia que apenas si nos conmueve o escandaliza, anestesiados como estamos por el bombardeo permanente a que nos someten los medios de comunicación cada vez que ocurre uno de estos sucesos deleznables y por su tratamiento informativo, abusivo, cuando no interesado y al servicio de fines bastardos, hasta el punto de convertir el dolor ajeno y la crueldad en un verdadero espectáculo de consumo.
Jordi Galcerán tenía probablemente in mente ambas cosas cuando escribió Carnaval: la crueldad gratuita y su espectacularización. Y quería quizá, además fustigar nuestra pasividad y nuestra indiferencia cuando no somos nosotros los afectados, y mostrarnos lo indefensa que está esta sociedad ante el chantaje. Para ello urde una ingeniosa trama, la de un caso de secuestro, a cuya resolución vamos a asistir como espectadores privilegiados desde el interior de la comisaría en la que se procede a la investigación para descubrir al secuestrador.
El texto está muy bien construido y apunta maneras de thriller policial que no acaba de verse plasmado en el escenario. Es una comisaría de diseño (no aciertan aquí, a mi juicio, Max Glaenzel y Estel Cristià) más parecida a la soleada oficina de una delegación de la Agencia Tributaria, que a la imagen sórdida y amenazadora que tenemos de una comisaría de barrio, donde se amontonan los expedientes, huele a humo, a sudor y mala leche; respecto al desenlace final, con su giro inesperado, el texto potencia una lectura en clave psicológica y de dilema moral que la puesta en escena está lejos de reflejar en toda su complejidad. La responsabilidad de tal fracaso puede atribuirse a partes iguales a la dirección y al trabajo de los actores, de la protagonista, en particular, Nuria González, que no acierta a dar el tipo de la implacable y obstinada Inspectora Garralda, ni con el de vulnerable madre de familia derrotada, aunque todo hay que decirlo, tiene su momento de gloria en la mezcla de pena, rabia y desolación que transmite tras el falso desenlace. El resto salva los muebles.
Gordon Craig.
23-IV-08
Marcos Ordoñez en Babelia. Otra opinión.
De: Jordi Galcerán.
Con: Nuria González, Víctor Clavijo, Noelia Noto, Violeta Pérez y César Sánchez.
Escenografía: Max Glaenzel y Estel Cristià.
Dirección: Tamzin Townsend.
Madrid. Teatro Bellas Artes. 22 abril de 2008.
Actos de terrorismo, secuestros, violaciones, desaparición de menores, pornografía infantil, pederastia, ... ; cada día nos desayunamos con una nueva atrocidad, con algún nuevo acto de violencia gratuita e indiscriminada perpetrado sobre los seres más indefensos por dementes o desalmados en una creciente espiral de violencia que apenas si nos conmueve o escandaliza, anestesiados como estamos por el bombardeo permanente a que nos someten los medios de comunicación cada vez que ocurre uno de estos sucesos deleznables y por su tratamiento informativo, abusivo, cuando no interesado y al servicio de fines bastardos, hasta el punto de convertir el dolor ajeno y la crueldad en un verdadero espectáculo de consumo.
Jordi Galcerán tenía probablemente in mente ambas cosas cuando escribió Carnaval: la crueldad gratuita y su espectacularización. Y quería quizá, además fustigar nuestra pasividad y nuestra indiferencia cuando no somos nosotros los afectados, y mostrarnos lo indefensa que está esta sociedad ante el chantaje. Para ello urde una ingeniosa trama, la de un caso de secuestro, a cuya resolución vamos a asistir como espectadores privilegiados desde el interior de la comisaría en la que se procede a la investigación para descubrir al secuestrador.
El texto está muy bien construido y apunta maneras de thriller policial que no acaba de verse plasmado en el escenario. Es una comisaría de diseño (no aciertan aquí, a mi juicio, Max Glaenzel y Estel Cristià) más parecida a la soleada oficina de una delegación de la Agencia Tributaria, que a la imagen sórdida y amenazadora que tenemos de una comisaría de barrio, donde se amontonan los expedientes, huele a humo, a sudor y mala leche; respecto al desenlace final, con su giro inesperado, el texto potencia una lectura en clave psicológica y de dilema moral que la puesta en escena está lejos de reflejar en toda su complejidad. La responsabilidad de tal fracaso puede atribuirse a partes iguales a la dirección y al trabajo de los actores, de la protagonista, en particular, Nuria González, que no acierta a dar el tipo de la implacable y obstinada Inspectora Garralda, ni con el de vulnerable madre de familia derrotada, aunque todo hay que decirlo, tiene su momento de gloria en la mezcla de pena, rabia y desolación que transmite tras el falso desenlace. El resto salva los muebles.
Gordon Craig.
23-IV-08
Marcos Ordoñez en Babelia. Otra opinión.
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