sábado, mayo 19, 2018

TEATRO. Sobre padres e hijos, basada en la novela de Iván Turguéniev. "La religión del Progreso".

Adaptación de Juan Pastor de la novela homónima de Iván Turguéniev.
Con: Margarita Lascoiti, José Maya, María Pastor, Jorge Tejedor y Antonio Lafuente.
Espacio escénico y ambientación de Juan Pastor y Teresa Valentín Gamazo
Dirección: Juan Pastor.
Madrid. Espacio Guindalera.
13 de mayo de 2018.
Podría decirse que la trama de Padres e hijos, cuarta novela del escritor ruso Iván Turguéniev, se articula en tres planos distintos y superpuestos. Por un lado desarrolla lo que podemos denominar un conflicto generacional; dos visiones del mundo antitéticas contrapuestas: la de los padres, más conservadora, anclada en los ideales humanísticos tradicionales, la propiedad, la religión, la familia, etc., y la de los hijos, que se muestran rebeldes, desencantados con los viejos ideales, cuya actitud ante la vida es más escéptica y más pragmática.
En otro plano, dado el contexto social y político de la Rusia de mediados del siglo XIX en que está ambientada la obra (la novela apareció en 1862 en pleno fragor de la reforma agraria y la abolición del régimen de servidumbre del campesinado ruso) se nos muestra el enfrentamiento entre las dos opciones reales de oposición al régimen autocrático zarista que, para simplificar denominaremos la liberal-conservadora y la demócrata-revolucionaria, representadas respectivamente en la obra por dos de sus protagonistas, el joven médico Bazárov y el aristócrata Pável Kirsánov (Antonio y tío Óscar en la versión de Juan Pastor). Y luego está la trama amorosa,  con la aparición de Anna Odintsova (Ana, a secas en la versión), la llamada de los sentimientos profundos, las “leyes eternas de la naturaleza”, como el amor y la muerte que vienen a trastocar todas las ideas preconcebidas que tenemos sobre la existencia, sobre la vida social y sobre la conducta personal.
En un arriesgado salto temporal, y haciendo gala de una buena dosis de coraje cívico, Juan Pastor trata de trasladar todos estos elementos en conflicto a nuestro “aquí y ahora”, sobre todo los relativos al debate público, movido quizá por los tintes tan dramáticos como esperpénticos que, con la aparición de los partidos de la llamada “nueva política” -sobre la que hay en su texto evidentísimas referencias- está adquiriendo la tan “nueva” como eterna pugna entre tradición y modernidad. Bien mirado, la pretensión de estos impulsivos jóvenes de erigirse en genuinos “representantes de las demandas y aspiraciones del pueblo (ruso)” -que tío Óscar critica con dureza- nos resulta harto familiar a todos como para que el paralelismo no parezca forzado en absoluto.
En ese viaje en el tiempo, algunos personajes, como Nicoláy Petrovich se han quedado sin billete, otros como su esposa (ahora Teresa), madre de Arkadi(ahora Jorge), han resucitado, supongo que por necesidades del guión y porque vienen a ser equiparables funcionalmente para el desarrollo de la trama, un todo simplificado pero, en cualquier caso, coherente, a efectos prácticos, y de deliciosa filiación chejoviana, que le permite a Juan Pastor aportar sus puntos de vista a un debate inaplazable en un momento en que las generaciones más jóvenes, criadas a regalo y con un menguado bagaje cultural son presa de la frustración ante unas condiciones de vida adversas y sin perspectivas de mejora en el futuro.
Puesto que se nos indica explícitamente que el espectáculo es todavía, como se dice ahora, un “work in progress”, se nos permitirá que nuestras apreciaciones sean consideradas como provisorias también.
Dejando de lado la puesta en escena y ambientación, la versión, como queda dicho, es una atinada y oportuna actualización del texto de Turguéniev. Las necesarias supresiones y alteraciones dan lugar inevitables y ligeras inconsistencias y, desde luego tras releer el texto original uno echa en falta, al menos, un desarrollo más pormenorizado del intenso y turbulento romance de Bazárov y Anna Odíntsova que pone a prueba la imperturbabilidad de Anna y conmueve los cimientos de ese bunker de escepticismo nihilista y fe en la religión del progreso tras los que se esconde el muchacho.
Respecto al trabajo de construcción de personajes y de actuación, viene a cuento recordar el tópico de que “la veteranía es un grado”. Lo cual no quiere decir que Jorge Tejedor y Antonio Lafuente no hagan un trabajo meritorio. Quizá el ritmo general del espectáculo deba remansarse un poco para que ambos den la medida exacta de su vehemencia y de su entusiasmo ante la perspectiva de un mundo nuevo que los arrebata. Jorge lo tiene quizá más fácil porque su personalidad es más maleable y porque su personaje no está sometido a una pasión tan violenta. La actitud displicente de Antonio al principio -las manos permanentemente en los bolsillos y mirando por encima del hombro-, su soberbia intelectual, su petulancia y engreimiento o el ardor con que defiende sus postulados ante tío Óscar parecen un tanto impostados; en realidad, toda esa escena de intercambio de argumentos e invectivas del principio está un poco sobreactuada, se llega al clímax de manera un tanto abrupta, diría yo. Luego, aunque es muy brusco su cambio cuando descubre el sentimiento que Ana ha despertado en él, Antonio modula con acierto esa exasperación, ese tormento y esa lucha interior por no ceder a un “romanticismo” que considera decadente. María Pastor desempeña con desenvoltura una mujer de porte distinguido, trato afable y mirada dulce y serena. Segura de sí misma, resuelta, y celosa de su intimidad al principio, cede progresivamente a la confidencia a medida que va enamorándose de Antonio. Su caudal de ternura casi intacto tras dos matrimonios fallidos constituye una promesa de felicidad plena. José Maya, ducho en estas lides (y una larga experiencia con Juan Pastor) está convincente como Tío Óscar, en su mezcla de desdén y dignidad ofendida con la que trata a los muchachos, sobre todo a Antonio en el que proyecta su sarcasmo o la ironía de sus “apartes” . Es asimismo un simpático y dicharachero anciano, padre de Antonio, que cuenta sus interminables batallitas mientras mira embelesado a su hijo. Margarita Lascoiti, en fin, hace un espléndido doblete, en ambos casos como madre, condescendiente, solícita y comprensiva.
Gordon Craig.

domingo, mayo 13, 2018

TEATRO. Tiempo de silencio. "Tiempo de anestesia".

Autor: Luis Martín-Santos.
Con: Sergio Adillo, Lola Casamayor, Julio Cortázar, Roberto Mori, Lidia Otón, Fernando Soto y Carmen Valverde.
Versión Eberhard Petschinka. Traducción: Ronald Brouwer.
Escenografía y vestuario: Ikerne Giménez.
Espacio sonoro: Nilo Gallego.
Dirección: Rafael Sánchez.
Madrid.  Teatro de la Abadía. Hasta el 3 de junio de 2018.
Junto a Señas de identidad, de Juan Goytisolo, Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, constituye quizá la muestra más acabada de ruptura con el realismo objetivista que había impregnado la novela social española de mediados de siglo veinte. Incorpora las más variadas innovaciones formales iniciadas por Proust, Kafka, Faulkner o James Joyce, los grandes transformadores del género narrativo según la crítica más autorizada. Con una prosa caudalosa, rica en elementos simbólicos y en referencias cultas en forma de digresiones y comentarios; variada en tonos y registros y pletórica de recursos expresivos, constituye además, una incisiva crítica social del Madrid de la posguerra y una acerba sátira de la degradación moral de unos personajes presos de la impotencia y de la frustración y zarandeados por unas circunstancias vitales adversas.
Un universo poético y humano de primer orden, un lúcido testimonio vital de una época determinada, una obra de arte, en suma, autosuficiente y susceptible de ser disfrutada en su condición de narración, por lo que cabe preguntarse sobre la conveniencia u oportunidad de convertirla en material dramático y en hacerlo precisamente ahora.
Y más allá del propósito genérico, loable, de José Luis Gómez de hacer desde las tablas una revisión de nuestra historia reciente en un recorrido con paradas en el pensamiento de Azaña, en el de Unamuno y, ahora, en la obra de Luis Martín-Santos, buscando las razones que hayan motivado ese traslado a la escena de Tiempo de silencio a uno se le ocurre que quizá la respuesta esté sobre todo en el espléndido monólogo interior con el que concluye la novela, Pedro, a toro pasado, en el tren que le traslada a su nuevo destino, se lamenta amargamente de su propia cobardía por haber renunciado a perseguir sus sueños trocando el riesgo y las incertidumbres de una vida plena dedicada a la investigación por el cómodo retiro de una vida funcionarial en provincias, diagnosticando “pleuritis, peritonitis, pericarditis, cólicos o prurito de ano”. Y “se desespera por no estar desesperado” tras los luctuosos episodios en los que se ha visto involucrado: la muerte, desangrada, de la hija del “Muecas” y el violento asesinato de la joven Dorita, con la que acaba de descubrir el amor.
Además de honda reflexión existencial, hay ahí, creo yo, un claro aviso para navegantes, una denuncia de la moral acomodaticia, un aldabonazo a nuestras conciencias dormidas. ¿Estaremos también ahora, como entonces el protagonista, en los “tiempos de anestesia” de los que habla el autor? ¿En los tiempos de insensibilización ante la violencia, la corrupción o la injusticia? ¿Protegiéndonos, tras los muros acolchados de una vida muelle y sin sobresaltos, de los “horribles gritos de dolor -¡qué acertadísima imagen!- de los esclavos turcos castrados para eunucos en las playas de Anatolia”?

Pero vayamos a la adaptación de la obra de Martín-Santos y al montaje de la misma. Cabe destacar que se trata de una versión rigurosa que recrea el clima y los episodios más destacados de la novela, y que tras su largo periplo por la lengua alemana -al parecer la versión de Eberhard Petschinka se ha hecho a partir de una traducción al alemán de la novela y luego esa adaptación ha sido volcada de nuevo al castellano por Ronald Brouwer-, tras ese largo camino, como digo, tanto los diálogos como los pasajes descriptivos y narrativos llegan con una singular fluidez y con riqueza de timbres y texturas que no desmerecen del original. El escenario, necesariamente despojado, para permitir las múltiples y rápidas mutaciones espaciales está enmarcado por un forillo terroso cuyos cambios de tonalidad sugieren levemente el cambiante clima emocional de las sucesivas escenas, algunas, potenciadas por la presencia de la música -como en las noches locas del burdel- y ocasionalmente por efectos sonoros muy concretos, como el ruido del tren cuando atraviesa los poblados chabolistas de los arrabales de la gran urbe.
Todo se fía básicamente al movimiento escénico y a la expresión vocal y corporal de los actores en un trabajo que bascula entre los pasajes meramente relatados para contextualizar la historia, la representación propiamente dicha de escenas dialogadas y los comentarios dirigidos al público sobre las vivencias de los personajes, comentarios a veces simultáneos con la propia escena representada creándose un curioso efecto de distanciamiento brechtiano. La complejidad se acrecienta por el hecho de que un elenco reducido de sólo siete actores tienen que dar vida a la ingente pléyade de personajes que pueblan la novela, pero sobre todo por la variedad de tonos y actitudes que tienen que incorporar, que van desde lo sainetesco costumbrista de algunos cuadros a lo esperpéntico valleinclanesco de recio sesgo expresionista de otros.
Y sería difícil hacer distingos en un trabajo de conjunto de alta exigencia artística, en dobletes y tripletes de marcados contrastes, personalidades antitéticas, a veces, como las que le tocan en suerte a Julio Cortázar, el jovial, dicharachero y juerguista empedernido Matías, compañero de Pedro en sus noches de juerga, y su contrapunto el siniestro, chulesco, vengativo y mal encarado rufián “Cartucho”; Lidia Otón, por su parte, hace un verdadero ejercicio de virtuosismo transitando de la desconsolada Mater Dolorosa Ricarda, esposa del “Muecas”, a la ninfómana insatisfecha Dora, hija de la Matriarca, y de ahí, a una exuberante Charo, lúbrica reina de la noche de caderas cimbreantes y muslos poderosos que parece escapada de la cabalgata de las Valkirias. Digno de ponderación son, asimismo, la brutalidad animal del “Muecas” de Fernando Soto, un tipo de aspecto simiesco farfullando sus reparos, sus amenazas o sus improperios mientras ejerce de manera implacable su patriarcado, o la atinada recreación de Don Pedro que hace Sergio Adillo un atildado y barbilampiño mozalbete que cuando abandona la seguridad de su laboratorio se ve superado por los acontecimientos de un mundo real adverso e inclemente que acaba de descubrir. Sumido en la duda, en la indecisión y en la impotencia es incapaz de hacerse con las riendas de su propio destino.
Gordon Craig.