lunes, junio 30, 2014

1000 razones para no dejar de leer. "El tiempo debe detenerse" de Aldous Huxley.


"Uno puede continuar escuchando las noticias... Y desde luego, las noticias son siempre malas, incluso cuando parecen buenas. O puede decidirse a escuchar otra cosa".

"El tiempo debe detenerse" de Aldous Huxley.

viernes, junio 27, 2014

TEATRO. Las confesiones de San Agustín [Tarde te amé]. "A Dios desde la racionalidad".


A partir de los libros X y XI de las Confesiones de Agustín de Hipona.
Versión de Luis Alberto de Cuenca y Alicia Mariño.
Con: Ramón Barea y Alberto Guio (saxo)
Dirección, escenografía y dramaturgia: Juan Carlos Pérez de la Fuente.
XIV Festival de las Artes Escénicas 'Clásicos en Alcalá'. Alcalá. Capilla del colegio de San Ildefonso.




Teorizaba Sanchis Sinisterra en su manifiesto del Teatro Fronterizo acerca de la necesidad de explorar en los límites de la teatralidad y animaba a ensanchar la fronteras del teatro en una búsqueda tendente a modificar no sólo el contenido ideológico de las obras, sino los códigos mismos de la representación, donde, según él, se infiltra también la ideología. De entonces a esta parte hemos visto subir a las tablas, desde el monólogo de Molly Bloom del Ulises, de Joyce a la Carta la padre, de Kafka, -o más recientemente su correspondencia amorosa-, pasando por poemarios y composiciones de muy variado tenor hasta fragmentos de la Vida de Santa Teresa, como es el caso de La lengua en pedazos, de Juan Mayorga. No nos sorprende, pues, que un artista con la curiosidad y la inquietud intelectuales acreditadas de Pérez de la Fuente haya puesto la mirada en un autor nada menos que del siglo IV, uno de los más representativos de la filosofía patrística, y en un texto, que pese a pertenecer al género íntimo de las “confesiones” está impregnado de una profunda carga de filosofía y de teología, lo que le hace particularmente difícil para la escena. Todo un reto. Y un estímulo impagable para la reflexión en unos tiempos en los que el debate público no brilla particularmente por su altura intelectual.

Estamos, antes que nada, ante un soberbio ejercicio de introspección (“Un viaje al abismo de la conciencia humana” dice con razón Pérez de la Fuente). “Para conocerte (a Dios) -se dice a sí mismo en cierto momento el protagonista-, tengo que conocerme”, y ahí arranca una indagación interior que le llevará al “país de la memoria” donde todavía se conserven las imágenes de la realidad proporcionadas por los sentidos que aún no hayan sido devoradas por el olvido. Y la primera de todas esas imágenes es la del puerto de Ostia, en Roma, antes de embarcarse para el continente africano -espacio recreado por la escenografía, que sugiere un muelle repleto de bultos apilados a la espera del barco que va a trasportarlos-; y el recuerdo de su madre que le acompaña, Mónica, muerta tan solo a los trenita y dos años, con quien mantenía un profundo vínculo sentimental.

A partir de ahí lo que se muestra ante nuestros ojos es un ser inquieto, disconforme con las respuestas que le ofrece la filosofía y debatiendo consigo mismo en una lucha sin cuartel por dar sentido a la existencia, un joven impetuoso e impaciente que llega incluso a imprecar a Dios en busca de respuestas hasta que por fin escucha su llamada (“¡Escucha! ¡Mira dentro de ti! ¡No tengas miedo!” y descubre, en una suerte de rapto místico, como en una iluminación, la presencia de un Dios viviente, personal, que habita ya en él, y expresa la queja de no haberse dado cuenta antes, preso hasta el momento de preocupaciones mundanas: “Tarde te he amado, ¡oh belleza!, antigua y nueva hermosura, tarde te he amado; y tú estabas dentro de mí cuando yo estaba fuera y te buscaba fuera de mí”.

Para subrayar la pugna entre el yo interior y el yo exterior del protagonista y articularlo en forma de conflicto dramático recurre Pérez de la Fuente a un saxofón solo que literalmente dialoga con el protagonista y cuyo sonido intempestivo en el recogimiento de esta coqueta capilla renacentista, supone un elemento de sorpresa y un hiriente contraste con el tono grave de Ramón Barea. Una música, que en su estridencia o en su viveza rítmica se hace eco de los rescoldos de soberbia o de mundanidad contra los que tiene que luchar el filósofo, que realza los momentos dónde la fe choca frontalmente con la racionalidad filosófica (“de lógica de agustino, liberanos señor”), pero que le acompaña asimismo en sus fluctuaciones de ánimo, en sus dudas sobre la felicidad, sobre el amor o sobre la verdad; en sus tribulaciones pero también en los momentos de éxtasis y de acendrado misticismo.

Tersa y fresca la versión de Luis Alberto de Cuenca y de Alicia Mariño. Espléndido el saxofonista, Alberto Guio, que extrae del instrumento una insospechadamente rica variedad de ecos y registros. Pletórico de energía Ramón Barea, que se entrega con fruición a la lectura de los textos de este vibrante recitativo encarnando con igual maestría las sentencias del filósofo y los versos brillantes de Lope en una auténtica celebración de la palabra; parece, cuando busca impaciente, entre las cajas, las hojas impresas, urgido por imperativo y lema máximo de la orden agustiniana, tolle, lege; tolle, lege ..., que se encargan de repetir, como un suave ritornello y mezcladas con el sonido del saxo las tenues voces de un coro infantil.

Una apuesta arriesgada, en suma, de vocación seguramente minoritaria pero de excelente factura que un publico variopinto acogió con calurosos aplausos, mostrando que el disfrute no esta precisamente reñido con la exigencia artística.

Gordon Craig.

Confesiones en los Clásicos de Alcalá.

miércoles, junio 25, 2014

lunes, junio 23, 2014

TEATRO. Entremeses. "Gozoso reencuentro".


De Miguel de Cervantes.
Con: Julio Cortazar, Miguel Cubero, Palmira Ferrer, Elisabet Gelabert, Javier Lara, Luis Moreno, Inma Nieto, José Luis Torrijo, Diana Bernedo y Eduardo Aguirre de Cárcer.
Música: Luis Delgado. Vestuario: María Luisa Engel
Dirección: José Luis Gómez.
XIV Festival de las Artes Escénicas “Clásicos en Alcalá”. Alcalá de Henares. Teatro Salón Cervantes.



Tras muchas experiencias decepcionantes tengo por costumbre no asistir a reposiciones de montajes de cuya primera exhibición guardo gratos recuerdos. Si el espectáculo en cuestión lo consideré en su día de una calidad excepcional, entonces aplico esta norma a rajatabla y sólo la vulnero en contadísimas ocasiones. La de ayer fue una de esas raras ocasiones, y a fe que mereció la pena, porque la experiencia constituyó un gozoso reencuentro con una forma de exigencia artística, de rigor en el trabajo y de la consideración del teatro como un elevado quehacer estético que inauguró el equipo de La Abadía comandado por José Luis Gómez hace ya casi 20 años con dos obras cimeras de la dramaturgia española: el Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte, de Valle, y estos Entremeses cervantinos.

Para la fecha de ese primer montaje de los Entremeses yo no hacía todavía reseñas de teatro, pero aunque no tengo la constancia escrita, permanece en mí muy vivo el recuerdo del profundo impacto que me produjo ese espectáculo. Fue, tengo que decirlo sin ambages, como un deslumbramiento y tuve la sensación clara y definida de que abría una nueva puerta de acceso al mundo de los clásicos -porque, clásico es también ya, en sentido lato, el Retablo-; aquel gracejo, aquella frescura inaugural, aquel dinamismo, aquel aire de fiesta popular brechtiano y aquella forma de componer el personaje a la vista de los espectadores; aquella desenvoltura y aquel desenfado que permitían aflorar toda la punzante ironía de los textos ..., y el extraordinario trabajo sobre el cuerpo, y ¡la palabra!, verdaderamente encarnada en el cuerpo del actor, como (casi) nunca habíamos visto antes, no, al menos, como producto de una ejercitación sistemática, de escuela, sometida a una organización y a unos criterios claros de dirección, aunque sí, obviamente, como manifestación de la intuición o del talento individuales.

Pues bien todo aquello, corregido y aumentado, se reproduce en el presente montaje, que en estreno absoluto hemos podido ver el viernes y el sábado en el Teatro Cervantes en el contexto de la XIV edición de los “Clásicos en Alcalá”. Un espectáculo en el que se resume y cifra gran parte de la labor de dirección de José Luis Gómez y de su trabajo como maestro de actores durante estos últimos veinte años; una muestra bien representativa del que será su impagable legado a la escena española contemporánea.

He dicho “legado” porque no me atrevo a hablar de testamento poético, pero tiene este montaje mucho de fin de ciclo, de compendio de toda una época, y de homenaje a las figuras de los creadores que le han marcado como artista. Ese árbol seco que enseñorea la escena, más que el “frondoso árbol de las letras” cervantino al que alude Goytisolo se nos representa a nosotros como un tributo al desolado paisaje beckettiano de Esperando a Godot, que reverdece ocasionalmente para dar cobijo en las noches cálidas del solsticio al antiguo ceremonial del teatro. Convocados al reclamo de los silbos de las aves cantoras que rompen el silencio de la noche en el campo, mozos y mozas del pueblo acuden a un encuentro nocturno para celebrar la llegada de la nueva estación hasta que rendidos de tanto cantar y retozar se quedan dormidos bajo el árbol a la luz de la luna. Entre tanto habrá lugar para solazarse cantando coplas y contando historias y refranes que reflejan el sentir y las aspiraciones de esos jóvenes de los ambientes rurales que tan bien conocía Cervantes y que con tanta gracia y humor, no exento de crítica, relataba.

Ponderar a todos los actores y actrices que intervienen en el montaje sería una tarea ímproba, porque cada uno de ellos, tanto los “nuevos” como los que ya participaron en el elenco del montaje originario hacen una extraordinaria labor de creación de tipos que no desmerecen (superan incluso) a los de la Comedia del Arte, desde la intrigante Ortigosa (Palmira Ferrer) que también borda el papel de la descarada Cristina, criada de la pícara Leonarda (Inma Nieto), que, a su vez, es Rabelín en El retablo ... y la ubicua y rabisalsera criada de la Doña Lorenza, una Elisabeth Gelabert espléndida en su ingenuidad pero también en el recién aprendido arte del disimulo; por no mencionar a la cuarta de las féminas en liza, esa especie de zafia muñeca pepona que compone Diana Barnedo para dar vida a la labradora Juana Castrada. Los personajes masculinos basculan entre la astucia y el ingenio del titiritero Chanfalla o del Estudiante (ambos obra de Miguel Cubero), la ignorancia de Pancracio, el incauto marido engañado (José Luis Torrijo) y el endiablado genio del celoso Cañizares (descacharrante Luis Moreno). Pero donde todos brillan más allá de toda ponderación es en su espléndida caracterización de zafios y petulantes representantes de las fuerzas vivas locales en El retablo de las maravillas, obra maestra sin paliativos que consiguió encandilar al público y arrancarle un torrente de carcajadas y un cerrado aplauso final.

Auguramos un rotundo éxito para esta nueva producción del teatro de La Abadía que abre la presente edición del Festival de las Artes Escénicas alcalaíno.

Gordon Craig.

Entremeses de Cervantes. Teatro de la Abadía.

lunes, junio 16, 2014

TEATRO. Katia Kavanova: "tormenta a orillas del Volga".


De Leos Janacek. Versión de cámara.
Con: Jérôme Billy, José Canales, Mathilde Cardon, Elena Gabouri, Paul Gaugler, Douglas Henderson, Michel Hermon, Kelly Hodson, Céline Laly .
Piano: Nicollas Chesneau.
Escenografía: Nicky Rieti
Dirección de escena: André Engel.
Dirección musical: Irène Kudela.
XXXI Festival de otoño a primavera. Madrid. Teatros del Canal.




El libreto recrea la trágica historia Katia Kabanova, una joven, alegre y amante de la vida que insatisfecha con su matrimonio y contraviniendo las normas de la más estricta moral puritana imperantes en el seno de su familia política decide tener una aventura. En connivencia con su cuñada, la también joven e impetuosa Varvara, aprovechando la ausencia de su marido, el pusilánime Tichon y desafiando la autoridad de su todopoderosa suegra que la desprecia y que controla su vida con mano de hierro, abandona la casa familiar para encontrarse con su amante, un infortunado Boris, huérfano de ambos padres que vive asimismo bajo la tutela de un tío despótico y atrabiliario. Consumado el adulterio, sumida en una tormenta de atroces remordimientos decide, como Madame de Bovary, quitarse la vida antes de soportar la vergüenza y el oprobio.

Pese a lo trillado que pueda resultar el argumento, la concepción de conjunto del espectáculo y, sobre todo, la modernidad y contundencia de la música, una composición que desafía las convenciones del género operístico persiguiendo a un tiempo la búsqueda de una expresión naturalista y de un crudo dramatismo, hacen de este montaje André Engel, aún para alguien como yo, poco familiarizado con la ópera, una experiencia estimulante y sobrecogedora.

La ausencia de música orquestal -se trata de una reescritura para piano solo- acentúa esa sensación de despojamiento que trasmite la fría y desnuda escenografía de Nicky Rieti y que reproduce la azotea de un desangelado, casi en ruinas, edificio de viviendas típico de los barrios del extrarradio de una gran ciudad, donde se desarrolla la acción. La extrema simplicidad de la dramaturgia contribuye a esencializar el conflicto, ese frenesí, esa enajenación de la protagonista, cuyos efectos en su comportamiento y en sus afectos está reducido a sus elementos mínimos, los suficientes para mostrar su jocunda alegría de vivir, su sensación de enclaustramiento bajo la férrea tutela de la intemperante Kabanicha, su insatisfecho anhelo de libertad o la vehemencia de su pasión amorosa.

Se nos escapan, obviamente, en la interpretación, las inflexiones propias de la lengua checa, pero eso no es óbice para que nos llegue con claridad meridiana el torrente de las emociones que trasmiten los intérpretes y su fuerza dramática. Sorprenden las facultades de las jóvenes sopranos Kelly Hodson (Katia) y Céline Laly (Varvara), pero también el acento temible y atronador de Elena Gabouri (Kabanicha) o la rotundidad y el colorido de las voces de los tenores Jérôme Billy (Koudriach) o Paul Gaugler (Boris).

Gordon Craig.

Katia Kabanova.


viernes, junio 06, 2014

1000 razones para no dejar de leer. Javier Gomá en Jot Down: "cuando uno es joven se piensa a sí mismo como irreemplazable, eterno y absoluto".



Tus palabras son: «En la polis el sujeto acepta su mortalidad, el ciudadano es el heredero del héroe que acepta una vida breve. Cambia el autogoce de la adolescencia por casa y trabajo». 

Cuando uno es joven se piensa a sí mismo como irreemplazable, eterno y absoluto, cuando uno madura y entra en el teatro de la finitud, en la sociedad, en la polis, descubre que el que es eterno, irreemplazable y único es, al mismo tiempo, reemplazable.

Entrevista a Javier Gomá en Jot Down.

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