viernes, octubre 29, 2010

FOTOGRAFÍA. Alberto Sen.




Alberto Sen. Flickr.
Alberto Sen Fotografías.
Ponerse en contacto con Alberto Sen.

TEATRO. Cronopios rotos. "El sabor amargo de la derrota".


Dramaturgia de José Sanchis Sinisterra a partir de textos de Julio Cortázar.
Con: Mario Vedoya, Concha Milla y Gema Aparicio.
Dirección de. José Sanchis Sinisterra
Teatro Galileo, Madrid.




Con una mezcla de emoción y asombro recordaba García Márquez (en un viejo artículo de 1984 escrito a raíz del fallecimiento del escritor argentino) a Julio Cortázar subido en una tarima y enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua poniendo voz a uno de sus cuentos más difíciles: La noche de Mantequilla Nápoles, la historia de un boxeador venido a menos contada por él mismo en el dialecto lunfardo. Y lo que sorprendía sobre todo a Márquez de este episodio es cómo Cortázar había logrado una comunicación tan estrecha con su variopinto auditorio a pesar de las dificultades del lenguaje del relato, una jerga propia de los bajos fondos de Buenos Aires y desconocida para el común de los mortales, y desde luego para el improvisado auditorio de nicaragüenses.



La anécdota es bien significativa por cuanto revela cuan misteriosos son todavía los mecanismos de la significación lingüística, cuan alejados de esa pretendida relación biunívoca entre el significante y el significado de las palabras y expresiones, y porque nos traslada al centro mismo de la exploración que el teatro contemporáneo está llevando a cabo en relación con la palabra “dramática”, a la que no es ajeno, naturalmente José Sanchis Sinisterra. Y es que este modesto, pero en muchos sentidos modélico, montaje de Sanchis además de brindarnos la oportunidad de reflexionar sobre el sabor amargo de la derrota, sobre la soledad y sobre la incomunicación de dos seres por distintas razones caídos en desgracia, constituye un duelo en toda regla entre las dos formas de la expresión lingüística: la oralidad y la escritura.

Las necesidades expresivas del protagonista de uno de los relatos dramatizados, una vieja gloria del boxeo que recuerda tiempos mejores mientras espera la muerte en una fría y desangelada habitación de hospital, se concreta en una especie de soliloquio a medio camino entre el monólogo interior y la confidencia íntima a un supuesto interlocutor ausente y concentra la portentosa facilidad de insertar la oralidad en la escritura que poseía Cortazar: el uso del registro más radicalmente coloquial, las elipsis, los sobreentendidos, las repeticiones y, en fin, los mil y un recursos de la expresividad que Mario Bedoya (espléndido trabajo) extrae del texto y multiplica haciendo gala de un oído extraordinario para asimilar el acento argentino y para modular su timbre cálido y melodioso. A su lado, en la misma habitación yace en la cama la protagonista del otro relato dramatizado: Graffiti. Se trata de una joven activista política, victima de una brutal paliza de la policía, poseída del vehemente deseo de expresar lo que siente -el descubrimiento de un extraño y apasionado vínculo afectivo con otra persona manifestado a través de las pintadas subversivas- por medio de la escritura. En los momentos de lucidez de ese estado de duermevela en que se halla sumida, y ante la imposibilidad de hacerlo por sí misma, dicta frenéticamente sus cartas a una acompañante anónima, haciéndola repetir una y otra vez los párrafos dictados para comprobar la fidelidad y exactitud de lo trascrito, como si en ello le fuera la vida.

Dos historias sin conexión aparente pero que se unifican aquí, no sólo en razón del espacio compartido por sus protagonistas sino porque ambas se hacen permeables mutuamente se interpenetran, habría que decir, en virtud del mero efecto de yuxtaposición de “superficies lingüísticas” autónomas, enriqueciéndose cada una con la costelación de significados inducidos o sugeridos por la otra.

Como decimos, se trata de una sobria y escueta, pero eficiente puesta en escena, lo real y lo irreal mezclados sin solución de continuidad, y un magnífico trabajo de los actores, no sólo el de Mario Bedoya, ya citado, sino el de Concha Milla que modula extraordinariamente la angustia, la tortura y la ansiedad de esta grafitera dominada por el deseo de dejar constancia con precisión milimétrica de su enigmática y dolorosa experiencia.

Gordon Craig.


Smedia. Cronopios Rotos.

miércoles, octubre 20, 2010

TEATRO. Días estupendos. "Recuerdos de cartón piedra".


De Alfredo Sanzol.
Con: Paco Deniz, Elena González, Juan Antonio Lumbreras, Natalia Hernández y Pablo Vázquez.
Dirección: Alfredo Sanzol.
Madrid. Teatro Valle-Inclán. Sala Fracisco Nieva.



Recuerdo que lo peor con mucho de las películas de Samuel Broston eran los decorados de cartón-piedra. Cuando los proyectiles hacían pedazos las murallas de la ciudad en la legendaria 55 días en Pekín, por ejemplo, aun para la despierta imaginación de quienes teníamos entonces trece o catorce años y estábamos descubriendo el cine, ver rodar esos falsos sillares de cartón constituía una enorme decepción y ya desde esa etapa inicial de nuestra formación como espectadores desarrollamos un instinto especial para detectar lo falso, lo inauténtico que no ha dejado de agudizarse con el tiempo.



No se en virtud de qué libre asociación de ideas me viene esta imagen a la cabeza al abordar el comentario de esta última entrega de Alfredo Sanzol que puede verse estos días en el teatro Valle-Inclán, pero el caso es que por más vueltas que le doy a este montaje no puedo sustraerme a esa misma incómoda sensación de desencanto. Y es que en el teatro no hay nada más artificioso que la naturalidad extrema, la pretensión inútil de reproducir fielmente un entorno físico, por muy hermoso que sea (la torre de Segismundo o las murallas por donde se paseaba el fantasma del padre de Hamlet también fueron una vez de cartón piedra, pero el teatro hace tiempo que se ha liberado de la exigencia de falso realismo), o la objetivación de la fisonomía, el movimiento, los ademanes, o el lenguaje de los personajes hasta borrar cualquier diferencia entre ellos y los actores de carne y hueso, por muy descabellados o rocambolescos que sean su comportamiento y los episodios que protagonizan.



Sería demasiado severo, y hasta injusto, afirmar que no hay nada auténtico en estos episodios superpuestos de manera caótica e inopinada que constituyen la base del espectáculo; todos ellos conectan de un modo u otro con elementos de nuestra propia experiencia que también nos asaltan en forma de recuerdos sin que podamos hacer nada por evitarlo; algunos tienen el sabor agridulce de la nostalgia, otros denotan incluso cierto ingenio para la parodia y en algunos hay destellos de una reflexión genuina y desencantada sobre la juventud, la vida en pareja, la amistad o sobre las múltiples trampas de la existencia, pero en su conjunto, como digo, el planteamiento de los temas tratados no consigue escapar del círculo vicioso de los lugares comunes.

En fin, hemos visto trabajos mejores de Alfredo Sanzol, por ejemplo su puesta en escena de La cabeza del bautista de Valle, la temporada pasada, pero este montaje parece más propio del Club de la Comedia que de la sede un Centro Dramático Nacional.

Gordon Craig.

CDN. Días Estupendos.

jueves, octubre 14, 2010

FOTOGRAFIA. Alberto Sen.


No recuerdo con exactitud la primera vez que me crucé con una fotografía de Alberto Sen, pero de lo que no me puedo olvidar es del disfrute que sentí cuando tuve una de esas primeras instantáneas delante de mis narices.


Las imágenes de Alberto Sen están rodeadas de ese áurea que separa lo corriente de lo extraordinario; sus fotografías muestran pero sin desvelar; en muchas de ellas parece que hay algo más escondido detrás, que el autor no quiere contar; como inquiriendo al espectador que la belleza está ahí fuera: “búscala por ti mismo (estúpido), no esperes que el clic de mi máquina te lo muestre todo”.


A Alberto Sen le gusta el paisaje urbano, la serenidad de las calles medio desiertas, los barrios venidos a menos en los que se palpa el silencio, y la sobriedad de los nuevos edificios, el acero, el cristal, la transparencia del vidrio, el reflejo de los vidrios tintados y los espejos. Otro de sus temas favoritos es la velocidad, el olor a neumático caliente y a gasoil ardiendo, la libertad del nuevo llanero solitario sobre cuatro ruedas. No me gustaría olvidarme de sus retratos, de su sobrecogedora galería de personajes, de su continúa búsqueda del misterio de cada ser humano, por su incansable labor para poder mostrarnos ese pequeño gesto, ese casi imperceptible rasgo que hace diferente y entrañable a cada persona.


Yo he tenido la gran suerte de conocer a este tipo, y él ha tenido la gentileza de dejar que en mi blog pueda mostraros parte de su obra fotográfica. Pues sólo queda eso, mirar y disfrutar.

Alberto Sen. Flickr.
Alberto Sen Fotografías.
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lunes, octubre 11, 2010

TEATRO. Las listas. "Sátira ingeniosa y mordaz".


De Julio Wallovits.
Con: Francesc Garrido, Gonzalo Cunill y Pep Cortés.
Dirección: Julio Wallovits.
Teatro de la Abadía, Madrid.


Con ese talento insuperable que poseía para elaborar frases ingeniosas, titulaba así Jardiel Poncela una de sus novelas más celebradas:¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes? Fuera de su contexto histórico o legendario - que muchos lectores de Jardiel probablemente ignoraban-, la expresión “once mil vírgenes”, por sí sola a buen seguro provocaba un ataque de risa maliciosa entre aquellos lectores, sobre todo varones, dispuestos a dudar a la primera de cambio de la honestidad de nuestras congéneres femeninas. Estoy por apostar que, dado el estado de indefinición en que se mueve el mundo del arte, en esa amalgama de aventurerismo y mercadotecnia en que chapotean los nuevos creadores, muchos de nosotros estaríamos predispuestos a sonreír también con el mismo benévolo escepticismo si alguien nos preguntara si hubo alguna vez once mil artistas.


Pues bien, esa misma duda, ¿o es una convicción?, sobre la impostura de la mayor parte de aquellos que se consideran a sí mismo artistas y sobre la vacuidad o insustancialidad de sus obras es la que plantea Julio Wallovits en la pieza que comentamos. El empeño no es nuevo; se nos ocurren así, a bote pronto, dos insignes precedentes en los escenarios madrileños: la sátira despiadada de Los Joglars en su reciente y peculiar “relectura” de El retablo de las maravillas cervantino o la divertidísima Arte, de Yasmina Reza que no se resigna a descolgarse de la cartelera. La novedad del trabajo de Julio Wallovits está en la radicalidad del planteamiento -una situación límite en la que todo el mundo abrazara la condición de artista-, y en la opción estética, con una escenografía y un trabajo actoral orientados por la distorsión grotesca de la farsa y por el sarcasmo, atemperado por la poética del absurdo.

A medio camino entre el señor y la señora Smith, de La cantante calva, de Ionesco y de Vladimiro y Estragón beckettianos, esta pareja de pseudoartistas, un excéntrico y endiosado escritor (Francesc Garrido) y un no menos pagado de si mismo y fracasado pintor (Gonzalo Cunill) polemizan sobre como salir de su precaria situación (están a punto de morir de inanición ante la imposibilidad de conseguir alimentos) mientras tratan de combatir su mortal aburrimiento repasando interminablemente las listas de vituallas que constituyen su exigua despensa.

El interés se mantiene durante la primera parte merced a los destellos de ingenio del autor (que no deja de sorprendernos con su ironía), y a su capacidad para solemnizar lo obvio o lo inane en la línea del mejor teatro del absurdo; la intriga crece súbitamente con la aparición del tercer personaje en discordia, el bienintencionado y crédulo granjero (Pep Cortés), aunque una vez que éste también confiesa estar poseído de ciertas veleidades poéticas ya adivinamos como va a concluir el espectáculo, a sentir la pesada carga de la reiteración y a sufrir sus consecuencias. Y sólo el espléndido trabajo de los actores, con un marcado y fructífero duelo entre el sosegado y ladino pintor al que da cuerpo Gonzalo Cunill y el histriónico y delirante escritorcillo, de gesto y ademanes linderos al paroxismo, que recrea Francesc Garrido nos mantiene aferrados a la butaca.

Gordon Craig.

Teatro Abadia. Las Listas.

jueves, octubre 07, 2010

Harto de la Guerra Civil.


Ayer una amiga me contaba que ha empezado a trabajar en un archivo y que está encantada con el fondo sobre la Guerra Civil.

Me alegro mucho por su nuevo trabajo, pero estoy muy cansado ya de todo lo relacionado con la Guerra Civil; parece que esta etapa es la única Historia de España.

Desde mi paso por el bachillero, cansado del adoctrinamiento de algunos profesores, leí todo lo que cayó en mis manos sobre la Guerra Civil, sin complejos, quería sacar mis propias conclusiones.

Un poco más tarde llegó Zapatero y su intención de ganar la Guerra Civil para el Frente Popular, 70 años después, y gastar una ingente cantidad de dinero público en sacar cadáveres de las cunetas.

Para colmo los cineastas españoles se encargan puntualmente de ofrecernos varias películas al año que están ambientadas en la España de los años 30. Como si la Historia de España no ofreciera ningún otro aliciente a la hora de contar historias con imágenes.

¡Estoy harto!

Esta semana he comenzado a leer: “Blanco White, El Español y la Independencia de Hispanoamérica” de Juan Goytisolo, que edita Taurus. Este año se cumplen 200 años de la independencia de España de muchos países hispanoamericanos y parece que a nadie le importa.



Blanco White, El Español y la Independencia de Hispanoamérica. El País.

miércoles, octubre 06, 2010

lunes, octubre 04, 2010

TEATRO. Muda. "De la palabra como antídoto contra la soledad".


De Pablo Messiez.
Con: Fernanda Orazi, Marianela Pensado y Óscar Velado.
Dirección: Pablo Messiez.
Madrid. Teatro Pradillo.


No deja de resultar paradójico un título como éste, Muda, para una pieza en la que precisamente la conversación o, más bien, el relato monologal se convierte en el mejor antídoto contra la dolencia de la soledad. Porque eso es lo que son ante todo los protagonistas de esta historia intima, divertida, luminosa y perturbadoramente sincera de Pablo Messiez, unos seres solitarios y desvalidos que desean vehementemente ser escuchados, comunicarse con el otro como único medio de exorcizar sus temores y de restañar las heridas del alma.


Y aunque el argumento pueda parecer un tanto extraño e inverosímil, la peripecia de una mujer que busca a su hermana después de largos años para vomitar su resentimiento y cuando la tiene a tiro se encierra en un tan inexplicable como impenetrable mutismo, el lenguaje de los personajes, su comportamiento y actitudes y el desarrollo rápido y directo de la acción confieren al conflicto un inequívoco halo de cotidianidad. Y es el hecho, que si pudiéramos levantar los tejados de las casas, como hacía el Diablo Cojuelo, para mirar a su interior, encontraríamos muchas historias como esta; miríadas de seres heridos por la falta de amor, por el orgullo o por el resentimiento que luchan desesperadamente por encontrar una palabra, una mirada, el silencio de la escucha o cualquier otro indicio de comprensión, por mínimo que sea, al que aferrarse como si fuera su tabla de salvación.

Se trata de un montaje extremadamente sobrio que dirige el propio Messiez. Teatro en su estado más puro apenas sin apoyatura escenográfica, sonora o de otra índole y sustentado al cien por cien en la labor de los actores que trabajan, como suele decirse de los trapecistas, sin red. Y hay que apresurarse a decir que salen airosos del trance. Marianela Pensado da muy bien la imagen de mujer torturada y portadora de un extraño secreto que es Ana; encerrada en su obstinado hermetismo combina su mansedumbre con el estado de alerta del animal herido siempre en guardia para ventear el peligro; Fernanda Orazi es su hermana, una desenvuelta y pizpireta esteticien no menos necesitada de ternura que Ana que camufla el vacío de su existencia con una impenitente locuacidad mientras se parapeta tras un caparazón protector construido a base de lugares comunes. Óscar Velado es el encargado del edificio de apartamentos donde recala Ana, y está espléndido en un papel que me recuerda por su candidez y por su desvalimiento a Ángel, el personaje de La noche que ilumina, de Paloma Pedrero, que se pega literalmente a Fran y a Rosi para formar ese extraño menage a trois en el parque con el que culmina la obra. Refugiado él en la botella de cerveza para ahogar sus penas deambula por la escena como un fantasma paseando su indecisión, su timidez y su fragilidad hasta que descubre en Ana un alma gemela, una compañía consoladora.

Gordon Craig.

Teatro Pradillo. Muda.
Entrevista Pablo Messiez en La Razón.