miércoles, marzo 31, 2010

lunes, marzo 22, 2010

TEATRO. Shakespeare para ignorantes. "El mundo como burdel".


De Quico Cadaval y “Mofa e Befa” a partir de textos de William Shakespeare.
Con: Quico Cadaval, Evaristo Calvo y Víctor Mosqueira.
Dirección: Quico Cadaval.
XV Muestra de Teatro de las Autonomías.
Círculo de Bellas Artes. Madrid. 19 de marzo de 2010.


Han sumado sus fuerzas para poner en pié el montaje que comentamos el actor, guionista y narrador Quico Cadaval (que además asume la dramaturgia y dirección del mismo) y el ñaque formado por los también actores gallegos Evaristo Calvo y Víctor Mosqueira: el primero aporta a la empresa su larga y fecunda experiencia en el difícil arte de la narración oral y los segundos la suya propia de cómicos de la lengua pletóricos de recursos de la mímica y de la expresividad corporal y verbal.

El planteamiento del espectáculo parece sugerente y se inspira quizá en una de las obras glosadas: Pericles, príncipe de Tiro, en la que también aparece un narrador o presentador. Arranca con un tipo con aspecto de profesor universitario despistado (Quico Cadaval), sentado a una mesa frente a los espectadores, que se dispone a dictar una conferencia sobre la profunda significación de la obra del dramaturgo inglés. En un tono marcadamente irónico y jocosamente insolente que hace las delicias del respetable, el conferenciante discurre sobre la pertinencia de estudiar las actitudes y el comportamiento de los personajes shakespirianos en tanto que paradigma de vicios y de virtudes, de credos, de sentimientos y de deseos y espejo en el que mirarse para comprender mejor nuestras propias creencias, instintos e inclinaciones. Para proporcionar un soporte, digamos, práctico a sus afirmaciones recurre a la presencia de una pareja de cómicos ambulantes de menguadas luces que irrumpen en la escena a poco de comenzada su alocución y que van a encargarse de representar las escenas a las que se refiere el profesor.


Siguiendo la estela de Villanos (una espléndida serie de monólogos que hizo hace unos años Steven Berkoff sobre los personajes más granujas de Shakespeare) e influido quizá por la tremenda sátira de la corrupción de las sociedades capitalistas (¡ah la gauche divine) que hizo Brecht en La ópera de tres peniques, Cadaval y compañía enderezan también por la senda de la sátira, o quizá meramente del sarcasmo, para traer a escena un variado muestrario de personajes que representan el lado más abyecto y depravado de la condición humana (“el desorden vital de lo humano”, Bloom dixit), una descorazonadora y nihilista visión de la sociedad como burdel. En defensa de esa tesis realizan un recorrido, cierto es que fragmentario y un tanto amañado, todo hay que decirlo, por algunas de las obras menos conocidas y representadas del bardo, rescatando alguno de los personajes más siniestros y atrabiliarios, como los sicarios que Ricardo III manda para liquidar a Clarence, o el déspota e incestuoso Antíoco el Grande de Pericles, principe de Tiro, o el patético cornudo Póstumo, de Cimbelino, o el verdugo Pompeyo y el concupiscente y sin escrúpulos Ángelo de Medida por medida. Así cómodamente sentados en la butaca podemos asistir al espectáculo de la lujuria, de la inmoralidad, del ansia de poder, de las más bajas pasiones humanas, en suma, y disfrutar vicariamente de ellas.

El juego de la provocación funciona al principio -sustentado en el verbo fluido y ocurrente del narrador y en sus comentarios salaces sobre esos aspectos de la naturaleza humana que hemos mencionado-, mientras se mantiene un equilibrio ponderado entre la voz incisiva e irónica del conferenciante y las secuencias representadas en clave paródica por la pareja de intérpretes, que se desdoblan en una multiplicidad de personajes a cual más pintorescos e inverosímiles. Pero pasado el clímax de la obra, que coincide con el espléndido soliloquio de Póstumo (Cimbelino, acto II) tras las pruebas concluyentes de infidelidad de Imogena que le presenta Iachimo, la tensión decrece, casi podríamos decir, que se despeña, irremisiblemente, a medida que el mensaje del narrador se torna más y más reiterativo y los personajes representados se van reduciendo a burdos remedos de las criaturas shakespirianas.

Con todo hay que decir que se trata de un inteligente divertimento que, entre chanzas, burlas e interpelaciones ingeniosas desvela algunos de los aspectos más sórdidos de nuestra personalidad, una parte de ese lado oscuro al que no podemos asomarnos sin vértigo y sin repugnancia. La representación discurrió entre carcajadas y terminó con un prolongado aplauso.

Gordon Craig.

XV Muestra de Teatro de las Autonomías.


martes, marzo 16, 2010

TEATRO. 2036 Omena-G. "Cincuenta años no es nada".


Els Joglars.
Con: Jesús Angelet, Jordi Costa, Ramón Fontserè, Minnie Marx, Lluís Olivé, Pilar Sáenz, Xavi Sais y Dolors Tuneu.
Dramaturgia, espacio escénico y dirección: Albert Boadella.
Madrid. Teatros del Canal. 11 marzo de 2010.


Nace este montaje de la compañía Els Joglars a rebufo de la conmemoración de su cincuentenario. Cual osado saltimbanqui que quisiera demostrar su buen estado de forma física, Boadella ejecuta una arriesgada pirueta dando un salto de 25 años y desplazando la acción del espectáculo-homenaje al año 2036, de ahí el extraño aunque elocuente título del montaje: 2036 Omena-G. Y es que paralelamente a los efectos devastadores del paso del tiempo sobre los integrantes del grupo, que son los protagonistas de la obra, se habrán de evidenciar forzosamente entre los miembros de las generaciones más jóvenes los no menos terroríficos estragos de la LOGSE y los efectos deletéreos de un exposición continuada a los espots publicitarios y a los programas de la telebasura.

El enfoque de la obra no es muy diferente del de sus piezas anteriores de sátira política y social, La cena, o El retablo de las maravillas, por no mencionar sino un par de títulos recientes. Encontramos de nuevo al Boadella más provocador, más subversivo, dirigiendo sus dardos envenenados precisamente hacia aquellos tópicos y lugares comunes que son el santo y seña de un sector de la progresía, que paradójicamente constituye su público más fiel. La respuesta tibia de los espectadores, cuando no su incomodidad manifiesta ante las frecuentes alusiones jocosas a miembros del stablishment político, intelectual o mediático, así lo atestigua y es la prueba evidente de que Boadella ha dado en el clavo. En otras circunstancias, es decir, si el blanco de la crítica hubiera sido la derecha conservadora se habría desatado el delirio.


Lo novedoso del espectáculo, empero, es que esa actitud satírica, ese sarcasmo, se vuelve sobre los integrantes del grupo y sobre el sentido mismo de su actividad teatral. Excepción hecha de Xavi Sais y Dolors Tuneu, que son, entre otras cosas, esperpénticas encarnaciones de sendos cuidadores o monitores de tiempo libre de un geriátrico, el resto de los actores, en una ingeniosa finta no se si decir pirandeliana, vienen representar a unos personajes que son ellos mismos, sólo que treinta años más viejos y por ende convertidos en auténticos despojos humanos, combatiendo su soledad, su nostalgia y su deseo de terminar cuanto antes a base de pundonor y con ayuda de su cada vez más menguada y maltrecha memoria.

La sucesión de escenas o sketchs que articulan el espectáculo son de una factura técnica insuperable y de una comicidad desbordante y evidencian una extraordinaria madurez artística y un trabajo esforzado y continuo del conjunto del elenco. Y no hay frivolidad en el tratamiento del tema, sino una mirada indulgente, dentro de la ironía, hacia esa etapa del ocaso que es el horizonte vital de todos nosotros, quizá en el seno de una institución como la que aquí se parodia. Y hay una reflexión de fondo sobre la eutanasia; y sobre la condición del artista, que llegado al final de su carrera y de sus días deja aflorar sus frustraciones y sus sueños insatisfechos. Las últimas escenas de la pieza son excelentes, probablemente de lo más inspirado de la larga experiencia de éxitos de toda la labor creativa de Boadella: la escena de detector de frustraciones, la de la satisfacción momentánea de dichos deseos antes del recurso a la solución final y, sobre todo, el desenlace del espectáculos, con los actores aferrándose desesperadamente, en el último estertor, a sus disfraces preferidos, a aquellos trajes-símbolo de sus personajes más queridos a lo largo de su carrera constituye una prodigiosa fantasía de una extraordinaria belleza plástica a la par que una vívida metáfora de la condición misma del teatro.

Gordon Craig.

Teatros del Canal. Els Joglars.


jueves, marzo 04, 2010

TEATRO. Realidad. “Cuando nada es lo que parece”.


De Tom Stoppard. Versión de Juan V. Martínez Luciano.
Con: María Pujalte, Javier Cámara, Juan Codina, Arantxa Aranguren, Patricia Delgado, Alex García y Jorge Páez.
Escenografía: Alfonso Barajas.
Dirección: Natalia Menéndez.
Madrid. Teatro María Guerrero. 28 de febrero de 2010.


Me gustaba más el título original de la traducción de Juan Vicente Martínez Luciano (año 2000) que sirve de base al espectáculo que comentamos. “The real thing”, que es como se denomina la obra en inglés, se traducía allí por “Algo auténtico”. Es verdad que obviaba la palabra “real”, presente tal cual en el original inglés, pero a cambio, remitía a lo que constituye el verdadero al leit motiv de todos los personajes de la obra: la búsqueda infructuosa de la autenticidad; la búsqueda del amor auténtico, verdadero; pero también la búsqueda de la autenticidad del arte, de las relaciones sociales o de las ideas políticas. Que de todo hay en esta sardónica, incisiva y un punto alambicada comedia de Stoppard.


La obra empieza con Max y Charlotte en escena, son una pareja cuyo matrimonio parece que está a punto de romperse. Pero no hay que engañarse; en la siguiente escena nos enteramos de que ambos no eran reales sino personajes de una obra que ha escrito Henry para Carlotte, su mujer verdadera; pero ¿hasta que punto lo es de verdad?, porque en la escena siguiente, en casa de Harry, donde ambos se han reunido con Max y Annie -otra pareja al borde del abismo-, descubrimos que Henry está enamorado de Annie; ¡qué digo enamorados!, Annie parece presa de un furor uterino, de un deseo vehemente e inaplazable que está dispuesta a materializar allí mismo sobre la alfombra del salón mientras sus respectivos cónyuges preparan un improvisado tente en pie en la cocina. Y así sucesivamente. Toda la obra no es sino un auténtico tour de force en el que cada episodio desmiente al anterior, en el que cada nueva escena nos obliga a reinterpretar las anteriores porque los presupuestos en los que se fundaba nuestra intelección de aquellas son transformados por cada nueva revelación de los personajes. Unos personajes de hiriente actualidad, instalados permanentemente en la duda sobre sí mismos y sobre los demás, que se aman, se odian, se engañan o se zahieren sin cesar superados por las circunstancias.

Estamos ante un brillante juego metateatral de ritmo trepidante donde la acción galopa desenfrenada a caballo de un diálogo endiabladamente ágil, conciso y fluido que el traductor ha acertado a trasvasar convincentemente al castellano. Las réplicas participan de la sobriedad un tanto enigmática del lenguaje de Pinter, del ingenio y la pirotecnia verbal de Wilde y están cargadas de esa fina ironía que es marca de la casa de todo el teatro británico. Un cúmulo, en fin, de sutilezas verbales y emocionales en los cambiantes estados de ánimo de los personajes, en sus actitudes, o en la multiplicidad de planos y perspectivas en la que se desdobla su personalidad, que constituye un reto casi insuperable para cualquier compañía, incluso para ésta de primeros espadas con que cuenta el montaje, incluida una curtida directora como es Natalia Menéndez y unos todoterreno como Javier Cámara (Harry), y María Pujalte (Annie); un reto superado a ratos, con hallazgos puntuales aquí y allá donde se atisba la complejidad de la obra, aunque el resultado general acuse ciertas carencias en la construcción de los personajes principales lastrada por un excesivo predominio del tono vodevilesco.

El tempo y el movimiento escénico parecen atinados, y la ambientación sonora que acompaña a los personajes en su frenética actividad. No acabo de ver muy claro, en cambio, como se compadece esa absoluta libertad compositiva en la administración de los tiempos y de los espacios y esa reflexión continua sobre los límites de la realidad, con el colosalismo de la escenografía, ese pesado armazón de madera que gravita como un peso muerto sobre el escenario o ese empeño por diferenciar los interiores evocados a base de cambiar el aspecto de las puertas de entrada y salida de los diversos aposentos donde se desarrolla la acción sirviéndose para ello de un artificioso sistema de poleas. Demasiada tecnificación que contrarresta el ejercicio de imaginación que nos propone el dramaturgo.

Gordon Craig.


Realidad. Teatro María Guerrero.

martes, marzo 02, 2010