miércoles, diciembre 30, 2009

TEATRO. Nubes. "Poesía del movimiento".


Idea y dirección: Enrique Cabrera.
Coreografía: Aracaladanza.
Intérpretes: Carolina Arija, Natalí Camolez, Raquel de la Plata, Olga Lladó, Noelia Pérez y Jimena Trueba.
Música original de Mariano Lozano y P. Ramos.
Madrid. Teatro de La Abadía. 27 de diciembre de 2009.


No cabe duda de que la danza sigue siendo el patito feo de las artes escénicas y la gran ausente en los planes de estudio de las sucesivas y a cual más desastrosas reformas educativas. Denigrada, más incluso que las humanidades, ante a la todopoderosa ofensiva de un concepto tecno-científico del currículo, nuestros alumnos crecen como personas en una sobreabundancia de formación intelectual insuficientemente compensada con el cultivo de otras facultades por medio de las cuales el niño podría expresar espontáneamente su rico mundo interior, ya sea en el ámbito de la expresión artística o musical o a través del cultivo del flujo del movimiento que propicia la danza. Por no mencionar el progresivo empobrecimiento del elemento imaginativo de la mente infantil que estas carencias acarrean: la muerte de Fantasía, sobre la que nos alertaba Michael Ende en La historia interminable.


En este contexto de anemia de la imaginación y de olvido de las posibilidades artísticas y formativas de la danza es dónde este espectáculo sugerente de Aracaladanza cobra su verdadera dimensión como una invitación al juego, a la burla de la lógica de la percepción, pero también como producto acabado del extraordinario poder expresivo del movimiento. Digo bien, movimiento, no danza en sentido clásico, sino movimiento liberado de los corsés que le impone la tradición de la danza dramática; poesía, en fin, que ha elegido el movimiento como materia prima para expresar el alma de las cosas, como quería Isadora Duncan.

Inspirado en la imaginería surrealista de la pintura de René Magritte, Enrique Cabrera y las interpretes que integran el elenco de Aracaladanza nos sumergen en un mundo de imágenes irreales, oníricas, pero quizá por eso, de mayor impacto sobre nuestras emociones y sobre nuestra sensibilidad, porque apelan al inconsciente, al profundo e ignoto rincón de nuestra psique donde se entretejen sin la censura de la conciencia las más arriesgadas y placenteras asociaciones estimuladas por la magia de la luz y de las sombras, del color, y del dinamismo y la levedad de los cuerpos en libertad.

El ingrediente principal de este hermoso espectáculo es la sorpresa; la sorpresa que nace de la descontextualización, del contraste de los elementos copresentes en la representación. Nada es lo que parece en este prodigioso ejercicio de metamorfosis, donde unas aletas de buceo se convierten en zapatos de claqué, un huevo en cabeza humana o un mantel en improvisado envoltorio de un cuerpo desnudo ante nuestra mirada absorta y en suspenso, como la mirada de un niño ante el enigma de la voz de un ventrílocuo o ante los trucos de magia de un prestidigitador.

Vestuario, música y coreografía coadyuvan a la creación de una atmósfera colorista y naif, reforzada por la gracia y ligereza de los pasos de danza y del movimiento en general en el que se integra el manejo de objetos cotidianos o inverosímiles creando cuadros de gran belleza plástica, que como he dicho sugieren motivos de la pintura de René Magritte, pero que van más allá en la creación de un universo poético sui géneris del que participa la broma, la imitación paródica, la paradoja y la fantasía desbordante de los juegos infantiles. En fin todo un halago para los sentidos. Un acierto de programación de la Abadía ¡Y un montaje que puede competir con los espectáculos de Moses Pendleton!

Gordon Craig.

Nubes, en los Teatros del Canal.
Teatro de la Abadia, Nubes.

martes, diciembre 15, 2009

TEATRO. Drácula. "En el diván del doctor Van Helsing".


Texto de Ignacio García May, a partir de Drácula de Bram Stoker.
Con: Eduardo Aguirre de Cárcer, José Luis Alcobendas, Rocío León, Rafael Navarro, José Luis Patiño, Iñaki Rikarte, Rosa Savoini y Xenia Sevillano.
Dirección: Ignacio García May.
Madrid, Teatro Valle-Inclán, 11 de diciembre de 2009.



Fue el genio irrepetible de Bram Stoker quien dio forma literaria definitiva a las numerosas leyendas y relatos folclóricos en torno al fenómeno del vampirismo difundidas en los círculos ocultistas de su Irlanda natal en la época del romanticismo tardío con la publicación en 1897 de su novela Drácula. Objeto de una espectacular acogida por parte del cine, que ha encontrado en este mito un filón al parecer inagotable, a juzgar por las incontables versiones y adaptaciones que se han hecho de la novela, el teatro no le ha prestado ni con mucho la misma atención, a pesar de que en los años inmediatamente posteriores a su publicación y a su éxito fulgurante ya se hizo alguna adaptación a la escena, la primera de ellas, protagonizada precisamente por el conocido actor sir Henry Irving, amigo personal del autor. En la cartelera madrileña de los últimos años no recordamos adaptaciones de esta obra de las que se haya hecho eco la crítica (si exceptuamos la hilarante parodia que realizó la compañía portuguesa do Chapitó y que tuvimos ocasión de ver aquí mismo en El Corral el pasado mes de abril). De modo que este montaje de García May vendría de algún modo a suplir esa carencia a la vez que constituiría un homenaje desde las tablas a un escritor estrechamente vinculado a los escenarios, no sólo como autor sino como crítico teatral.



Hay en este montaje, antes que nada, una meritoria labor de adaptación. Se ha expurgado hasta donde resulta dramatúrgicamente tolerable lo episódico y se han podado convenientemente las excrecencias de un estilo exuberante y prolijo alterando la secuencia temporal originaria para adecuarla a las necesidades de la escena sustituyendo una organización del material narrativo enderezada al mantenimiento de la intriga por otra supeditada al planteamiento y desarrollo del conflicto dramático. Alimentado con elementos presentes en el relato originario (sin adulteraciones ni supresiones de bulto) tal conflicto reproduce, en esencia, la pugna entre dos fuerzas antagónicas, la luz y las tinieblas o si se prefiere, lo racional y lo irracional y se desplaza -y este es otro de los aciertos de la adaptación- al interior de los protagonistas erigiéndose el doctor Van Helsing en una especie de catalizador de sus reacciones anímicas, en un amigo y en un terapeuta, sin cuyo apoyo y comprensión habrían sido incapaces de superar su angustia y acabar con la causa y origen de sus terrores.

Situado el conflicto en la órbita de lo psicológico, o quizá sería mejor decir de lo psíquico, suprimido cualquier atisbo de verismo o de truculencia, la escena queda exonerada de toda exigencia de reproducción mimética de acciones y espacios precisos o reales y abocada a convertirse en lo que es realmente, un lugar para la sugestión, que además de evocar el clima de amenaza y la atmósfera de misterio que envuelve a los protagonistas, merced a unos cuidados efecto de luz y sonido, reclama para sí la atención del espectador, asombrado por la sucesión de cuadros de una extraordinaria belleza plástica, por la limpia geometría de unos interiores elegantemente estilizados y de una suntuosidad decadente. Y ello sin demérito de la labor de dirección, que administra con pericia los tiempos, el ritmo y el tono de cada escena y del trabajo de los actores que resuelven con acierto el cometido que tienen encomendado. En todos ellos destaca el aplomo y la contención con la que transmiten el estado anímico de sus respectivos personajes en los cambiantes avatares de su atormentada existencia, en especial las alucinadas apariciones del fantasma de Lucy (Rocío León), los accesos de locura de Renfield (Eduardo Aguirre), la angustia y el desasosiego de Jonathan Harker (Iñaki Rikarte), los remordimientos y el profundo abatimiento del alma pura de Nina (estupenda Xenia Sevillano) o la atenta obsequiosidad y el frío racionalismo que animan la conducta del profesor Van Helsing (José Luis Patiño).

Gordon Craig.


Centro Dramático Nacional. Teatro Valle Inclán. Drácula.

miércoles, diciembre 09, 2009

TEATRO. La ópera de tres peniques. "Del corazón del Soho a un pueblo del cinturón rojo".


De Bertolt Brecht. Música de Kurt Weill.
Con: Enrique R. del Portal, Enrique Sequero, Eva Diago, Mar Maestu, Manuel Rodríguez, Carmen Gurriarán, Marco Moncloa, Yayo Cáceres y otros.
Dirección: Marina Bollaín.
Orquesta de la Comunidad de Madrid. Dirección musical: Manuel Coves.
Teatros del Canal. Madrid, 3 de diciembre de 2009



Inspirada en “The Beggar’s Opera” de John Gay y con música de su amigo y estrecho colaborador Kurt Weill compuso Brecht una obra cuyo éxito fulgurante le proporcionaría reconocimiento y fama inusitados cuando apenas había comenzado su carrera de dramaturgo. Obra de su primera época contiene ya algunas de las claves más reconocibles de su teatro, un teatro dialéctico de orientación marxista convertido en laboratorio para el análisis social y en debelador de las contradicciones de la burguesía. El trasfondo político y social en el que se inserta esta pieza es el de la Alemania de los años 30 aunque la acción se desplaza al corazón de Londres. En un tono descarnado y mediante un humor ácido y corrosivo Brecht denuncia la pobreza y la miseria en la que viven las clases más desfavorecidas, arrojadas a la marginación y a la miseria y sometidas a toda clase de abusos e injusticias por parte de los instalados y de una clase dirigente corrupta.

Y si en La buena persona de Sezuán, escrita años después, los inmortales que bajaban a la tierra en busca de una persona de bien (cifrando en su hallazgo la posibilidad de transformación de una sociedad miserable y corrompida) podían irse a casa esperanzados tras poner a prueba a la dulce y apacible Shen-Te, en el microcosmos que recrea la obra que comentamos, una especie de patio de Monipodio donde luchan por la supervivencia un hatajo de hampones, prostitutas, mendigos, políticos y policías corruptos, no se salva ni el apuntador, y es que como sugiere Mac El Sheriff en la canción “¿De qué vive el hombre?” que cierra el acto segundo:“Primero es el dinero, después la moral./Primero ha de poder comer también el pobre/ comer del gran pastel, no lo que sobre”.

Brecht había ubicado su fábula en la ciudad de Londres, en los años veinte; María Bollaín, introduce un nuevo desplazamiento histórico -brechtiano-, de la acción trasladándola a nuestros días y a un lugar no definido de la geografía patria, que pudiera ser casi cualquiera de nuestros pueblos o ciudades habida cuenta de los incontables casos de corrupción que padecemos, pero que por alusiones todo el mundo reconoce como un tristemente célebre municipio del corredor del Henares. (¿Quién no recuerda las andanzas del jefe de policía de Coslada apodado “el Sheriff”?).

El vestuario, la caracterización y la definición del espacio escénico, que vienen condicionados por este desplazamiento temporal acusan, a nuestro entender, un exceso de verosimilitud (por ejemplo en el realismo de los uniformes de la Policía Municipal o en el tópico look de las meretrices); se echa en falta algún vestigio, alguna manifestación más perceptible de ese impulso interior deformante propio de la poética expresionista desde la que fue concebido el espectáculo que se avendría mejor con una trama disparatada y rocambolesca y con unos personajes grotescos. La música y las canciones -espléndidas la partitura original de Kurt Weill, y la ejecución en directo de los intérpretes e instrumentistas de la ORCAM-, junto a algunas divertidas coreografías suplen con creces las carencias de la ambientación y consiguen, a ratos, recrear una atmósfera a medio camino entre el tono impertinente y desenfadado de la ópera bufa y el acento descarado y procaz y la intencionalidad paródica de los espectáculos de cabaret del Berlín de principios de siglo.

Gordon Craig.

La ópera de tres peniques. Teatros del Canal.