sábado, mayo 19, 2018

TEATRO. Sobre padres e hijos, basada en la novela de Iván Turguéniev. "La religión del Progreso".

Adaptación de Juan Pastor de la novela homónima de Iván Turguéniev.
Con: Margarita Lascoiti, José Maya, María Pastor, Jorge Tejedor y Antonio Lafuente.
Espacio escénico y ambientación de Juan Pastor y Teresa Valentín Gamazo
Dirección: Juan Pastor.
Madrid. Espacio Guindalera.
13 de mayo de 2018.
Podría decirse que la trama de Padres e hijos, cuarta novela del escritor ruso Iván Turguéniev, se articula en tres planos distintos y superpuestos. Por un lado desarrolla lo que podemos denominar un conflicto generacional; dos visiones del mundo antitéticas contrapuestas: la de los padres, más conservadora, anclada en los ideales humanísticos tradicionales, la propiedad, la religión, la familia, etc., y la de los hijos, que se muestran rebeldes, desencantados con los viejos ideales, cuya actitud ante la vida es más escéptica y más pragmática.
En otro plano, dado el contexto social y político de la Rusia de mediados del siglo XIX en que está ambientada la obra (la novela apareció en 1862 en pleno fragor de la reforma agraria y la abolición del régimen de servidumbre del campesinado ruso) se nos muestra el enfrentamiento entre las dos opciones reales de oposición al régimen autocrático zarista que, para simplificar denominaremos la liberal-conservadora y la demócrata-revolucionaria, representadas respectivamente en la obra por dos de sus protagonistas, el joven médico Bazárov y el aristócrata Pável Kirsánov (Antonio y tío Óscar en la versión de Juan Pastor). Y luego está la trama amorosa,  con la aparición de Anna Odintsova (Ana, a secas en la versión), la llamada de los sentimientos profundos, las “leyes eternas de la naturaleza”, como el amor y la muerte que vienen a trastocar todas las ideas preconcebidas que tenemos sobre la existencia, sobre la vida social y sobre la conducta personal.
En un arriesgado salto temporal, y haciendo gala de una buena dosis de coraje cívico, Juan Pastor trata de trasladar todos estos elementos en conflicto a nuestro “aquí y ahora”, sobre todo los relativos al debate público, movido quizá por los tintes tan dramáticos como esperpénticos que, con la aparición de los partidos de la llamada “nueva política” -sobre la que hay en su texto evidentísimas referencias- está adquiriendo la tan “nueva” como eterna pugna entre tradición y modernidad. Bien mirado, la pretensión de estos impulsivos jóvenes de erigirse en genuinos “representantes de las demandas y aspiraciones del pueblo (ruso)” -que tío Óscar critica con dureza- nos resulta harto familiar a todos como para que el paralelismo no parezca forzado en absoluto.
En ese viaje en el tiempo, algunos personajes, como Nicoláy Petrovich se han quedado sin billete, otros como su esposa (ahora Teresa), madre de Arkadi(ahora Jorge), han resucitado, supongo que por necesidades del guión y porque vienen a ser equiparables funcionalmente para el desarrollo de la trama, un todo simplificado pero, en cualquier caso, coherente, a efectos prácticos, y de deliciosa filiación chejoviana, que le permite a Juan Pastor aportar sus puntos de vista a un debate inaplazable en un momento en que las generaciones más jóvenes, criadas a regalo y con un menguado bagaje cultural son presa de la frustración ante unas condiciones de vida adversas y sin perspectivas de mejora en el futuro.
Puesto que se nos indica explícitamente que el espectáculo es todavía, como se dice ahora, un “work in progress”, se nos permitirá que nuestras apreciaciones sean consideradas como provisorias también.
Dejando de lado la puesta en escena y ambientación, la versión, como queda dicho, es una atinada y oportuna actualización del texto de Turguéniev. Las necesarias supresiones y alteraciones dan lugar inevitables y ligeras inconsistencias y, desde luego tras releer el texto original uno echa en falta, al menos, un desarrollo más pormenorizado del intenso y turbulento romance de Bazárov y Anna Odíntsova que pone a prueba la imperturbabilidad de Anna y conmueve los cimientos de ese bunker de escepticismo nihilista y fe en la religión del progreso tras los que se esconde el muchacho.
Respecto al trabajo de construcción de personajes y de actuación, viene a cuento recordar el tópico de que “la veteranía es un grado”. Lo cual no quiere decir que Jorge Tejedor y Antonio Lafuente no hagan un trabajo meritorio. Quizá el ritmo general del espectáculo deba remansarse un poco para que ambos den la medida exacta de su vehemencia y de su entusiasmo ante la perspectiva de un mundo nuevo que los arrebata. Jorge lo tiene quizá más fácil porque su personalidad es más maleable y porque su personaje no está sometido a una pasión tan violenta. La actitud displicente de Antonio al principio -las manos permanentemente en los bolsillos y mirando por encima del hombro-, su soberbia intelectual, su petulancia y engreimiento o el ardor con que defiende sus postulados ante tío Óscar parecen un tanto impostados; en realidad, toda esa escena de intercambio de argumentos e invectivas del principio está un poco sobreactuada, se llega al clímax de manera un tanto abrupta, diría yo. Luego, aunque es muy brusco su cambio cuando descubre el sentimiento que Ana ha despertado en él, Antonio modula con acierto esa exasperación, ese tormento y esa lucha interior por no ceder a un “romanticismo” que considera decadente. María Pastor desempeña con desenvoltura una mujer de porte distinguido, trato afable y mirada dulce y serena. Segura de sí misma, resuelta, y celosa de su intimidad al principio, cede progresivamente a la confidencia a medida que va enamorándose de Antonio. Su caudal de ternura casi intacto tras dos matrimonios fallidos constituye una promesa de felicidad plena. José Maya, ducho en estas lides (y una larga experiencia con Juan Pastor) está convincente como Tío Óscar, en su mezcla de desdén y dignidad ofendida con la que trata a los muchachos, sobre todo a Antonio en el que proyecta su sarcasmo o la ironía de sus “apartes” . Es asimismo un simpático y dicharachero anciano, padre de Antonio, que cuenta sus interminables batallitas mientras mira embelesado a su hijo. Margarita Lascoiti, en fin, hace un espléndido doblete, en ambos casos como madre, condescendiente, solícita y comprensiva.
Gordon Craig.

domingo, mayo 13, 2018

TEATRO. Tiempo de silencio. "Tiempo de anestesia".

Autor: Luis Martín-Santos.
Con: Sergio Adillo, Lola Casamayor, Julio Cortázar, Roberto Mori, Lidia Otón, Fernando Soto y Carmen Valverde.
Versión Eberhard Petschinka. Traducción: Ronald Brouwer.
Escenografía y vestuario: Ikerne Giménez.
Espacio sonoro: Nilo Gallego.
Dirección: Rafael Sánchez.
Madrid.  Teatro de la Abadía. Hasta el 3 de junio de 2018.
Junto a Señas de identidad, de Juan Goytisolo, Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, constituye quizá la muestra más acabada de ruptura con el realismo objetivista que había impregnado la novela social española de mediados de siglo veinte. Incorpora las más variadas innovaciones formales iniciadas por Proust, Kafka, Faulkner o James Joyce, los grandes transformadores del género narrativo según la crítica más autorizada. Con una prosa caudalosa, rica en elementos simbólicos y en referencias cultas en forma de digresiones y comentarios; variada en tonos y registros y pletórica de recursos expresivos, constituye además, una incisiva crítica social del Madrid de la posguerra y una acerba sátira de la degradación moral de unos personajes presos de la impotencia y de la frustración y zarandeados por unas circunstancias vitales adversas.
Un universo poético y humano de primer orden, un lúcido testimonio vital de una época determinada, una obra de arte, en suma, autosuficiente y susceptible de ser disfrutada en su condición de narración, por lo que cabe preguntarse sobre la conveniencia u oportunidad de convertirla en material dramático y en hacerlo precisamente ahora.
Y más allá del propósito genérico, loable, de José Luis Gómez de hacer desde las tablas una revisión de nuestra historia reciente en un recorrido con paradas en el pensamiento de Azaña, en el de Unamuno y, ahora, en la obra de Luis Martín-Santos, buscando las razones que hayan motivado ese traslado a la escena de Tiempo de silencio a uno se le ocurre que quizá la respuesta esté sobre todo en el espléndido monólogo interior con el que concluye la novela, Pedro, a toro pasado, en el tren que le traslada a su nuevo destino, se lamenta amargamente de su propia cobardía por haber renunciado a perseguir sus sueños trocando el riesgo y las incertidumbres de una vida plena dedicada a la investigación por el cómodo retiro de una vida funcionarial en provincias, diagnosticando “pleuritis, peritonitis, pericarditis, cólicos o prurito de ano”. Y “se desespera por no estar desesperado” tras los luctuosos episodios en los que se ha visto involucrado: la muerte, desangrada, de la hija del “Muecas” y el violento asesinato de la joven Dorita, con la que acaba de descubrir el amor.
Además de honda reflexión existencial, hay ahí, creo yo, un claro aviso para navegantes, una denuncia de la moral acomodaticia, un aldabonazo a nuestras conciencias dormidas. ¿Estaremos también ahora, como entonces el protagonista, en los “tiempos de anestesia” de los que habla el autor? ¿En los tiempos de insensibilización ante la violencia, la corrupción o la injusticia? ¿Protegiéndonos, tras los muros acolchados de una vida muelle y sin sobresaltos, de los “horribles gritos de dolor -¡qué acertadísima imagen!- de los esclavos turcos castrados para eunucos en las playas de Anatolia”?

Pero vayamos a la adaptación de la obra de Martín-Santos y al montaje de la misma. Cabe destacar que se trata de una versión rigurosa que recrea el clima y los episodios más destacados de la novela, y que tras su largo periplo por la lengua alemana -al parecer la versión de Eberhard Petschinka se ha hecho a partir de una traducción al alemán de la novela y luego esa adaptación ha sido volcada de nuevo al castellano por Ronald Brouwer-, tras ese largo camino, como digo, tanto los diálogos como los pasajes descriptivos y narrativos llegan con una singular fluidez y con riqueza de timbres y texturas que no desmerecen del original. El escenario, necesariamente despojado, para permitir las múltiples y rápidas mutaciones espaciales está enmarcado por un forillo terroso cuyos cambios de tonalidad sugieren levemente el cambiante clima emocional de las sucesivas escenas, algunas, potenciadas por la presencia de la música -como en las noches locas del burdel- y ocasionalmente por efectos sonoros muy concretos, como el ruido del tren cuando atraviesa los poblados chabolistas de los arrabales de la gran urbe.
Todo se fía básicamente al movimiento escénico y a la expresión vocal y corporal de los actores en un trabajo que bascula entre los pasajes meramente relatados para contextualizar la historia, la representación propiamente dicha de escenas dialogadas y los comentarios dirigidos al público sobre las vivencias de los personajes, comentarios a veces simultáneos con la propia escena representada creándose un curioso efecto de distanciamiento brechtiano. La complejidad se acrecienta por el hecho de que un elenco reducido de sólo siete actores tienen que dar vida a la ingente pléyade de personajes que pueblan la novela, pero sobre todo por la variedad de tonos y actitudes que tienen que incorporar, que van desde lo sainetesco costumbrista de algunos cuadros a lo esperpéntico valleinclanesco de recio sesgo expresionista de otros.
Y sería difícil hacer distingos en un trabajo de conjunto de alta exigencia artística, en dobletes y tripletes de marcados contrastes, personalidades antitéticas, a veces, como las que le tocan en suerte a Julio Cortázar, el jovial, dicharachero y juerguista empedernido Matías, compañero de Pedro en sus noches de juerga, y su contrapunto el siniestro, chulesco, vengativo y mal encarado rufián “Cartucho”; Lidia Otón, por su parte, hace un verdadero ejercicio de virtuosismo transitando de la desconsolada Mater Dolorosa Ricarda, esposa del “Muecas”, a la ninfómana insatisfecha Dora, hija de la Matriarca, y de ahí, a una exuberante Charo, lúbrica reina de la noche de caderas cimbreantes y muslos poderosos que parece escapada de la cabalgata de las Valkirias. Digno de ponderación son, asimismo, la brutalidad animal del “Muecas” de Fernando Soto, un tipo de aspecto simiesco farfullando sus reparos, sus amenazas o sus improperios mientras ejerce de manera implacable su patriarcado, o la atinada recreación de Don Pedro que hace Sergio Adillo un atildado y barbilampiño mozalbete que cuando abandona la seguridad de su laboratorio se ve superado por los acontecimientos de un mundo real adverso e inclemente que acaba de descubrir. Sumido en la duda, en la indecisión y en la impotencia es incapaz de hacerse con las riendas de su propio destino.
Gordon Craig.

lunes, abril 23, 2018

TEATRO. El concierto de San Ovidio. "Hermosa parábola sobre la ceguera".

Autor: Antonio Buero Vallejo.
Con:José Luis Alcobendas, Lucía Barrado, Jesús Berenguer, Mariana Cordero, Pablo Duque, Nuria García Ruiz, Javivi Gil Valle, José Hervás, Alberto Iglesias, Lander Iglesias, Ricardo Moya, Aleix Peña, Agus Ruiz y Germán Torres.
Escenografía: Jean-Guy Lecat.
Vestuario y caracterización: Antonio Belart.
Dirección: Mario Gas.
Madrid. Teatro María Guerrero.
Enmarcada dentro del grupo de obras que la crítica ha venido caracterizando como “teatro histórico” El concierto de San Ovidio aúna dos elementos esenciales, constitutivos, diría yo, de la dramaturgia de Buero Vallejo, la temática social y la temática existencial. Además de virulenta sátira contra la explotación del hombre por el hombre, evidenciada en el mezquino y canallesco comportamiento con los ciegos del hipócrita y despiadado Valindin, la obra, a través de lo que representan la rebeldía y las aspiraciones de David, se erige en una hermosa parábola del hombre moderno tratando de satisfacer sus ansias de absoluto, de libertad y de felicidad, enfrentado a sus propias limitaciones.
Al igual que Ignacio, protagonista de En la ardiente oscuridad, que no se resigna a aceptar su ceguera y sueña con “el hermoso espectáculo de la luz de un cielo estrellado…”, David, el personaje quizá de mayor enjundia de la obra que comentamos, impelido por su talante quijotesco y atraído por la irresistible llamada de la música no se resigna a ser un vulgar intérprete de melodías mediocres y sueña con llegar a ser solista de una verdadera orquesta de profesionales. A su vez, su insobornable sentido de la dignidad le impide degradarse a ser un mero objeto de irrisión y de escarnio público actuando junto a sus compañeros en una caseta de feria. Ello desemboca inevitablemente en un conflicto con sus propios compañeros de infortunio, particularmente con el joven Donato, a quien literalmente a prohijado y que confía ciegamente en él, y con Valindin, el desaprensivo empresario de poca monta que los explota a todos, para acabar encontrando en Adriana, la mantenida de Valindin, a su verdadera alma gemela de la que terminará enamorándose.
Tragedia compleja, como se ve, la inscripción del conflicto en un plano existencial, abstracto, con la ceguera como símbolo universal de las limitaciones humanas, no impide la dimensión contingente de los personajes, que se mueven por sentimientos e intereses reales, cotidianos, como Valindin, al que sólo mueve el afán de lucro personal enmascarado bajo la etiqueta de filantropía; Adriana, que aspira al reconocimiento social y al amor verdadero; Nazario, a quien mueve el resentimiento y el odio hacia los que pueden disfrutar de la visión, o la Priora del hospicio de los “Quince Veintes”, que se aviene a un trato leonino con un rufián a fin de conseguir dinero para sufragar los gastos de la institución de beneficencia que regenta.
La escenografía de Jean-Guy Lecat, acierta a evocar la sobriedad monacal del hospicio, la noche cerrada en las callejuelas del entorno de Notre Dame, o la atmósfera de jolgorio y desenfreno en los cafetines del París de la Francia prerrevolucionaria de finales del XVIII en los que el populacho daba rienda suelta a sus peores instintos. Y aunque quizá peque de exceso de espectacularidad, el recurso a la proyección cinematográfica para reflejar el ambiente del interior del café donde “actúa” la orquestina de ciegos, trayendo a primer plano las muecas y risotadas de los asistentes, acrecienta la sensación de ridículo de los invidentes y la crueldad de la burla a la que noche tras noche son sometidos. Cabe resaltar asimismo la escena del ajuste de cuentas. Con los personajes en la semioscuridad, el potencial desrealizador de las sombras chinescas que proyectan los personajes a la trémula luz de un farol produce un curioso efecto de inmersión desplazando coyunturalmente nuestra percepción a una inquietante zona de penumbra.

Meticuloso es el trabajo de dirección de Mario Gas; cada escena está preparada y resuelta con pericia tanto en el movimiento escénico como en el tono, por lo general ajustado a la intensidad dramática del momento. El tempo lento, pausado, da lugar a que se exprese un texto cuidado y preciso que Buero pone al servicio de una trama que tiene algo de novelesca. Y lo mismo cabe decir del trabajo de los actores, que transmiten a la perfección el complejo universo de relaciones a las que hemos aludido, aún contando con la dificultad añadida, en el caso de los personajes invidentes, de tener que vehicular sus sentimientos y emociones sin la inestimable ayuda de la mirada, la gestualidad y el contacto físico propio de las personas sin esa grave discapacidad. El elenco en su conjunto hace un trabajo encomiable. Donato (Aleix Peña) y David (Alberto Iglesias) sobre todo evidencian la extrema vulnerabilidad de unos seres privados de uno de los sentidos más preciosos. Conmueve la ingenuidad y el desamparo del primero y la pasión y vehemencia del segundo en la defensa de sus sueños. Transita de la desconfianza inicial hacia Adriana hasta la fe del rendido enamorado; contrasta su temple ante Valindin con su comprensión ante los arrebatos de ira de Donato, y no carece de fortaleza y de presencia de ánimo para confesar su crimen.
En el lado opuesto está la figura del malvado envidioso y resentido Nazario (Javivi Gil). El segundo papel en importancia es sin duda el de Adriana a quien Lucía Barrado da vida con singular finura y acierto. De su papel de simple comparsa de los tejemanejes de Valindin pasa a defender abiertamente la causa de los ciegos con los que se muestra siempre afable y comprensiva. Desarma su ingenuidad cuando le espeta a Donato que si los ciegos también pueden amar. Modula con contención y buen tino su creciente animadversión hacia Valindin mientras su corazón va descubriendo un nuevo y desconocido sentimiento al que se entrega con pasión. Contrasta, en fin, la rectitud y la enérgica determinación de la Priora (Mariana Cordero) con la hipocresía y doblez de este petimetre desalmado y sin escrúpulos que es Valindin (José Luis Alcobendas).
Gordon Craig.

domingo, abril 15, 2018

TEATRO. El Teatro vuelve a la R.A.E. El dramaturgo Juan Mayorga nuevo académico de la Real Academia de la Lengua Española.

El dramaturgo Juan Mayorga Ruano es desde ayer miembro de la Real Academia Española de la Lengua tras superar en votos a la filóloga Dolores Corbella, la otra aspirante a un puesto en la docta institución. Propuesto por los académicos José Manuel Sánchez Ron, Luis Mateo Díez y Luis María Ansón, ocupará el sillón “M” vacante desde la muerte en octubre de 2015 del poeta y profesor Carlos Bousoño.

 Excepción hecha de José Luis Gómez, actor y director teatral, desde la muerte en 2016 de Francisco Nieva, la Academia (a la que han pertenecido, entre otros José López Rubio, Antonio Buero Vallejo, o Fernando Fernán Gómez) no contaba entre sus filas con ningún autor teatral, por lo que con la incorporación de Mayorga se salda, si puede decirse así, una deuda que la institución tenía con el teatro

Nacido en Madrid en 1965 (a sus 53 años será el miembro más joven de la casa) Licenciado en Matemáticas y en Filosofía con una tesis doctoral sobre la filosofía de la historia en Walter Benjamin, Mayorga es por encima de todo un prolífico escritor teatral con más de 30 obras a sus espaldas, estrenadas con éxito dentro y fuera de nuestras fronteras, amén de numerosas versiones y adaptaciones de obras prominentes del teatro contemporáneo como La visita de la vieja dama, o Un enemigo del pueblo, o de textos clásicos del siglo de Oro, Fuenteovejuna, La dama Boba o La vida es sueño, entre otras, llevadas a la escena por los más prestigiosos directores del momento, como Juan Carlos Pérez de la Fuente, Gerardo Vera, Elena Pimenta o Ernesto Caballero actuales responsables estos últimos de la CNTC y del CDN respectivamente.

Mayorga es, puede afirmarse ya con rotundidad, uno de los mayores impulsores de la renovación de la escena teatral española contemporánea. En una época de apoteosis de lo espectacular, de eclosión de lo que se ha venido a denominar “dramaturgias de la imagen” o del también llamado “teatro posdramático”, cabe resaltar la constate preocupación de Juan Mayorga por el teatro de texto, por devolver a la palabra la centralidad de la escena en un constate ejercicio de depuración del lenguaje, de refundación de la palabra dramática.

Cuando tantos abominan de la tradición y del pasado y pretenden abolir la primera en nombre de la libertad del artista o convertir el segundo en arqueología, o manipularlo en su interés, o clausurarlo definitivamente convirtiéndolo por decreto en “memoria histórica”, Mayorga persiste en su propósito de abrirlo una y otra vez y someterlo a nuevas interpretaciones a través del diálogo franco y sin prejuicios con los testigos de excepción de ese pasado sean estos Cervantes, en Lengua de perro; Valle-Inclán, en Legión; Bulgakov, en Cartas de Amor a Stalin; Alberti, en Sonámbulo; Teresa de Jesús, en la sorprendente La lengua en pedazos; o un comisionado de la Cruz Roja enviado a supervisar cómo era la vida en los campos de concentración nazis en Himmelweg, sin duda una de sus obras mayores.

Ese conocimiento de la tradición teatral española y occidental le ha permitido incorporar a su trabajo lo mejor de esta tradición, siendo reconocible en sus obras tanto la impronta de Valle-Inclán, Buero o Sastre como la de Brecht, Artaud, Beckett, Pinter o Karl Kraus. Se inscribe, asimismo, en lo mejor de esta tradición por lo que respecta a su talante intelectual, asumiendo, como estos autores lo hicieron en su tiempo, un riguroso compromiso ético, político, con el suyo. Por cierto, la reflexión sobre el papel del intelectual en la sociedad es, precisamente, uno de los temas recurrentes en sus obras. Véase al respecto: El crítico o Cartas de amor a Stalin.

Junto a la memoria, y la pretensión del dramaturgo de inducir con sus obras a que el espectador haga una verdadera experiencia del pasado, el secreto de la verdadera identidad del individuo, “la posibilidad de su desdoblamiento o fragmentación” (Matteini, 1996), su inestabilidad, su vulnerabilidad, etc., son otros de los motivos recurrentes de los personajes de nuestro dramaturgo y tema central, de Más ceniza, la más inquietante y pirandeliana de sus obras. El problema de la responsabilidad personal, el de la mentira, el de la traición, el de la impostura, o el de la violencia que se puede ejercer sobre las personas mediante la manipulación abusiva e interesada del lenguaje, son otros de los temas abordados en sus obras.

Respecto a las peculiaridades de su dramaturgia, obras como Legión, El jardín quemado, el gordo y el flaco, Animales nocturnos, o La tortuga de Darwin, puede aplicárseles la etiqueta de parábolas critico ideológicas. Debido precisamente a su gusto por la alegoría sus obras propenden un tanto al hermetismo y a la abstracción, hasta el punto de que algún crítico se ha referido a su obra como ‘teatro de ideas’. (Caracterización que él no rechaza, aunque, eso sí, diferenciándola bien de lo que se entiende por un teatro de tesis.)

Quizá lo verdaderamente idiosincrático del teatro de Mayorga sea ese cruce, esa tensión permanente entre realismo y simbolismo, entre realidad y alucinación´, un tipo de estructuras dramáticas de alto vuelo poético que operan sobre el espectador a un doble nivel: consideradas en su conjunto, el planteamiento y desarrollo del conflicto dramático trascienden siempre la anécdota particular y son susceptibles de una interpretación simbólica y universalizadora, pero al mismo tiempo, debido a la meticulosidad de sus tramas, pero, sobre todo, debido a la plasticidad del lenguaje, se perciben como enraizadas en la más palpitante realidad. Eso sí, alejadas siempre de cualquier veleidad costumbrista.

Habilísimo constructor de tramas, por lo general, con no demasiados personajes, estas están urdidas con escrupulosa minuciosidad, administrando pistas al espectador, cambiándolas, desdibujándolas, repitiéndolas, según un procedimiento parecido al que se utiliza en la novela de espionaje o en la novela policial, y siguiendo una estructuración temporal del material dramático no necesariamente lineal; los textos parecen a veces planteados como una “actividad descifradora” (Sanchis, 1999) para al espectador.

El desarrollo de la acción dramática se sustenta, además, o casi sería más acertado decir, sobre todo, en un riguroso y efectivo trabajo sobre el lenguaje. Su escritura mantiene una permanente tensión entre “sencillez y complejidad” Su exigencia se manifiesta por igual en la redacción de las didascalias y en la sólida construcción de los diálogos. A todo lo cual podríamos añadir su gusto por la antítesis y la paradoja, la plasticidad y la fuerza de sus metáforas, la variedad y la riqueza de registros, la fina ironía que destilan muchos de sus diálogos, la extremada pulcritud de su prosa siempre sugerente, sencilla y precisa; y, en fin, su habilidad para el uso de la elipsis, de los sobreentendidos y de las presuposiciones, que confiere a la interacción verbal entre los personajes de sus obras una sorprendente vivacidad y naturalidad.

Gordon Craig.
14-IV-2018.

domingo, abril 08, 2018

TEATRO. Consentimiento. "La violación a debate".

Autor: Nina Raine.
Con: David Lorente, Nieve de Medina, María Morales, Jesús Noguero, Candela Peña, Pere Ponce y Clara Sanchis.
Escenografía: Curt Allen Wilmer.
Música y espacio sonoro: Bruno Tambascio.
Versión y dirección: Magüi Mira.
Madrid. Teatro Valle-Inclán.
Hasta el 29 de abril de 2018.
Ya el espacio escénico diseñado por Curt Allen Wilmer, con el publico situado en dos gradas laterales enmarcando una especie de palenque, como en el que se desarrollaban las justas entre caballeros en el medievo, prefigura los términos en los que va a establecerse el debate sobre el asunto que nos convoca a la sala: un proceso público a la violación -la forma más cruel y abyecta de violencia física que puede ejercerse sobre la mujer-, cuya pretensión es que los espectadores se conviertan en un jurado multitudinario que al final de la representación, muestren su veredicto de absolución o culpabilidad contra los litigantes en el proceso. El fondo del escenario una especie de retablo minimalista, con unos receptáculos en los que aparecen encasillados, como empaquetados y aislados los unos de los otros, los personajes (“… Los maniquíes su lección ofrecen, / moral desde vitrinas …” , Pedro Salinas ), envueltos en el ensordecedor ruido de las señales de llamada de los teléfonos móviles, configura, asimismo, el contexto social de máxima actualidad en el que va a desarrollarse la acción.
Porque el debate no se circunscribe al caso, un proceso por una demanda de violación en el que el acusado, para eludir el peso de la ley, alega en su defensa que hubo consentimiento por parte de la víctima. El conflicto, por así decirlo, se expande hasta incluir el ámbito de la vida privada de los abogados de la acusación y de la defensa, a sus familias y amigos, enriqueciéndose con la multiplicidad de puntos de vista de los protagonistas que en uno u otro momento de sus vidas han estado sometidos o van a estarlo a situaciones similares a las de la víctima y el acusado del proceso con el que arranca la obra.
Eduardo, el abogado de la acusación, y su mujer, Kitty, han tenido que mediar ante sus amigos Jaime y Raquel para que recompongan su matrimonio que está pasando por una mala racha; pero al poco van a experimentar ellos mismos como su matrimonio amenaza con resquebrajarse. Kitty, que no ha perdonado del todo antiguos deslices de Eduardo, presionada por las circunstancias -acaba de ser madre-, comienza a flirtear con un amigo común, Tomás, (fiscal de sala y “rival” de Eduardo en los juzgados). Tomás, que en ese momento está intentando establecer una relación sentimental con Sara, actriz, ya en la cuarentena y miembro del grupo de amigos, ve en la seducción de Kitty una forma de vengarse de los éxitos de Eduardo en los tribunales. Enterado este último del asunto y tras una tensa discusión con Kitty termina consumando el acto sexual con ella de una forma un tanto brutal por lo que es acusado de violación. Las tornas han cambiado y ese cambio de roles de los personajes afectan a su forma de interpretar los hechos. La autora parece querernos decir que nuestros juicios morales varían en función de las circunstancias, que estamos inmersos en una suerte de relativismo moral que hace prácticamente imposible dilucidar donde está la verdad. Ni siquiera la ley, que parece algo abstracto, más allá del tráfago de la vida cotidiana y de sus intereses mezquinos, ofrece garantías de que se averigüe la “verdad” porque sus intérpretes son, somos, seres humanos con sentimientos, filias, fobias, y circunstancias personales que interfieren en nuestros juicios de valor.
La versión es espléndida. Los diálogos, densos en ocasiones con términos de la jerga legal y referencias eruditas, fluyen con soltura acompasados con el notable dinamismo que imprime a la acción dramática Magüi Mira, la directora del montaje. (Por cierto, no sé si, aparte de marcar saltos temporales o de lugar de la acción, aportan algo al desarrollo de la misma esos interludios corales de un simbolismo dudoso que la directora intercala entre los sucesivos cuadros). En el capítulo de aciertos, cabe destacar el mantenimiento sostenido de de ese siempre difícil equilibrio de tono tragicómico que impregna tantas escenas de la obra. Desde ese punto de vista son modélicas las escenas en que Kitty (Candela Peña) y Eduardo (Jesús Noguero) tratan de calmar a un inconsolable Jaime (espléndido David Lorente) tras el derrumbe de su matrimonio. Su patético estado de desconcierto, abatimiento y frustración contrasta con la jocunda alegría de la vida del adúltero incorregible que es y que, a lo que se ve, quiere seguir siendo. Nieve de Medina conmueve como la desvalida Adela, una pobre mujer con un terrible historial de vejaciones, triturada por un sistema legal incomprensible e inmisericorde con los más débiles. Jesús Noguero está soberbio como Eduardo, el dolor que le provoca la traición de Kitty da al traste con la seguridad en sí mismo y con el prurito de racionalidad que habían guiado hasta ahora su ejecutoria personal. Quizá un pelín exagerado en la exteriorización de su dolor y en la súbita animadversión hacia Tomás (Pere Ponce) que de amigo solícito y desprendido y sagaz confidente pasa a ser un adversario cínico e implacable, depositario de un inexplicable resentimiento. Clara Sanchis como Sara, muestra los extremos de escepticismo, soledad, frustración y angustia que una mujer de mediana edad esconde tras la fachada de respetabilidad que le proporciona un relativo éxito profesional. Ebria casi todo el rato, apurando al máximo las pocas oportunidades que se le ofrecen de disfrutar de la vida, recurre a todo su rencor acumulado durante años para reclamar su pequeña parcela de felicidad.
Gordon Craig.

domingo, marzo 18, 2018

TEATRO. F.O.M.O. (Fear of Missing Out): "Enganchados al smartphone".

Autores: Colectivo “Fango”.
Con:Ángela Boix, Fabia Castro, Trigo Gómez, Rafuska Marks y Manuel Minaya.
Escenografía: Silvia de Marta y Álvaro Millán.
Iluminación y creación técnica: Juan Miguel Alcarria
Dirección: Camilo Vásquez.
Madrid. Teatro María Guerrero. Sala de la Princesa.
Hasta el 25 de marzo de 2018.
Nace este montaje a raíz de un “laboratorio” de investigación teatral en torno a la manipulación mediática y a la hiperconectividad coordinado por el actor y director argentino Camilo Vasquez. Como tal fruto de laboratorio podría decirse que el espectáculo está todavía en estado embrionario; o para expresarlo en términos taurinos, vaya, que ponen el toro en suerte pero no acaban de redondear la faena y darle la puntilla.
El morlaco es de armas tomar, nada menos que el controvertido tema de la responsabilidad personal a la hora de producir y consumir información en la era de la irrupción masiva de los dispositivos móviles en nuestras vidas, y más específicamente el miedo a la exclusión social, a “perderse algo”, en inglés, Fear of missing out”, una nueva y grave patología favorecida precisamente por esta eclosión de lo digital que está afectado cada día a un mayor contingente de usuarios; pero como digo, la cuestión apenas si está esbozada en los primeros compases del espectáculo para luego diluirse por líneas de desarrollo adventicias que poco o nada tiene que ver con el asunto principal que nos convoca a la sala.
Estructurado en forma de cuadros autónomos, interpretados en muchos casos individualmente, el espectáculo adolece, en mi opinión, de una insuficiente articulación dramatúrgica que los unifique en un objetivo común: servir de revulsivo ante esta nueva y letal adicción a los smartphone y a las redes sociales que está pervirtiendo su uso como valiosa herramienta de información y comunicación.
El espectáculo tiene un arranque prometedor. Ángela Boix y Trigo Gómez, explorando con su móvil y la cámara web del portátil los orificios más recónditos y las regiones más íntimas de su anatomía, desde el pubis a las fosas nasales, del escroto al cielo del paladar, o Manuel Minaya, el obseso internauta solitario en plena exaltación solipsista despotricando contra sus “amigos” de Facebook por un quítame allá un “me gusta” o, enardecido ante la sarta de banalidades que demandan su atención desde la brillante pantallita de plasma, ofrecen en clave de humor algunas pistas de los extremos de perversión narcisista o instantaneista a que pueden llegar algunos usuarios compulsivos de tecnología. Y lo mismo la escena en la que Rafuska Marks, va computando con ansiedad y excitación crecientes sus seguidores por twitter hasta llegar a los espasmos del orgasmo que le provoca superar la cifra record de 668 followers, o el “menage a cinco” de todos los integrantes del elenco que móvil en ristre se entregan a un ceremonial erótico de caricias, “selfies” y filmaciones, una saturnal voyeurista que constituye a mi juicio la escena más lograda del espectáculo.
Muchos de los cuadros que siguen, sin embargo, no alcanzan sino a tocar de manera tangencial el núcleo argumental de la obra y denotan un cierto ensimismamiento, como la escena del casting a la que se somete una voluntariosa Fabia Castro -descorazonadora, por otra parte-, cuando no impotencia para escapar a los viejos tópicos, como el de la moda de la ingesta de productos macrobióticos, o los recurrentes alegatos a favor de la emigración o en contra de la guerra, como el de Ángela Boix en un simulacro de performance que recuerda los trabajos de la artista serbia Marina Abramovic.
Luces y sobras, en suma, en esta puesta de largo del colectivo Fango en un trabajo que proporciona ocasiones para el disfrute y la reflexión, pero al que le falta un hervor para estar a la altura de su “ceviche de lubina” y al nivel de los estándares de calidad artística de un Teatro Nacional.