lunes, abril 23, 2018

TEATRO. El concierto de San Ovidio. "Hermosa parábola sobre la ceguera".

Autor: Antonio Buero Vallejo.
Con:José Luis Alcobendas, Lucía Barrado, Jesús Berenguer, Mariana Cordero, Pablo Duque, Nuria García Ruiz, Javivi Gil Valle, José Hervás, Alberto Iglesias, Lander Iglesias, Ricardo Moya, Aleix Peña, Agus Ruiz y Germán Torres.
Escenografía: Jean-Guy Lecat.
Vestuario y caracterización: Antonio Belart.
Dirección: Mario Gas.
Madrid. Teatro María Guerrero.
Enmarcada dentro del grupo de obras que la crítica ha venido caracterizando como “teatro histórico” El concierto de San Ovidio aúna dos elementos esenciales, constitutivos, diría yo, de la dramaturgia de Buero Vallejo, la temática social y la temática existencial. Además de virulenta sátira contra la explotación del hombre por el hombre, evidenciada en el mezquino y canallesco comportamiento con los ciegos del hipócrita y despiadado Valindin, la obra, a través de lo que representan la rebeldía y las aspiraciones de David, se erige en una hermosa parábola del hombre moderno tratando de satisfacer sus ansias de absoluto, de libertad y de felicidad, enfrentado a sus propias limitaciones.
Al igual que Ignacio, protagonista de En la ardiente oscuridad, que no se resigna a aceptar su ceguera y sueña con “el hermoso espectáculo de la luz de un cielo estrellado…”, David, el personaje quizá de mayor enjundia de la obra que comentamos, impelido por su talante quijotesco y atraído por la irresistible llamada de la música no se resigna a ser un vulgar intérprete de melodías mediocres y sueña con llegar a ser solista de una verdadera orquesta de profesionales. A su vez, su insobornable sentido de la dignidad le impide degradarse a ser un mero objeto de irrisión y de escarnio público actuando junto a sus compañeros en una caseta de feria. Ello desemboca inevitablemente en un conflicto con sus propios compañeros de infortunio, particularmente con el joven Donato, a quien literalmente a prohijado y que confía ciegamente en él, y con Valindin, el desaprensivo empresario de poca monta que los explota a todos, para acabar encontrando en Adriana, la mantenida de Valindin, a su verdadera alma gemela de la que terminará enamorándose.
Tragedia compleja, como se ve, la inscripción del conflicto en un plano existencial, abstracto, con la ceguera como símbolo universal de las limitaciones humanas, no impide la dimensión contingente de los personajes, que se mueven por sentimientos e intereses reales, cotidianos, como Valindin, al que sólo mueve el afán de lucro personal enmascarado bajo la etiqueta de filantropía; Adriana, que aspira al reconocimiento social y al amor verdadero; Nazario, a quien mueve el resentimiento y el odio hacia los que pueden disfrutar de la visión, o la Priora del hospicio de los “Quince Veintes”, que se aviene a un trato leonino con un rufián a fin de conseguir dinero para sufragar los gastos de la institución de beneficencia que regenta.
La escenografía de Jean-Guy Lecat, acierta a evocar la sobriedad monacal del hospicio, la noche cerrada en las callejuelas del entorno de Notre Dame, o la atmósfera de jolgorio y desenfreno en los cafetines del París de la Francia prerrevolucionaria de finales del XVIII en los que el populacho daba rienda suelta a sus peores instintos. Y aunque quizá peque de exceso de espectacularidad, el recurso a la proyección cinematográfica para reflejar el ambiente del interior del café donde “actúa” la orquestina de ciegos, trayendo a primer plano las muecas y risotadas de los asistentes, acrecienta la sensación de ridículo de los invidentes y la crueldad de la burla a la que noche tras noche son sometidos. Cabe resaltar asimismo la escena del ajuste de cuentas. Con los personajes en la semioscuridad, el potencial desrealizador de las sombras chinescas que proyectan los personajes a la trémula luz de un farol produce un curioso efecto de inmersión desplazando coyunturalmente nuestra percepción a una inquietante zona de penumbra.

Meticuloso es el trabajo de dirección de Mario Gas; cada escena está preparada y resuelta con pericia tanto en el movimiento escénico como en el tono, por lo general ajustado a la intensidad dramática del momento. El tempo lento, pausado, da lugar a que se exprese un texto cuidado y preciso que Buero pone al servicio de una trama que tiene algo de novelesca. Y lo mismo cabe decir del trabajo de los actores, que transmiten a la perfección el complejo universo de relaciones a las que hemos aludido, aún contando con la dificultad añadida, en el caso de los personajes invidentes, de tener que vehicular sus sentimientos y emociones sin la inestimable ayuda de la mirada, la gestualidad y el contacto físico propio de las personas sin esa grave discapacidad. El elenco en su conjunto hace un trabajo encomiable. Donato (Aleix Peña) y David (Alberto Iglesias) sobre todo evidencian la extrema vulnerabilidad de unos seres privados de uno de los sentidos más preciosos. Conmueve la ingenuidad y el desamparo del primero y la pasión y vehemencia del segundo en la defensa de sus sueños. Transita de la desconfianza inicial hacia Adriana hasta la fe del rendido enamorado; contrasta su temple ante Valindin con su comprensión ante los arrebatos de ira de Donato, y no carece de fortaleza y de presencia de ánimo para confesar su crimen.
En el lado opuesto está la figura del malvado envidioso y resentido Nazario (Javivi Gil). El segundo papel en importancia es sin duda el de Adriana a quien Lucía Barrado da vida con singular finura y acierto. De su papel de simple comparsa de los tejemanejes de Valindin pasa a defender abiertamente la causa de los ciegos con los que se muestra siempre afable y comprensiva. Desarma su ingenuidad cuando le espeta a Donato que si los ciegos también pueden amar. Modula con contención y buen tino su creciente animadversión hacia Valindin mientras su corazón va descubriendo un nuevo y desconocido sentimiento al que se entrega con pasión. Contrasta, en fin, la rectitud y la enérgica determinación de la Priora (Mariana Cordero) con la hipocresía y doblez de este petimetre desalmado y sin escrúpulos que es Valindin (José Luis Alcobendas).
Gordon Craig.

domingo, abril 15, 2018

TEATRO. El Teatro vuelve a la R.A.E. El dramaturgo Juan Mayorga nuevo académico de la Real Academia de la Lengua Española.

El dramaturgo Juan Mayorga Ruano es desde ayer miembro de la Real Academia Española de la Lengua tras superar en votos a la filóloga Dolores Corbella, la otra aspirante a un puesto en la docta institución. Propuesto por los académicos José Manuel Sánchez Ron, Luis Mateo Díez y Luis María Ansón, ocupará el sillón “M” vacante desde la muerte en octubre de 2015 del poeta y profesor Carlos Bousoño.

 Excepción hecha de José Luis Gómez, actor y director teatral, desde la muerte en 2016 de Francisco Nieva, la Academia (a la que han pertenecido, entre otros José López Rubio, Antonio Buero Vallejo, o Fernando Fernán Gómez) no contaba entre sus filas con ningún autor teatral, por lo que con la incorporación de Mayorga se salda, si puede decirse así, una deuda que la institución tenía con el teatro

Nacido en Madrid en 1965 (a sus 53 años será el miembro más joven de la casa) Licenciado en Matemáticas y en Filosofía con una tesis doctoral sobre la filosofía de la historia en Walter Benjamin, Mayorga es por encima de todo un prolífico escritor teatral con más de 30 obras a sus espaldas, estrenadas con éxito dentro y fuera de nuestras fronteras, amén de numerosas versiones y adaptaciones de obras prominentes del teatro contemporáneo como La visita de la vieja dama, o Un enemigo del pueblo, o de textos clásicos del siglo de Oro, Fuenteovejuna, La dama Boba o La vida es sueño, entre otras, llevadas a la escena por los más prestigiosos directores del momento, como Juan Carlos Pérez de la Fuente, Gerardo Vera, Elena Pimenta o Ernesto Caballero actuales responsables estos últimos de la CNTC y del CDN respectivamente.

Mayorga es, puede afirmarse ya con rotundidad, uno de los mayores impulsores de la renovación de la escena teatral española contemporánea. En una época de apoteosis de lo espectacular, de eclosión de lo que se ha venido a denominar “dramaturgias de la imagen” o del también llamado “teatro posdramático”, cabe resaltar la constate preocupación de Juan Mayorga por el teatro de texto, por devolver a la palabra la centralidad de la escena en un constate ejercicio de depuración del lenguaje, de refundación de la palabra dramática.

Cuando tantos abominan de la tradición y del pasado y pretenden abolir la primera en nombre de la libertad del artista o convertir el segundo en arqueología, o manipularlo en su interés, o clausurarlo definitivamente convirtiéndolo por decreto en “memoria histórica”, Mayorga persiste en su propósito de abrirlo una y otra vez y someterlo a nuevas interpretaciones a través del diálogo franco y sin prejuicios con los testigos de excepción de ese pasado sean estos Cervantes, en Lengua de perro; Valle-Inclán, en Legión; Bulgakov, en Cartas de Amor a Stalin; Alberti, en Sonámbulo; Teresa de Jesús, en la sorprendente La lengua en pedazos; o un comisionado de la Cruz Roja enviado a supervisar cómo era la vida en los campos de concentración nazis en Himmelweg, sin duda una de sus obras mayores.

Ese conocimiento de la tradición teatral española y occidental le ha permitido incorporar a su trabajo lo mejor de esta tradición, siendo reconocible en sus obras tanto la impronta de Valle-Inclán, Buero o Sastre como la de Brecht, Artaud, Beckett, Pinter o Karl Kraus. Se inscribe, asimismo, en lo mejor de esta tradición por lo que respecta a su talante intelectual, asumiendo, como estos autores lo hicieron en su tiempo, un riguroso compromiso ético, político, con el suyo. Por cierto, la reflexión sobre el papel del intelectual en la sociedad es, precisamente, uno de los temas recurrentes en sus obras. Véase al respecto: El crítico o Cartas de amor a Stalin.

Junto a la memoria, y la pretensión del dramaturgo de inducir con sus obras a que el espectador haga una verdadera experiencia del pasado, el secreto de la verdadera identidad del individuo, “la posibilidad de su desdoblamiento o fragmentación” (Matteini, 1996), su inestabilidad, su vulnerabilidad, etc., son otros de los motivos recurrentes de los personajes de nuestro dramaturgo y tema central, de Más ceniza, la más inquietante y pirandeliana de sus obras. El problema de la responsabilidad personal, el de la mentira, el de la traición, el de la impostura, o el de la violencia que se puede ejercer sobre las personas mediante la manipulación abusiva e interesada del lenguaje, son otros de los temas abordados en sus obras.

Respecto a las peculiaridades de su dramaturgia, obras como Legión, El jardín quemado, el gordo y el flaco, Animales nocturnos, o La tortuga de Darwin, puede aplicárseles la etiqueta de parábolas critico ideológicas. Debido precisamente a su gusto por la alegoría sus obras propenden un tanto al hermetismo y a la abstracción, hasta el punto de que algún crítico se ha referido a su obra como ‘teatro de ideas’. (Caracterización que él no rechaza, aunque, eso sí, diferenciándola bien de lo que se entiende por un teatro de tesis.)

Quizá lo verdaderamente idiosincrático del teatro de Mayorga sea ese cruce, esa tensión permanente entre realismo y simbolismo, entre realidad y alucinación´, un tipo de estructuras dramáticas de alto vuelo poético que operan sobre el espectador a un doble nivel: consideradas en su conjunto, el planteamiento y desarrollo del conflicto dramático trascienden siempre la anécdota particular y son susceptibles de una interpretación simbólica y universalizadora, pero al mismo tiempo, debido a la meticulosidad de sus tramas, pero, sobre todo, debido a la plasticidad del lenguaje, se perciben como enraizadas en la más palpitante realidad. Eso sí, alejadas siempre de cualquier veleidad costumbrista.

Habilísimo constructor de tramas, por lo general, con no demasiados personajes, estas están urdidas con escrupulosa minuciosidad, administrando pistas al espectador, cambiándolas, desdibujándolas, repitiéndolas, según un procedimiento parecido al que se utiliza en la novela de espionaje o en la novela policial, y siguiendo una estructuración temporal del material dramático no necesariamente lineal; los textos parecen a veces planteados como una “actividad descifradora” (Sanchis, 1999) para al espectador.

El desarrollo de la acción dramática se sustenta, además, o casi sería más acertado decir, sobre todo, en un riguroso y efectivo trabajo sobre el lenguaje. Su escritura mantiene una permanente tensión entre “sencillez y complejidad” Su exigencia se manifiesta por igual en la redacción de las didascalias y en la sólida construcción de los diálogos. A todo lo cual podríamos añadir su gusto por la antítesis y la paradoja, la plasticidad y la fuerza de sus metáforas, la variedad y la riqueza de registros, la fina ironía que destilan muchos de sus diálogos, la extremada pulcritud de su prosa siempre sugerente, sencilla y precisa; y, en fin, su habilidad para el uso de la elipsis, de los sobreentendidos y de las presuposiciones, que confiere a la interacción verbal entre los personajes de sus obras una sorprendente vivacidad y naturalidad.

Gordon Craig.
14-IV-2018.

domingo, abril 08, 2018

TEATRO. Consentimiento. "La violación a debate".

Autor: Nina Raine.
Con: David Lorente, Nieve de Medina, María Morales, Jesús Noguero, Candela Peña, Pere Ponce y Clara Sanchis.
Escenografía: Curt Allen Wilmer.
Música y espacio sonoro: Bruno Tambascio.
Versión y dirección: Magüi Mira.
Madrid. Teatro Valle-Inclán.
Hasta el 29 de abril de 2018.
Ya el espacio escénico diseñado por Curt Allen Wilmer, con el publico situado en dos gradas laterales enmarcando una especie de palenque, como en el que se desarrollaban las justas entre caballeros en el medievo, prefigura los términos en los que va a establecerse el debate sobre el asunto que nos convoca a la sala: un proceso público a la violación -la forma más cruel y abyecta de violencia física que puede ejercerse sobre la mujer-, cuya pretensión es que los espectadores se conviertan en un jurado multitudinario que al final de la representación, muestren su veredicto de absolución o culpabilidad contra los litigantes en el proceso. El fondo del escenario una especie de retablo minimalista, con unos receptáculos en los que aparecen encasillados, como empaquetados y aislados los unos de los otros, los personajes (“… Los maniquíes su lección ofrecen, / moral desde vitrinas …” , Pedro Salinas ), envueltos en el ensordecedor ruido de las señales de llamada de los teléfonos móviles, configura, asimismo, el contexto social de máxima actualidad en el que va a desarrollarse la acción.
Porque el debate no se circunscribe al caso, un proceso por una demanda de violación en el que el acusado, para eludir el peso de la ley, alega en su defensa que hubo consentimiento por parte de la víctima. El conflicto, por así decirlo, se expande hasta incluir el ámbito de la vida privada de los abogados de la acusación y de la defensa, a sus familias y amigos, enriqueciéndose con la multiplicidad de puntos de vista de los protagonistas que en uno u otro momento de sus vidas han estado sometidos o van a estarlo a situaciones similares a las de la víctima y el acusado del proceso con el que arranca la obra.
Eduardo, el abogado de la acusación, y su mujer, Kitty, han tenido que mediar ante sus amigos Jaime y Raquel para que recompongan su matrimonio que está pasando por una mala racha; pero al poco van a experimentar ellos mismos como su matrimonio amenaza con resquebrajarse. Kitty, que no ha perdonado del todo antiguos deslices de Eduardo, presionada por las circunstancias -acaba de ser madre-, comienza a flirtear con un amigo común, Tomás, (fiscal de sala y “rival” de Eduardo en los juzgados). Tomás, que en ese momento está intentando establecer una relación sentimental con Sara, actriz, ya en la cuarentena y miembro del grupo de amigos, ve en la seducción de Kitty una forma de vengarse de los éxitos de Eduardo en los tribunales. Enterado este último del asunto y tras una tensa discusión con Kitty termina consumando el acto sexual con ella de una forma un tanto brutal por lo que es acusado de violación. Las tornas han cambiado y ese cambio de roles de los personajes afectan a su forma de interpretar los hechos. La autora parece querernos decir que nuestros juicios morales varían en función de las circunstancias, que estamos inmersos en una suerte de relativismo moral que hace prácticamente imposible dilucidar donde está la verdad. Ni siquiera la ley, que parece algo abstracto, más allá del tráfago de la vida cotidiana y de sus intereses mezquinos, ofrece garantías de que se averigüe la “verdad” porque sus intérpretes son, somos, seres humanos con sentimientos, filias, fobias, y circunstancias personales que interfieren en nuestros juicios de valor.
La versión es espléndida. Los diálogos, densos en ocasiones con términos de la jerga legal y referencias eruditas, fluyen con soltura acompasados con el notable dinamismo que imprime a la acción dramática Magüi Mira, la directora del montaje. (Por cierto, no sé si, aparte de marcar saltos temporales o de lugar de la acción, aportan algo al desarrollo de la misma esos interludios corales de un simbolismo dudoso que la directora intercala entre los sucesivos cuadros). En el capítulo de aciertos, cabe destacar el mantenimiento sostenido de de ese siempre difícil equilibrio de tono tragicómico que impregna tantas escenas de la obra. Desde ese punto de vista son modélicas las escenas en que Kitty (Candela Peña) y Eduardo (Jesús Noguero) tratan de calmar a un inconsolable Jaime (espléndido David Lorente) tras el derrumbe de su matrimonio. Su patético estado de desconcierto, abatimiento y frustración contrasta con la jocunda alegría de la vida del adúltero incorregible que es y que, a lo que se ve, quiere seguir siendo. Nieve de Medina conmueve como la desvalida Adela, una pobre mujer con un terrible historial de vejaciones, triturada por un sistema legal incomprensible e inmisericorde con los más débiles. Jesús Noguero está soberbio como Eduardo, el dolor que le provoca la traición de Kitty da al traste con la seguridad en sí mismo y con el prurito de racionalidad que habían guiado hasta ahora su ejecutoria personal. Quizá un pelín exagerado en la exteriorización de su dolor y en la súbita animadversión hacia Tomás (Pere Ponce) que de amigo solícito y desprendido y sagaz confidente pasa a ser un adversario cínico e implacable, depositario de un inexplicable resentimiento. Clara Sanchis como Sara, muestra los extremos de escepticismo, soledad, frustración y angustia que una mujer de mediana edad esconde tras la fachada de respetabilidad que le proporciona un relativo éxito profesional. Ebria casi todo el rato, apurando al máximo las pocas oportunidades que se le ofrecen de disfrutar de la vida, recurre a todo su rencor acumulado durante años para reclamar su pequeña parcela de felicidad.
Gordon Craig.