jueves, abril 30, 2015

TEATRO. Trilogía de la ceguera. "La tragedia de la vida cotidiana".

Trilogía de la ceguera: La intrusa, Interior y Los ciegos.
De Maurice Maeterlinck.
Con: Lucía Barrado, Lucía Fuengallego, Pablo Huetos, Celia Nadal, Verónica Ronda, Pedro Santos, Carlos Sillveira, Gemma Solé, Quique Fernández y José Vicente Moirón
Versión y dirección: Vanessa Martínez (La intrusa), Antonio C. Guijosa (Interior), Raúl Fuertes (Los ciegos).
Madrid. Teatro Valle-Inclán, sala Francisco Nieva.



¡Reemplazad el vodevil por el misterio!” había escrito Mallarmé en 1887 anticipando y haciendo explícito el deseo latente en muchos creadores de la generación simbolista de romper amarras con el realismo, el materialismo y el positivismo reinantes, a favor de una obra de inspiración mística, a la manera de las alegorizaciones del teatro medieval, en las que se huye de la mera ilusión mimética de la realidad visible para ahondar en los oscuros arcanos del alma humana. Haciendo suya esta preocupación de Mallarmé, Maurice Maeterlinck esbozaría años después en su ensayo Lo trágico de la vida diaria toda una teoría del misterio apelando a un teatro que debía mostrar no sólo la “burda acción física”, la “violencia de la anécdota que reproduce la obra” sino “el canto misterioso del infinito, el silencio amenazador de las almas o de los dioses, la eternidad que ruge en el instante, el destino o la fatalidad”. Cada una a su manera, estas tres piezas tempranas del dramaturgo belga (La intrusa, Interior y Los ciegos) que ahora estrena el Centro Dramático Nacional de la mano de tres jóvenes directores, materializa diversos aspectos de su teoría y nos brinda la oportunidad de aproximarnos al fecundo e influyente cambio de rumbo en la escena europea que inauguró el drama simbolista.

Las tres son piezas breves en un acto, carentes de acción, -algunos críticos las han conceptuado de “drama estático”-, en las que propiamente no se trata de representar un acontecimiento sino de concentrarse en uno de esos momentos críticos de nuestra existencia en que parece que el tiempo se detiene y expandir el instante, si se me permite decirlo así, acumulando tensión dramática, hasta hacer que salten sus costuras. En Interior, por ejemplo, un viejo acude a comunicar a sus vecinos que han encontrado muerta ahogada a una de sus hijas, pero el anciano emisario demora el momento de dar la luctuosa noticia valorando, con su acompañante, un viajero ocasional que es quien ha encontrado el cadáver, la forma de hacerlo, para que sea menos dolorosa para los padres y hermanas de la joven, que al otro lado de los ventanales del jardín parecen felices, ajenos, por el momento, a la terrible tragedia que está a punto de cambiar sus vidas. En La intrusa, el tiempo, de nuevo, parece congelarse en el salón familiar, mientras la madre, el marido, la cuñada, hermanos y sobrinas de la mujer que está en la habitación de al lado y que acaba de dar a luz espera la muerte. La tensión dramática se hace insuperable en algunos instantes, cuando la madre, ciega, presiente la inminencia del deceso. A través de la expresión de los rostros, de la perplejidad de las miradas, de la angustia de la madre, hay momentos en que se palpa, por así decirlo esa presencia intangible, hasta que el llanto desconsolado del recién nacido confirma los peores presagios. En Los ciegos, la pieza quizá más conocida de las tres, un grupo de invidentes abandonados a su suerte en medio de la noche por su guía y mentor tratan de adivinar dónde se encuentran y qué ha sucedido durante unas horas que se hacen eternas debido a la creciente angustia de los protagonistas a los que acucia la desesperación de saberse irremediablemente perdidos en medio de la nada. En todos los casos un destino aciago parece haberse cernido sobre unos personajes que actúan al dictado de poderes indescifrables.

Vanessa Martínez, Antonio C. Guijosa y Raúl Fuertes, por este orden, son los responsables de la versión y dirección de cada una de las obras e imprimen a sus respectivos montajes un sesgo peculiar dentro de un todo que resulta coherente con la general atmósfera de pesadilla que impregna la trilogía. Raúl Fuertes nos invita a participar en una experiencia límite obligándonos a compartir los miedos y terrores de la “oscuridad” con los protagonistas ciegos, dejando totalmente a oscuras escenario y sala durante los casi treinta y cinco minutos que dura la obra. Se palpa en la temblorosa vibración de sus voces el miedo y la angustia y su esfuerzo baldío por “escuchar el sonido de las estrellas” y por descifrar los vagos sonidos de la noche. Antonio Guijosa, deja vacío de personajes el saloncito donde trascurre feliz la velada que va a ser interrumpida por los emisarios de la muerte en Interior y deja al espectador y al poder de evocación de las palabras del viejo y del viajero la responsabilidad de reconstruir su presencia. Solo un velo colgado de la lámpara, que se rasga, simbolizando la muerte, en el momento culminante, atestigua que no estamos en una casa deshabitada. Espléndidamente, por cierto, concebido y materializado este desenlace. Vanessa Martínez, en fin, en un decorado que representa un caserón en ruinas sustentado por unos puntales de obra, nos muestra una extravagante galería de personajes que parecen sacados de la familia Adams, pueriles, caprichosos, parecen más bien espectros o proyecciones de formas simbólicas. Actuando como marionetas -algo que agradaría a Maeterlinck, por cierto-, se debaten en su incapacidad para comprender los signos evidentes de la fatalidad que se cierne sobre la familia.

Ambientación, escenografía y un trabajo de actuación notable, excepcional en ocasiones, todo se confabula para recrear la atmósfera de misterio y ese halo de irracionalidad que destilan las obras.

Gordon Craig.

sábado, abril 25, 2015

TEATRO. Adentro. "El pesado yugo de los vínculos de sangre".

De Carolina Román.
Con: Nelson Dante, Araceli Dvoskin, Noelia Noto y Carolina Román.
Dirección: Tristán Ulloa.
Madrid. Teatro María Guerrero, sala de la Princesa





Aunque con notables diferencias, guarda esta pieza íntima y sincera de Carolina Román innegables semejanzas con El zoo de cristal, de Tennessee Williams. Similitud no sólo estructural (una madre obsesiva, hiperprotectora y nostálgica del pasado, dos hermanos uno de ellos inadaptado y un ocasional visitante/pretendiente que irrumpe en la intimidad familiar en el tramo final del desarrollo de la obra), sino por lo que se refiere al clima o a la atmósfera emocional de la historia.
Descubrimos este “parentesco” instantes antes del desenlace, en una espléndida escena que es como el reverso del vis a vis entre Jim y la dulce Laura Wingfield en la obra de Williams. Y a partir de ese momento es como si todos los personajes se reubicaran según un patrón de interrelaciones que nos resulta familiar, aunque no por ello de menor originalidad. Allí la joven vive por unos momentos la ilusión de que, quien fuera su amor platónico en la escuela secundaria la está cortejando realmente y se abandona a sus impulsos hasta que descubre que todo es un malentendido. Aquí en una secuencia más breve, pero no menos intensa, el rol de Jim, el pretendiente, lo juega Male, la invitada, que dejándose llevar por su natural bondad y solicitud, conmocionada por el violento episodio de enfrentamiento madre hija que acaba de presenciar y malinterpretando las señales equivocas de afecto que trasmite Luis, despliega toda su ternura y necesidad de amor en un intento infructuoso de seducirlo.  
Por seguir con el paralelismo inverso, si se me permite la expresión, con El zoo de cristal,  el rol de Tom lo desempeña Dina, “la negra”, que al contrario de aquel, que terminaba por escapar a la tutela materna, es incapaz de sacudirse el yugo que se ha echado voluntariamente y a su pesar sobre los hombros: el cuidado de una madre anciana y aquejada de demencia senil con la que se ha establecido una relación de verdadera dependencia emocional y, por añadidura, la secuelas de un terrible episodio familiar y de una tormentosa relación sentimental que no vamos a desvelar.
Escrita desde las entrañas, esta obra es una incursión en lo más profundo e inhóspito de las relaciones familiares. Es una obra sobre la ternura, sobre la compasión, sobre la aceptación voluntaria o sobre la esclavitud a la que puede someterte ese entramado de vínculos de sangre no escogidos por nosotros pero que muchas veces nos pueden atenazar como el peor de los grilletes.
Tristán Ulloa, en su segundo montaje como director, imprime, a mi juicio,  el tono y el tempo adecuados a las necesidades del texto, prestando la debida atención a los clímax, siguiendo el vuelo rápido de la cháchara intrascendente o de la algarabía de la fiesta de cumpleaños, demorándose en la confidencia o en las ensoñaciones nostálgicas de Marga -atinadamente subrayadas por melodías populares-, o alargando los elocuentes silencios en que los personajes bucean por su rico mundo interior. Para ello cuenta, desde luego, con un espléndido elenco, encabezado por la veterana Araceli Dvoskin, que borda su rol de anciana senil con sus lapsus, olvidos y confusiones, con sus escasos momentos de lucidez en los que se muestra graciosa y dicharachera, pero que retiene suficiente energía para ejercer los privilegios del matriarcado cuando la ocasión lo requiere. El resto del elenco está igualmente a la altura de las circunstancias. Noelia Noto en el papel de Male, una coqueta, locuaz, amigable y casi candorosa solterona; a su afán de superación de una vida mediocre y sin perspectivas de futuro une el prurito de ser oriunda del viejo continente y su deseo de volver para encontrar sus raíces. Carolina Román y Nelson Dante son los hermanos Dina y Luis; la primera encarna toda la impotencia y toda la frustración de la mujer emanadas de su aberrante relación con Luis y de una vida de renuncias y de sumisión a su madre, pero también toda la compasión y la ternura de la hija cariñosa, solícita y complaciente. En la escena final está realmente conmovedora. Nelson Dante compone un personaje hermético y como ausente. Sus modales correctos, su atildamiento y su extravagante y enfermiza afición a la cosmética no ocultan su carácter imperioso e irascible ni moderan sus incontrolables y ocasionales acceso de celos, parangonables a los del mismísimo Otelo, al que, por cierto, acaba de descubrir. El peso de la culpa que soporta ha hecho de él un ser desconfiado, arrogante e incapacitado para el amor.
Gordon Craig.

lunes, abril 20, 2015

TEATRO. Ojos de agua. "El nácar y el gotelé".

A partir de La Celestina, de Fernando de Rojas
Con: Charo López.
Voz: Fran García, Músico: Antonio Trapote.
Composición Musical: Yayo Cáceres.
Dramaturgia: Álvaro Tato.
Dirección: Yayo Cáceres.
Madrid. Teatro Español, sala Margarita Xirgu





“Ojos de agua” remite al estribillo de una tonada, que en la voz del espíritu de Pármeno y en medio de las ensoñaciones de Celestina, vuelve una y otra vez a escucharse como un lánguido ritornello cada vez que a la vieja y cansada alcahueta se le llenan los ojos de lágrimas recordando el pasado o cada vez que se siente abatida por el presentimiento de su muerte. Fiel al espíritu “ronlalero” de introducir música en sus espectáculos como parte integrante en el desarrollo de la acción, Yayo Cáceres ha compuesto para la ocasión varios temas interpretados en directo por Fran García con el acompañamiento a la guitarra de Antonio Trapote que vienen facilitar las transiciones de una fase a otra de este extenso monólogo y a subrayar los momentos de mayor temperatura emocional del montaje.
Tras una sucinta presentación inicial del personaje y tras establecer su parentesco con otras egregias representantes del gremio de la “tercería” en nuestra literatura: Brígida, Fabia o la Trotaconventos del Arcipreste de Hita, hace su aparición la protagonista para explicarnos cómo, tras sobrevivir milagrosamente a las puñaladas de Sempronio, consiguió refugiarse en un convento de clausura en el que ha estado viviendo sus últimos años. Acuciada por las pesadillas y por la premonición de su muerte inminente, decide dar un repaso a su vida y contar a las monjas y a nosotros espectadores los pormenores de una existencia llena de fatigas y placeres, primero para justificar su elección por la hechicería y por la prostitución como modus vivendi, como única posibilidad para defender la libertad personal frente a las otras dos opciones, ambas de sometimiento, de sumisión, a la regla de una orden monástica o al yugo del matrimonio, y luego, para reflexionar sobre algunos temas y aspectos nucleares de la vida y de la obra de Fernando de Rojas: el paso del tiempo, la belleza perecedera, el placer, la soledad o la muerte.
El texto de Álvaro Tato parece escrito ad hoc para Charo López que, en su madurez artística, se identifica plenamente con esta mujer entrada en años apesadumbrada por la pérdida del vigor físico y de la lozanía de la juventud, que exalta una y otra vez la vida de placeres y que renuncia a contemporizar con unas creencias que reniegan del sexo como algo pecaminoso. El trabajo de Charo López mejora a medida que la obra avanza y alcanza su cenit cuando el dramaturgista -que ha hecho una meritoria labor de síntesis- cede el testigo a los pasajes originales de Fernando de Rojas. Y es que lo que el espectador espera quizá es el reencuentro gozoso con un texto crucial de nuestra literatura que, por razones que no vienen al caso, ha encontrado raras ocasiones de abrirse camino con éxito hacia nuestros escenarios. Un texto representativo de esa cosmovisión prerrenacentista que propicia la liberación de todas las potencias del espíritu y de la carne y que intentaba abrirse paso con uñas y dientes rasgando el velo secular de la opresión religiosa sobre las costumbres que había supuesto la Edad Media.
Asumiendo el eclecticismo del montaje y respetando la visión personal de los autores y su enfoque del personaje hay dos “peros” que querría poner a su trabajo. En primer lugar el que hayan cedido a la tentación de vincular al presente a un personaje tan universal como es la Celestina mediante la intromisión permanente de citas y referencias de actualidad, en un intento, quizá, de empatizar con el espectador menos avisado. No veo qué gana el texto con esos excesos de familiaridad, con esos gestos para la galería. En segundo término, no entiendo muy bien esos cambios de tono aleatorios que se producen en el tratamiento de distintas escenas que en la obra original tienen un carácter más homogéneo. ¿No hay un exceso de frivolidad al abordar cuadros caracterizados por un intenso dramatismo? ¿No se abusa un tanto de la parodia en, por ejemplo, el primer encuentro de Calixto y Melibea, llegándose incluso a travestir a los personajes y a disfrazarlos con nariz de payaso? No parece siempre justificado el paso del “nacar” al “gotelé”, además, no hace falta prestar mucha atención para ver en qué registro se encuentra más cómoda la actriz protagonista, cuándo hay una vivencia más genuina, cuándo trasmite una verdadera emoción. La drástica mutilación del texto, en fin, no impide -Charo López mediante- que aflore aquí y allá el torrente desbordante de vitalidad que alienta al personaje de Rojas, su sensualidad, su coraje, la seguridad en sí misma que sólo proporciona una dilatada experiencia de la vida o la presencia de ánimo con la que se enfrenta a la soledad y a la muerte.

domingo, abril 12, 2015

TEATRO. A-creedores: "La mirada de los otros".

A partir de Los acreedoresAugust Strindberg.
Versión y dirección de Claudia Faci.
Con: Claudia Faci, Fernanda Orazi y Pablo Messiez.
XXXII Festival de Otoño a Primavera
Madrid, Teatro Pradillo.





Recurrir para el título de su obra a un término como “acreedores”, que cobra su sentido pleno en el contexto de las transacciones comerciales o pura y simplemente en el del dinero contante y sonante, ya da una idea del grado de despersonalización, de frialdad glacial y de ausencia de cualquier vestigio de retórica sentimentaloide con la que aborda Strindberg el conflicto que desarrolla la obra que comentamos. Las heridas del alma que se inflingen los personajes, movidos por el rencor, por la debilidad y por el sentimiento de culpa, parecen producidas por un escalpelo en el ambiente aséptico de una sala de operaciones. Más que a un arreglo de cuentas -expresión que tiene el mismo origen en lo crematístico pero que ya está impregnada de un cierto tufillo de humanidad-, pareciera que asistimos a una auténtica disección del alma humana. De hecho, yo juraría que en un remoto montaje de la obra, en el Pequeño Teatro de Magallanes del que tengo recuerdo, la acción no se desarrollaba en un balneario sino en el interior de un quirófano.
Junto a este ambiente de asepsia -el blanco y el brillo metálico del mobiliario de hospital-, otra cosa que recuerdo de aquel montaje y del texto original es una vertiginosa, casi implacable progresión dramática hacia el fatal desenlace y la portentosa capacidad del autor para el análisis psicológico. En pleno furor del Naturalismo, Strindberg, sin embargo, pone un pero a los postulados del determinismo biológico que mueve a los personajes. Cuando Nekla en el cuadro tercero quiere disculparse apelando a “su naturaleza” Gustavo le replica que lo que ella dice es verdad sólo hasta cierto punto y añade: “Y luego hay un repliegue… en el que se oculta a pesar de todo, lo que hay de culpa, de deuda …, y es ahí donde tarde o temprano se presentan los acreedores. Y llaman.” Yo veo ahí la tesis esencial de la obra, independientemente de que Adolfo esté escuchando esta conversación detrás de la puerta y acabando -como suele decirse-, de cocerse a fuego lento. Aunque es cierto que sin esa puesta en escena urdida por Gustavo para que Adolfo asistiera en vivo y en directo a la traición de su mujer éste no habría terminando de fraguar su decisión irrevocable de quitarse la vida.
No sorprende, pues, que Claudia Faci, -aparte de su fascinación, evidente, por el texto de Strindberg-, haya intentado recuperar en su montaje el valor de la mirada del testigo escondido detrás de la puerta, y por extensión, reflexionar acerca de cómo construimos -o destruimos- nuestra identidad a través de la mirada de los otros. Para ello multiplica los puntos de vista, ejerciendo ella misma de maestra de ceremonias, dando instrucciones a los actores, dirigiendo la recepción e incorporando incluso al público de manera activa en la representación. Con parte del texto pregrabado y hurtándonos la presencia física sobre el escenario de Gustavo, agente principal de trama, focaliza su atención sobre “la víctima” y desplaza el rol de Nekla (estupenda Fernanda Orazi), salvo en contadas ocasiones en las que interviene plenamente como tal personaje (en la escena culminante del cuadro segundo, por ejemplo), y la transforma en mero cuerpo propuesto casi como objeto de contemplación voyeurista, moviéndose en un espacio que sólo recuerda a un balneario, por el traje de baño que viste durante casi toda la obra, por sus abluciones o por la presencia de botellas de agua mineral. Rota la progresión canónica de la acción, -de hecho la obra comienza con el descubrimiento de Nekla del cuerpo exánime de Adolfo tirado en la alfombra-, el texto de Claudia Faci se cuela por los intersticios del texto fuente dilatando o explicitando aspectos de los personajes que Strindberg toca sólo de pasada, como la “escena” final que Fernanda Orazi, se empeña en representar, tirada en la alfombra, lamentándose de la infancia desgraciada de Nekla. Digo que se empeña en representar, porque la obra cede con frecuencia a la fascinación de lo metateatral: los actores abandonan su papel, para recordarnos que están representando, en una no velada referencia/homenaje a la teatralidad misma, como forma de comprender el mundo, de conformar la realidad.
Lo que “no perdono” a la directora es que nos haya hurtado prácticamente ese fabuloso tercer acto, aunque a cambio, haya conseguido derribar definitivamente la cuarta pared e implicar al público en un apoteósico final, en un efusivo ¿orgiástico? ritual de confraternización.    
Gordon Craig.