Autor: Paco Bezerra.
Con: Armando del Río, César Mateo, David Castillo, María Adánez y Chema León.
Diseño de escenografía: Mónica Boromello.
Diseño de Iluminación: Felipe Ramos.
Dirección: Luis Luque.
Madrid. Teatro Bellas Artes. 23 de enero de 2018.
Llega a la cartelera madrileña Lulú, el personaje más controvertido del dramaturgo alemán Frank Wedekind (1864-1918), en forma de fábula moral, sumándose a la ofensiva dizque pro derechos de la mujer que se ha desencadenado desde los cuatro puntos cardinales y que, bajo la envoltura de los más variados e inofensivos mantras, desde el “me too” de la actrices hollywoodenses o el “abanico rojo” en la pasarela de los Goya, hasta el más reciente de la “brecha salarial” esgrimido desde las bancadas de la izquierda en el Congreso de los Diputados (llamado a convertirse en “Congreso”, a secas, por mor de esas veleidades feministas) esconde la amenaza del pensamiento único.
¿Oportuna? ¿Oportunista? Eso lo decidirá el público. En cualquier caso, hay que dar la bienvenida a este espectáculo que rescata para los escenarios, ya sea de manera indirecta, la figura de un dramaturgo tan eminente como olvidado en nuestra cartelera y una poética escénica de corte expresionista que tampoco se prodiga demasiado en nuestros escenarios.
En su recuperación de este mito erótico del teatro occidental, de esta femme fatal, mujer libidinosa, tentadora, luciferina, que maneja a los hombres como a marionetas hasta conducirlos a la perdición, Paco Bezerra se decanta por un final distinto para la heroína de Wedekind, la bailarina de belleza exuberante y sexualidad a flor de piel que termina sus días trágicamente en Londres como prostituta callejera. Aquí la seductora no es tal, sino la proyección de una fantasía sexual en la mente calenturienta de Amancio y de sus hijos, los zafios y atrabiliarios dueños de una explotación de manzanos, a cuenta de una pobre jornalera de las que trabajan en la recolección del fruto y a la que encuentran una noche malherida y medio desnuda a causa de un accidente fortuito.
El efecto que una joven de piel suave, pechos mórbidos y sonrisa seductora causa entre los moradores de la casa familiar, un hogar en el que no ha puesto los pies hembra alguna desde la muerte hace años de la madre, es devastador, y todos ellos parecen ser víctimas de un misterioso hechizo, una percepción que, potenciada por las delirantes teorías sobre el carácter demoníaco de las mujeres que sostiene el párroco del lugar exacerba sus ánimos y desata sus peores instintos. Todo se aclara en un breve epílogo final, en el que la protagonista revela que lo que hemos visto en la primera parte no es sino el producto de una monumental mistificación, que la “verdad del cuento” es que estos lúbricos y montaraces lugareños, presa de un irrefrenable deseo sexual, retienen contra su voluntad en la casa familiar a la joven Lucía -que así es como se llama esta jornalera- ejerciendo sobre ella toda suerte de desmanes y vejaciones.
Quien mejor ha entendido, a mi juicio, la intención última de esta fábula de tintes violentos -emparentada con las piezas del ciclo galaico de Valle-Inclán y, más específicamente, con las Comedias Bárbaras-, ha sido Mónica Boromello, responsable de una magnífica escenografía y ambientación en la que se ha eliminado cualquier vestigio de representacionismo realista para evocar un tiempo y un lugar legendarios; su huerto de manzanos/jardín del Edén envuelto en brumas, con un altar para los sacrificios en el centro donde hace acto de presencia Lulú tumbada como víctima propiciatoria, es lo más parecido a ese espacio mítico que imaginamos para los ritos ancestrales.
Respecto al texto, en exceso esquemático y opaco, sobre todo en los primeros compases del relato de Amancio y en la frialdad e indiferencia con la que éste responde ante la misteriosa aparición de Lulú, hecho central en el desarrollo de la trama, le cuesta levantar el vuelo y parece como el si gélido ambiente de la tarde invernal madrileña se hubiera trasladado al interior de la sala. Tampoco es que contribuya mucho el fraseo monocorde y desvaído de Armando del Río (Amancio) ni el artificiosamente efusivo e impostado tono de César Mateo (Calisto) y David Castillo (Abelardo) en sus réplicas y apostillas. Hasta la afección gripal más que evidente de María Adánez se confabula para restarle colorido a la habitual frescura y calidez de su voz y sensualidad y misterio a su figuración como reina de las hadas. Menos mal que renace, intacto, todo su dolor y su poder de convicción en su alegato final una vez abandonado el rol de arquetipo femenino y restituida a su condición de mujer corriente y moliente.
Espero que el “rodaje” con público contribuya a corregir estas carencias y déficits y el espectáculo alcance su verdadero punto de ebullición.
Gordon Craig,