martes, febrero 27, 2018

TEATRO. Lulú. "La verdad del cuento".

Autor: Paco Bezerra.
Con: Armando del Río, César Mateo, David Castillo, María Adánez y Chema León.
Diseño de escenografía: Mónica Boromello.
Diseño de Iluminación: Felipe Ramos.
Dirección: Luis Luque.
Madrid. Teatro Bellas Artes. 23 de enero de 2018.
Llega a la cartelera madrileña Lulú, el personaje más controvertido del dramaturgo alemán Frank Wedekind (1864-1918), en forma de fábula moral, sumándose a la ofensiva dizque pro derechos de la mujer que se ha desencadenado desde los cuatro puntos cardinales y que, bajo la envoltura de los más variados e inofensivos mantras, desde el “me too” de la actrices hollywoodenses o el “abanico rojo” en la pasarela de los Goya, hasta el más reciente de la “brecha salarial” esgrimido desde las bancadas de la izquierda en el Congreso de los Diputados (llamado a convertirse en “Congreso”, a secas, por mor de esas veleidades feministas) esconde la amenaza del pensamiento único.
¿Oportuna? ¿Oportunista? Eso lo decidirá el público. En cualquier caso, hay que dar la bienvenida a este espectáculo que rescata para los escenarios, ya sea de manera indirecta, la figura de un dramaturgo tan eminente como olvidado en nuestra cartelera y una poética escénica de corte expresionista que tampoco se prodiga demasiado en nuestros escenarios.
En su recuperación de este mito erótico del teatro occidental, de esta femme fatal, mujer libidinosa, tentadora, luciferina, que maneja a los hombres como a marionetas hasta conducirlos a la perdición, Paco Bezerra se decanta por un final distinto para la heroína de Wedekind, la bailarina de belleza exuberante y sexualidad a flor de piel que termina sus días trágicamente en Londres como prostituta callejera. Aquí la seductora no es tal, sino la proyección de una fantasía sexual en la mente calenturienta de Amancio y de sus hijos, los zafios y atrabiliarios dueños de una explotación de manzanos, a cuenta de una pobre jornalera de las que trabajan en la recolección del fruto y a la que encuentran una noche malherida y medio desnuda a causa de un accidente fortuito.
El efecto que una joven de piel suave, pechos mórbidos y sonrisa seductora causa entre los moradores de la casa familiar, un hogar en el que no ha puesto los pies hembra alguna desde la muerte hace años de la madre, es devastador, y todos ellos parecen ser víctimas de un misterioso hechizo, una percepción que, potenciada por las delirantes teorías sobre el carácter demoníaco de las mujeres que sostiene el párroco del lugar exacerba sus ánimos y desata sus peores instintos. Todo se aclara en un breve epílogo final, en el que la protagonista revela que lo que hemos visto en la primera parte no es sino el producto de una monumental mistificación, que la “verdad del cuento” es que estos lúbricos y montaraces lugareños, presa de un irrefrenable deseo sexual, retienen contra su voluntad en la casa familiar a la joven Lucía -que así es como se llama esta jornalera- ejerciendo sobre ella toda suerte de desmanes y vejaciones.
Quien mejor ha entendido,  a mi juicio, la intención última de esta fábula de tintes violentos -emparentada con las piezas del ciclo galaico de Valle-Inclán y, más específicamente, con las Comedias Bárbaras-, ha sido Mónica Boromello, responsable de una magnífica escenografía y ambientación en la que se ha eliminado cualquier vestigio de representacionismo realista para evocar un tiempo y un lugar legendarios; su huerto de manzanos/jardín del Edén envuelto en brumas, con un altar para los sacrificios en el centro donde hace acto de presencia Lulú tumbada como víctima propiciatoria, es lo más parecido a ese espacio mítico que imaginamos para los ritos ancestrales.
Respecto al texto, en exceso esquemático y opaco, sobre todo en los primeros compases del relato de Amancio y en la frialdad e indiferencia con la que éste responde ante la misteriosa aparición de Lulú, hecho central en el desarrollo de la trama, le cuesta levantar el vuelo y parece como el si gélido ambiente de la tarde invernal madrileña se hubiera trasladado al interior de la sala. Tampoco es que contribuya mucho el fraseo monocorde y desvaído de Armando del Río (Amancio) ni el artificiosamente efusivo e impostado tono de César Mateo (Calisto) y David Castillo (Abelardo) en sus réplicas y apostillas. Hasta la afección gripal más que evidente de María Adánez se confabula para restarle colorido a la habitual frescura y calidez de su voz y sensualidad y misterio a su figuración como reina de las hadas. Menos mal que renace, intacto, todo su dolor y su poder de convicción en su alegato final una vez abandonado el rol de arquetipo femenino y restituida a su condición de mujer corriente y moliente.
Espero que el “rodaje” con público contribuya a corregir estas carencias y déficits y el espectáculo alcance su verdadero punto de ebullición.
Gordon Craig

domingo, febrero 25, 2018

TEATRO. Hablar por hablar. "El pulso de la madrugada".

Autores: Juan Cavestany, Yolanda García Serrano, Anna R. Costa, Juan Carlos Rubio y Alfredo Sanzol.
Textos extraídos del libro Hablar por hablarHistorias de madrugada, de Mara Torres.
Con: Antonio Gil, Ángeles Martín, Samuel Viyuela González, Carolina Yuste y Pepa Zaragoza.
Con las voces de José Sacristán, Macarena Berlín, Cristina Lasvignes y Mara Torres, entre otros.
Escenografía de Eduardo Moreno.
Dirección: Fernando Sánchez Cabezudo.
Madrid. Teatro Bellas Artes.
28 de enero de 2018.

Nace este espectáculo de la afición por el sketch, por la escena breve -normalmente cómica-, de los autores del texto y del propio director del montaje, Fernando Sánchez Cabezudo, que ya se sirvió con éxito de esta fórmula en Historias de Usera, el espectáculo con el que echó el cierre al tan prometedor como efímero proyecto de la sala Kubik en el conocido barrio madrileño.
Este gusto por la imagen fragmentada, discontinua, discreta -en el sentido matemático del término-, tiene hondas raíces en la filosofía, en la literatura y en la praxis de la comunicación contemporáneas, donde pareciera rehuirse la pretensión de dar en las obras una imagen objetiva, “totalizadora” del mundo a favor de la coexistencia libre de una pluralidad de elementos fragmentarios yuxtapuestos. En este sentido, las “historias” de los oyentes del programa “Hablar por hablar” de las madrugadas de la cadena SER recopiladas por Mara Torres son un espléndido material en bruto, unos textos que, convenientemente aderezados por los autores de la dramaturgia y ordenados de manera aleatoria, vendrían a constituir el paradigma de esa forma de comunicación (pos)moderna hecha de retazos, en apariencia inconexos, de la realidad.
Digo “en apariencia”, porque en el trasfondo de todas esas historias, subyace un elemento unificador que las vivifica y que no es otro que el profundo y desgarrador sentimiento de soledad de sus protagonistas anónimos. A lo que hay que añadir, la cordial y atenta escucha de ese locutor o locutora que desde el aislamiento del estudio tiene que lidiar con las situaciones más insólitas, y la no menos cordial y honda corriente de solidaridad que esas conversaciones suscitan en la audiencia.
Es la esencia y, por qué no decirlo, el misterio de la radio en la madrugada, lo que capta y trasmite perfectamente este espectáculo que llega al corazón del espectador. Y es que todos nosotros, en alguna medida, en determinadas circunstancias de nuestra vida, para sentirnos acompañados al volante, o durante las largas noches de estudio, o cuando la angustia del insomnio prolongado ahuyenta el sueño reparador, todos, digo, hemos buscado un poco de entretenimiento, cuando no compañía o consuelo en esa cálida voz amiga que, envuelta en los pliegues de una melodía conocida, nos llega a través de las ondas y se expande por la oscuridad de la estancia como si se tratara de en punto de luz en medio de la noche.
Recuerdo unos versos de Pedro Salinas, de la Variación XII de El contemplado que rezan así:
Dos amantes se matan por un hilo
-ruptura a dos mil millas-
            Sin que pueda salvarle una mirada
                        un amor agoniza.
Pues bien, aquí, por el contrario, el hilo telefónico, una llamada desesperada, desde no se sabe qué distancia y atendida con solicitud desde la emisora, puede tener un efecto salvífico, puede ayudar a Suso, el desesperado pescador gallego a solucionar su problema de custodia compartida, a que Merche se reencuentre con el primer amor de su vida, que es padre si saberlo de un hermoso niño de pocos años; o puede servir de altavoz al “hombre lobo” de Alcalá de Henares, o a recuperar un niño deficiente perdido a la salida del Primero de Octubre, o a abrirle los ojos al macarra de Juanfran para que comprenda que los pantalones de cuero y los collares de oro no son mejor salvoconducto para seducir a las mujeres (aunque a él le da igual porque parece estar dispuesto a pulirse una pasta en prostitutas).
Historias salaces, divertidas, pintorescas, esperpénticas, trágicas, entre el costumbrismo y los reality televisivos, siempre con un punto de ingenio, ancladas en la realidad más inmediata y cifrados en un registro rabiosamente coloquial que Sánchez Cabezudo dirige con brío y el elenco en su conjunto, desdoblado en múltiples personajes aborda con desparpajo y consumada maestría y oficio.
Gordon Craig.

martes, febrero 13, 2018

1000 razones para no dejar de leer. Luz de agosto, William Faulkner.

"Y, por primera vez, Byron comprendió que el nombre de un hombre, considerado en general como simple interpretación sonora de lo que es ese hombre, puede ser también, en cierto modo, un presagio de lo que hará, si se puede leer a tiempo el significado".

Luz de agosto, William Faulkner.