domingo, septiembre 28, 2014

1000 razones para no dejar de leer. Entrevista a Juan Mayorga en Jot Down. "El enorme poder del teatro".

<< Lo que me hace recordar una expresión de un colega argentino: hay que hacer al espectador cómplice de la dificultad. Si los actores dicen al espectador «no podemos construir aquí un tren como los del cine, pero te invitamos a imaginar que estamos en un tren en un viaje en zigzag por Europa» y el espectador les entrega su complicidad, si eso ocurre, el teatro es capaz de todo, porque no tiene otro límite que la imaginación de ese espectador.

Recuerdo a menudo esa definición que propone Borges según la cual el teatro es el arte en el que un hombre finge ser lo que no es y otro hombre finge que se lo cree. Genial. Es decir, de pronto yo te digo; «Soy Julio César». Si tú no dices: «Vale, voy a fingir que creo que eres Julio César», si no se establece ese pacto de fingimientos, no hay teatro. Pero si se establece ese pacto, porque tú quieres, convertimos esto en Roma. Ese es el enorme poder del teatro. >>

Entrevista a Juan Mayorga en Jot Down.

Lee aquí el artículo completo.

miércoles, septiembre 17, 2014

TEATRO. La sangre de Antígona. "Tu llanto es sangre, Tu voz, gemido".

De José Bergamín. Versión: Fernando Bergamín Arniches.
Con: Arturo Beristáin, Ana Isabel Esqueira, Israel Islas, Érika de la Llave, Rosenda Monteros y Álvaro Zúñiga. Coro: Rocío Leal, Toni Marcín, Abril Mayett, Laura Padilla y Tere Rábago.
Música y sonido: Ignacio García.
Escenografía: Jesús Hernández.
Dirección: Ignacio García.
Madrid, Teatro María Guerrero.





El argumento y la estructura de la versión (reescritura, recomposición, o como quiera que queramos llamarlo) que lleva a cabo José Bergamín de esta obra cimera de la tragedia ática que es la Antígona sofocleana difiere bastante del original. Para empezar, el conflicto generado entre Antígona y Creonte, su tío, por la negativa de éste a que se dé sepultura al cadáver de Polinices, muerto junto a su hermano Etiocles a las puertas de Tebas -conflicto entre la esfera de lo público y de lo privado, entre la ley y la ética individual-, que en aquella constituía el elemento nuclear, aquí ha pasado a un segundo plano; en el texto de Bergamín, supura todavía la herida reciente de la guerra civil española, una lucha, que como la de los hijos de Edipo fue una lucha fratricida, cuyas secuelas de dolor y de odio aún perduran y que se hacen patentes ya desde la primera escena en el hondo lamento de Ismene y del Coro: “Que corran las lágrimas y rompan tu aliento los sollozos”; lamento convertido en grito -en el caso de Antígona- elevado a los cielos como interrogación acusadora, como denuncia a sus conciudadanos y a los gobernantes de levantar muros de incomprensión entre los hombres, como expresión del terrible dolor que supone cargar con la maldición de la sangre.

Reducido a sus mínimos el enfrentamiento de Hemon con Creonte -dos escenas fundamentales en la pieza originaria-, suprimido el final, en el que se materializa el vaticinio de Tiresias, la muerte de Hemon y de Eurídice y la ruina de la familia, la peripecia de Antígona, su rebeldía, la gallardía con la que se enfrenta a los soldados y al poder del tirano, la fibra profundamente humana de sus padecimientos, de su doloroso proceso de renuncia a la vida y de su atracción fatal e ineluctable por el reino de los muertos se convierten en protagonistas indiscutibles de esta versión y acaparan, sin duda, los momentos más inspirados, los de mayor efusión lírica y los de mayor fuerza trágica del texto.

El montaje de Ignacio García potencia en su justa medida el tono épico de la tragedia, merced a un uso atinado de la luz, del sonido y del movimiento escénico, plenamente incardinado en una escenografía que, pese a su monumentalidad de ágora, de templo o de mausoleo, nunca agobia a los personajes si no que los integra en coherencia con su rango, funciones o exigencias de cada escena. Lo mismo puede decirse del vestuario, pese al contraste entre los uniformes modernos de Creonte y los soldados y las túnicas y vestidos talares de época. La españolidad del espacio sonoro, en cambio, es innegable, con un fondo musical de timbales y trompetas que reproducen el aire marcial de las marchas procesionales y recuerdan la estética de algunos montajes de Salvador Tavora con “La Cuadra” de Sevilla. Aunque no es este el único elemento de resonancias rituales. Durante los dos bellísimos recitativos de la escena primera del acto III -imponente- en los que rechaza la ingesta del pan y el vino que, como único sustento, le traen a la cueva los guardianes, hay la misma emoción en la plegaria y la misma solemnidad en la gestualidad de Antígona que en el oferente de una celebración eucarística. En conjunto el montaje recrea vívidamente la atmósfera arcaica de una época legendaria -con algún que otro guiño a episodios no menos trágicos y espeluznantes de la historia reciente- y nos regala cuadros de una extraordinaria e impactante belleza plástica.

La labor de dirección y el trabajo de los actores son, asimismo, sobresalientes. Atento siempre el coro, en sus reconvenciones, en sus lamentos, en sus ayes lastimeros; mesurada siempre Ismene (Ana Isabel Esquira), en sus muestras de contrariedad, de asombro y de afecto, en su conmiseración y en su aceptación resignada del destino; Arturo Beristáin compone un enrabietado petimetre; con su uniforme, sus gafas oscuras, su bigotito y su voz un tanto aflautada constituye una burda parodia, una patética réplica del “Friolera” valleinclanesco. Aunque quienes tienen más oportunidades de lucimiento son Rosenda Monteros como Tiresias y sobre todo Érika de la Llave como Antígona. Sobrecoge la figura espectral del viejo Tiresias que parece un fantasma venido de ultratumba a enunciar, con su ritmo pausado y solemne y con su tono oracular sus temibles vaticinios. Érika de la Llave, presta a Antígona todo el empaque, la fortaleza, la determinación y la presencia de ánimo de una heroína trágica. Derrocha energía y trasmite con insuperable maestría el torbellino de emociones y sentimientos que encierran los hermosos versos de Bergamín; fluctua de la ternura con el cadáver de su hermano a la indignación ante el tirano y ante la barbarie de la guerra; es imperiosa con los soldados, indulgente con su hermana y siempre dueña de sí misma mientras encara con singular arrojo y serenidad el final que el destino le tiene reservado.

Gordon Craig.

CDN. La sangre de Antígona.

domingo, septiembre 14, 2014

martes, septiembre 09, 2014

TEATRO. Juan Carlos Pérez de la Fuente aterriza en el Español.


A mediados del pasado mes de julio, en plenas vacaciones estivales, saltaba la noticia del nombramiento de Juan Carlos Pérez de la Fuente como nuevo director artístico del madrileño Teatro Español en sustitución de Natalio Grueso. Desde el modesto y acogedor observatorio de la realidad teatral madrileña que me ofrecen las páginas del Diario de Alcalá quiero dar la enhorabuena a Pérez de la Fuente y, como se decía antes, hacer votos para que su nueva singladura profesional a cargo de una institución tan venerable esté plagada de éxitos. Merecimientos y sabiduría no le faltan; y ganas creo que tampoco.


Tuve el privilegio de conocer a Pérez de la Fuente en julio de 1999. Fue con ocasión de un curso de iniciación a la dirección escénica que organizaba la sala Cuarta Pared en colaboración con la Asociación de Directores de Escena (ADE). Por entonces llevaba tres años a cargo de Centro Dramático Nacional y nos recibió en su despacho de la segunda planta del Teatro María Guerrero. Relajado y vestido de manera informal, recuerdo que se mostró afable y cercano, aunque nos habló poco del asunto relacionado con el curso que nos había convocado allí: el “casting”, derivando enseguida la conversación hacia cuestiones más generales sobre las dificultades de llevar a buen puerto un montaje. Debía de estar preparando por entonces La visita de la vieja dama, de Dürrenmatt; a sus 40 años y en un momento particularmente dulce de una brillante carrera derrochaba vitalidad y trasmitía sobre todo entusiasmo y pasión. Tan sólo le contrariaba un tanto, me pareció advertir, que sus responsabilidades de tipo administrativo, burocrático -y eso incluía nuestra presencia allí-, le restaran tiempo a su labor creadora.

Si no me falla la memoria, por aquellas fechas yo sólo había visto tres espectáculos suyos, todos en el María Guerrero: Pelo de tormenta (1997), San Juan (1998) y La fundación (1998), e ignoraba su dilatada carrera previa en el teatro privado, con hitos memorables como haber dirigido a Luis Escobar, Alberto Closas o Amparo Rivelles y haber rescatado para la escena a la gran María Jesús Valdés, protagonista principalísima de muchos de sus ulteriores trabajos. Con todo, la calidad artística y técnica de los montajes de la obras de Francisco Nieva, Max Aub o Buero Vallejo a los que he hecho referencia bastarían para consagrarle como el director de culto que ha sido para mi desde aquellas fechas y que nunca o prácticamente nunca me ha defraudado. Todavía recuerdo vividamente la impresión que me causó ver patas arriba todo el patio de butacas del teatro María Guerrero para la representación de Pelo de tormenta. Aquello fue como una súbita revelación de la dimensión de fiesta y celebración de la teatralidad barroca que hasta entonces no había visto en los escenarios. Esta vertiente espectacular de su concepción del teatro se acentuaría si cabe en el San Juan y en La visita de la vieja dama, y años después (2008) en Puerta del Sol espectáculo basado en los Episodios Nacionales de Galdós y donde el movimiento escénico, en las escenas del Motín de Aranjuez, por ejemplo, alcanza caracteres épicos. Pero ese gusto por lo espectacular, por el ceremonial, por el teatro ritual -pronto veríamos dos montajes espléndidos de Arrabal: El cementerio de automóviles (2000) y Carta de amor (2002)- no va nunca en detrimento del trabajo del actor, cuyo protagonismo y relevancia se evidencia más si cabe en sus montajes de piezas de corte realista, como en La fundación (ya citada) y en Historia de una escalera, de Buero, o en La muerte de un viajante (2001), de Arthur Miller, con unos espléndidos José Sacristán y María Jesús Valdés en los personajes principales. Es sabido la importancia que tienen los recuerdos en el desarrollo de la acción en esta pieza de Miller y tengo bien presente, transcurridos casi 15 años del estreno, la minuciosidad con la que Pérez de la Fuente preparó cada “reencuentro de los personajes con su pasado” y el movimiento y la ubicación precisa de los actores en el momento de recibir ese halo de luz que los transfiguraba en apariciones para luego devolverlos, en cuestión de segundos, a la realidad de sus días grises, a sus mentiras y a su frustración. Y recuerdo también unas declaraciones que realizó sobre la pertinencia del montaje y sobre la buena acogida que la obra estaba recibiendo por parte del público: “La gente tiene miedo a que esta sociedad maquillada de bienestar, confort, éxito y consumismo, un día estalle y se rompa en mil pedazos. En lo más hondo, todos sabemos que esto no es más que un espejismo y que todo se puede tambalear bajo nuestros pies”. Sumidos como estamos ahora en plena crisis y en pleno desconcierto aquellas palabras tenían un inequívoco tono profético, y a la vez describen muy bien su postura siempre beligerante con el materialismo que impregna nuestra sociedad, y su reivindicación de la espiritualidad, del ritual y de la esfera de lo poético que han guiado la elección de muchas de las obras que ha puesto en escena.

            Luego vendrían muchos más montajes, ya con su propia productora, y sería imposible en este artículo ponderarlos todos. Una nueva etapa en la que una y otra vez ha vuelto a los autores españoles -otra de sus “obsesiones”-, clásicos (El mágico prodigioso (2006) y La vida es sueño (2008), una estupenda puesta estrenada aquí, en el teatro Cervantes de Alcalá, un montaje muy físico con un portentoso Fernando Cayo en el papel de Segismundo) y contemporáneos, como Jardiel, Lauro Olmo, Gala, Mayorga o Alfonso Sastre (magnífico ¿Dónde estás Ulalume, dónde estás? (2007) y merecido reconocimiento hacia uno de nuestros mejores dramaturgos vivos) intentando bucear con ellos o a través de ellos en la problemática realidad histórica de España, convulsionada ahora más que nunca por sus detractores y en una realidad social necesitada de la indagación serena y lúcida de los intelectuales y artistas, entre ellos los dedicados al teatro, que no en vano es la más social de las artes.

            Cuando pienso en el enorme esfuerzo y dedicación que exige la coordinación varias de las salas más representativas de la escena madrileña que lleva asociada la dirección del Español (Naves del Matadero, Fernán Gómez o Circo Price incluidas) y en el más que probado prurito de Pérez de la Fuente de hacer su trabajo de un modo riguroso y concienzudo me asalta el temor de que esa ingente tarea de gestión le distraiga de su faceta de dirección y nos prive de las ya habituales citas con sus montajes. Para cuando se decida a dirigir, y en relación con la autoría española, tan maltratada en los escenarios, voy a permitirme, con toda modestia, tres recomendaciones: un autor y dos desafíos. El autor es José Ruibal (Los mendigos, El hombre y la mosca, La máquina de pedir …) no menos olvidado, es cierto que otros muchos de los años 60 y 70, cuando el teatro español caminaba del realismo a la alegoría. Respecto a los desafíos, ¿estamos ya maduros para dos piezas claves, injustamente olvidadas, del teatro político del último medio siglo: El jardín quemado, de Mayorga y el Prólogo patético, de Alfonso Sastre?

jueves, septiembre 04, 2014