miércoles, diciembre 17, 2008

TEATRO. Molly Sweeney. "La identidad fracturada".

De Brian Friel.
Con: María Pastor, José Maya y Raúl Fernández.
Dirección: Juan Pastor.
Madrid. Teatro de La Guindalera.



Cuán lejos está Molly del protagonista de En la ardiente oscuridad de Buero Vallejo. Y es que a diferencia de Ignacio, que no se resigna a aceptar su ceguera porque la considera una tara física, Molly Sweeney, invidente como él, parece haber asumido sin reservas esa condición y se ha construido un universo pleno, una identidad diferenciada, autónoma, que la permite ser perfectamente feliz. Así se nos muestra desde la obertura de la pieza, jubilosa, segura de sí misma y llena de entusiasmo y energía en la rememoración de su infancia y aprendizaje al lado de su padre en un impresionante monólogo que constituye toda una celebración de la vida y de la naturaleza.

El conflicto, empero, surge cuando irrumpen en su vida Frank, con el que se casará de inmediato, y el doctor Rice, otrora famoso cirujano que ha venido a establecer su consulta en el perdido pueblecito que ha visto crecer a la dulce Molly, y que se empeña, para satisfacer su -como él dice- “insana fantasía de médico”, en operar a la joven. Porque ¿por qué tendría ella que operarse? ¿No había interiorizado plenamente la realidad a través de sus otros sentidos y se había fabricado un mundo a su medida en el que cada cosa estaba en su lugar? ¿Es sólo condescendencia con los deseos de su marido, o acaso sueña, como Ignacio, con el hermoso espectáculo de la luz de un cielo estrellado, con abrir una nueva puerta al misterio de la naturaleza?

La obra no proporciona respuestas a todas estas preguntas aunque nos permite acceder al complicado proceso de toma de decisión de Molly y conjeturar la titánica lucha interior de la protagonista antes de ceder a las sugerencias de Frank y del doctor Rice para que se someta a la operación. ¡Qué espléndida manifestación de su rebeldía la virulencia y el frenesí con los que se entrega a la danza tradicional irlandesa en la fiesta que se organiza en su honor la noche antes de ser internada en la clínica! Y nos permite, también, vislumbrar la alegría momentánea, efímera, de su ingreso en el mundo de la luz y de las formas, y las primeras dificultades para atribuir un sentido a las imágenes que la inundan, que la aturden; y la frustración, después; y el pavor del exilio de su universo anterior y la desolación por la nostalgia, ... y la locura de una identidad fracturada.

Para relatar esta historia Brian Friel se sirve de una hábil traslación al teatro del estilo indirecto narrativo y lleva hasta sus últimas consecuencias la técnica perspectivista. Consigue así, desde esa multiplicidad de puntos de vista, enriquecer la percepción que los espectadores tenemos de los personajes y del conflicto, a la vez que provoca un raro efecto de extrañamiento que convierte la recepción en una suerte de proceso analítico sumamente estimulante. Se trata de un juego muy sutil al que el director los actores han sabido sacar todo su partido, o sea, todo su potencial dramático. El director, porque sin su talento para descubrir las líneas de fuerza de este texto complejo y deslumbrante y su rara morfología el montaje no habría sido viable. Los actores por su sensibilidad para captar y transmitir su atmósfera íntima y familiar, sus pizcas de humor, su fina ironía y su elevado vuelo poético, además de encarnar, naturalmente, cada uno de ellos a caracteres funcional y temperamentalmente muy diferentes.

Y No hay reservas en la valoración de estos tres consumados intérpretes, sólo admiración y gratitud porque su trabajo es espléndido, sobre todo el de la protagonista, María Pastor, en un papel que parece hecho a su medida. Ya hemos dado cuenta en párrafos precedentes de algunos momentos particularmente brillantes de su actuación, pero su trabajo no se agota en ellos sino que ilumina, en cada escena, con la modulación de su voz, con sus manos prodigiosas, con los imperceptibles cambios de su respiración anhelante o sosegada, cada uno de los rincones de la mente lúcida y perspicaz y del corazón noble y generoso de Molly Sweeney. Raúl Fernández compone a un pintoresco, vital y entrañable Frank, aturullado, vehemente, parece tener averiado el mecanismo de orientación de su sentido práctico, porque se embarca en inverosímiles aventuras destinadas al fracaso, entre ellas, su bienintencionado empeño en que Molly recobre la visión. José Maya encarna a las mil maravillas al doctor Rice, una vieja gloria de la medicina ahora venido a menos; es un tipo correcto y atildado que vive vuelto al pasado, aferrado a la nostalgia y aceptando a duras penas su derrota; le obsesiona la idea de redimirse de su fracaso, para lo que no dudará en utilizar a Molly.

Gordon Craig.

Guindalera. Molly Sweeney.

jueves, diciembre 04, 2008

TEATRO. Un dios salvaje. "El dudosos poder civilizador de la cultura".

De Yasmina Reza.
Con: Aitana Sánchez-Gijón, Pere Ponce, Maribel Verdú y Antonio Molero.
Dirección: Tamzin Townsend. Madrid. Teatro Alcázar.



De nuevo Yasmina Reza vuelve por sus fueros con una comedia ácida y desternillante que lleva dos meses arrasando en el teatro Alcázar de Madrid. Tras el éxito clamoroso de Arte (que ahora sube a los escenarios madrileños por tercera vez consecutiva), el estreno de Un dios salvaje, precedido por su triunfo en París y en Londres, había generado unas expectativas que se han visto plenamente confirmadas, como atestigua la afluencia masiva de público a sus representaciones y los aplausos que noche tras noche cosecha la función.

Y es que no es para menos. Estamos ante un texto inteligente, que suma a su aguda penetración psicológica el planteamiento de problemas de la más estricta actualidad con un lenguaje conciso y directo; a su vez el elenco está integrado por conocidísimas caras del “show business” que además son intérpretes de aquilatada solvencia; y por último, cuenta con la atinada labor de Tamzin Townsend como maestra de ceremonias.

La historia, insulsa, en apariencia, recrea el encuentro de dos matrimonios de la clase media acomodada que se reúnen una tarde para solventar un pequeño incidente familiar: una pelea entre sus hijos, a la sazón compañeros de colegio, en la que uno ha propinado al otro un golpe con un palo y le ha roto dos dientes. La intención mutua de resolver el contencioso civilizadamente pronto se ve superada por las circunstancias y las buenas maneras se truecan en un comportamiento violento y atrabiliario viniendo a quedar de manifiesto que la cortesía, el respeto y la consideración no son sino máscaras que esconden la verdadera naturaleza de los protagonistas: la vulgaridad, la agresividad y la intolerancia.

La acción avanza imparable hacia un desenlace anunciado ya casi desde los primeros compases, pese a ello la tensión dramática no decae en ningún momento gracias a la constante inversión de las situaciones y al intercambio de “alianzas”, si es que puede llamarse así, ya que los bandos en conflicto no están integrados siempre por los mismos contendientes. Al principio el conflicto es entre parejas para desplazarse enseguida al interior de cada pareja; luego son los hombres quienes hacen piña frente a las mujeres y viceversa; a veces, tres de ellos se alinean frente a la intransigencia de un cuarto que quiere imponer a toda costa su criterio. Y vuelta a empezar, en un carrusel de clímax y anticlímax que constituyen un verdadero prodigio de construcción dramática un continuum de situaciones a cual más pintorescas y descabelladas que hacen las delicias del público, a la vez que le obligan a replantearse el tópico comúnmente admitido del poder civilizatorio de la cultura.

Gran parte del mérito, como ya hemos dicho, cabe atribuírselo a la directora, que ha cogido el punto entre tragicómico y burlesco con ribetes de alta comedia de la obra y que controla con pulso firme unas situaciones que en manos menos expertas derivarían en excesos de zafiedad o de histrionismo. Pero el mérito mayor corresponde sin duda a los intérpretes, que bordan literalmente sus personajes aportándoles una riqueza de matices realmente apabullante. Antonio Molero es el bonachón y conciliador Miguel, ha cedido, obviamente, la iniciativa a su mujer, Verónica, aunque no desaprovecha la ocasión de sacudirse de encima sus complejos y plantarle cara cuando se encuentra respaldado. Lástima que no haya conseguido limar del todo ciertos tics televisivos que se manifiesta aquí y allá en un impostación forzada y un tanto artificiosa. Maribel Verdú es Ana, tras cuya pose de resignada madre de familia y esposa feliz se esconden la frustración y el resentimiento que afloran de forma virulenta a la menor ocasión. Pere Ponce es su marido, un displicente y hosco especimen de macho ibérico convencido de que desde que el mundo es mundo las relaciones humanas se gobiernan por la ley del mas fuerte; grosero y desagradable hasta la exasperación considera que esa reunión es una pérdida de tiempo y sólo se anima cuando la discusión amenaza con convertirse en auténtica batalla campal. Una espléndida creación de personaje, contrapunto del de Verónica (Aitana Sánchez-Gijón), una fervorosa defensora de los buenos modales y del fair play, hasta que se le lleva la contraria, naturalmente, porque entonces se pone hecha una furia y es incapaz como los demás de controlar sus emociones y su histerismo. El personaje más redondo, quizá, de los que ha creado hasta ahora la dramaturga francesa, esta mujer abanderada de las bondades del progreso y paradigma de un cierto feminismo militante parece haber encontrado en Aitana Sánchez-Gijón el molde perfecto para materializarse en escena, en una conjunción casi milagrosa que raramente tenemos oportunidad disfrutar.

En fin una obra de comicidad desbordante aunque su mensaje último sea un tanto desesperanzador. El tipo de montaje con el que sueña cualquier productor para sanear la cuenta de resultados de su empresa durante una larga temporada. Un espectáculo divertido y muy bien hecho que nadie debería perderse.

Gordon Craig.

Un dios salvaje. Teatro Alcázar.