miércoles, enero 27, 2010

TEATRO. Actos de juventud. "Fragmentos de un discurso amoroso".


Creación colectiva del grupo La Tristura.
Creación, interpretación y texto de: Itxaso Arana, Pablo Fidalgo, Vileta Gil y Celso Jiménez.
X Festival “Escena contemporánea”.
Sala Cuarta Pared. Madrid. 23 de enero de 2010.


Alguien ha empleado para calificar el trabajo teatral de Angélica Liddell la expresión “poética de la aflicción”; pues bien el trabajo de este grupo de jovencísimos creadores madrileños pudiera muy bien tildarse de poética de la desesperación.

Se trata de una suerte de poema dramático compuesto de actos sin palabras intercalados entre largos recitativos cuyo hilo conductor es la búsqueda infructuosa de amor. “Estos son los actos desesperados de los que un día creyeron que serían amados sólo por ser jóvenes”, oímos decir a uno de los narradores en la obertura de la obra, con una voz tenue y quebrada por el dolor anunciando esa sensación de abandono, de desolación y de infinita tristeza que impregna todo el espectáculo y que se trasmite a los espectadores. Luego vendrán los intentos fallidos de encontrarse, a través del juego, de la lucha cuerpo a cuerpo, del ritual amoroso; y la constatación dolorosa de la imposibilidad del abrazo, de la unión duradera, de la permanencia de esos instantes fugaces de plenitud que se desvanecen apenas disfrutados, de esos momentos contados de felicidad que dan la impresión de pertenecer siempre al pasado. Y la pereza, el cansancio infinito de recomenzar, de intentarlo de nuevo cada día, “de tener que pasar cada día la misma prueba”, en un mundo donde ya no quedan certezas a las que aferrarse para sobrevivir.

El espectáculo está a medio camino entre la performance y la confesión íntima, siendo ésta el hilo conductor que articula el doloroso itinerario vital, personal, que estos jóvenes intérpretes quieren mostrar al espectador. Íntimos y extraños a la vez, raptados por el fulgor del instante, intentando liberarse de imposiciones, del peso de la educación recibida, del lastre del prejuicio, de la pesada carga de la memoria de un pasado lleno de injusticias, de errores y de violencia, explorando incansablemente formas nuevas de relación y de convivencia, en una tentativa que destila una visión nihilista, casi apocalíptica, de la realidad.

Hay lirismo, y ternura en los textos y una madura reflexión sobre la identidad, sobre el amor, sobre la incomunicación y hay un intento desesperado de suplir la insuficiencia del logos por el diálogo de los cuerpos, una conversación sin palabras vehículo de potentes contrastes entre el aprendizaje de la caricia, la voluptuosidad del abrazo o del contacto corporal y el frenesí del movimiento que, a ratos, pareciera buscar la catarsis a través de un ejercicio físico gratuito y violento mantenido hasta la extenuación.

Y aunque la composición es un tanto caótica, errático el movimiento escénico, y la alternancia texto/cuerpo (o la combinación de los recitativos y de los textos proyectados sobre el fondo del escenario) no siempre mantiene la deseable coherencia discursiva, pueden encontrarse imágenes de gran impacto visual y físico y cuadros poderosamente evocadores.

Gordon Craig.

Cuarta Pared. Actos de juventud.

martes, enero 19, 2010

TEATRO. Bailando en Lughnasa. "Aquel verano del 36".

De Brian Friel.
Con: Raúl Fernández, María Pastor, Elia Muñoz, Yolanda Robles, Carmen Gutiérrez, Victoria dal Vera, Juan Pastor y Alex Tormo..
Dirección: Juan Pastor.
Teatro de la Guindalera, Madrid. 15 de enero de 2010.


No se si era William Layton quien decía que el teatro es síntesis de la realidad, que una buena obra teatral debería de ser capaz de contener en el estrecho límite temporal de su hora y pico o dos horas de duración más crisis, enfrentamientos y conflictos que en la mayoría de las vida de cualquiera de nosotros. Brian Friel, un maestro consumado de la carpintería teatral, lo sabía muy bien y lo demuestra en este prodigio de composición que es la obra que comentamos. Desdoblando a uno de sus personajes, Michael, que participa en los hechos dramatizados y, a la vez, ya adulto y convertido en narrador, evoca desde la distancia esos mismos sucesos del verano de 1936 que son el argumento de la obra, ensancha el rango temporal de la misma enriqueciendo su contenido merced a un curioso efecto provocado por el cambio de perspectiva, a la vez que coadyuva a hacer explícito uno de los temas principales de la pieza, la angustia e incertidumbre con la que los personajes viven el final de un tiempo caduco y el alumbramiento de una época nueva.


Intercalados con la narración de Michael, cuya memoria embellece, amplifica o difumina según los casos, los episodios narrados y la importancia de sus protagonistas, la obra recrea con el verismo y la crudeza del más puro naturalismo el paso de los días (unas semanas apenas del verano de 1936), de una humilde familia irlandesa formada por cinco hermanas solteras de mediana edad y un hermano más mayor, el padre Jack, antiguo oficial del ejército imperial británico, posteriormente misionero en África que, envejecido y enfermo acaba de volver su tierra natal, a la casa familiar del pueblecito de Ballybeg. Tan sólo Cris ha mantenido una relación de verdad con un hombre, Gerry Evans, de la cual es fruto Michael; las demás permanecen prácticamente encerradas en casa dedicadas a las tareas domésticas y al cuidado del hermano y sometidas a la tiranía impuesta a partes iguales por la férrea moral católica de Kate, la mayor de ellas, y por el opresivo ambiente social de una pequeña comunidad de la Irlanda profunda apegada a sus tradiciones. La inminencia del baile anual de la Lughnasa, la fiesta de la recolección, y las apariciones esporádicas de Gerry, que ha abandonado a Cris apenas nacido Michael, son los elementos desencadenantes del enfrentamiento entre las hermanas.


El montaje revela un alto grado de exigencia artística en muchos sentidos. En primer lugar por lo que respecta a la escenografía y a la ambientación; de corte naturalista, ambas están muy elaboradas y pese a las limitaciones de espacio físico, debido a las dimensiones de la sala, recrean el lugar de la convivencia forzada de las protagonistas y la atmósfera íntima y opresiva a la vez que condiciona sus relaciones. Respecto a la dirección, demuestra una aguda inteligencia del texto, del ritmo cambiante de la progresión del movimiento dramático y de sus fuertes contrastes, pasando de los silencios reconcentrados o la leve insinuación de la confidencia a las explosiones momentáneas de cólera, o de autoafirmación, o la virulenta exteriorización de un erotismo reprimido que se sublima en el paroxismo de la danza. Y en fin, es una fuente permanente de deleite el trabajo de los actores. Todos hacen extraordinaria creación de sus personajes respectivos, desde Alex Tormo que da vida a un iluso y fracasado Gerry (que tantas similitudes guarda con Frank de Molly Sweeney) a Juan Pastor en la piel del amigable y desconcertado Padre Jack. Aunque son las mujeres las que despiertan toda nuestra simpatía, esas sufridas mujeres inasequibles al desaliento ante las dificultades mientras sus sueños de felicidad se esfuman y su familia, y su modus vivendi, y todo su esquema de valores se desmoronan. Se trata de cinco perfiles psicológicos perfectamente diferenciados, de un espléndido y friso humano pleno matices y de contrastes, desde la aceptación callada y voluntariosa de Agnes (Yolanda Robles), a la vigorosa rebeldía de Rose (Carmen Gutiérrez); desde la impotencia resignada de la benévola Cris (María Pastor) al carácter enérgico y obstinado de Kate (Victoria dal Vera) o a la arrolladora personalidad de la generosa y dicharachera Maggie (Elia Muñoz); todas ellas pletóricas de energía, entusiasmo y entrega que el público reconoció con un cerrado y caluroso aplauso.

Gordon Craig.

Teatro Guindalera.

lunes, enero 11, 2010

TEATRO. Glengarry Glen Ross. "Homo homini lupus".

De David Mamet.
Con: Carlos Hipólito, Ginés García Millán, Alberto Jiménez, Andrés Herrera, Gonzalo Castro, Jorge Bosch y Alberto Iglesias.
Dirección: Daniel Veronese.
Teatro Español, Madrid. 8 de enero de 2010.


Ahora que estamos en horas bajas, -pero ¿qué digo horas bajas?, en plena crisis económica, con unas demoledoras cifras de parados que no dejan de crecer y crecer- y que se apunta a la quiebra de los sectores financiero o inmobiliario (y por extensión, a la del sistema capitalista mismo), como causantes de todos los males que nos aquejan, resulta fácil decretar la actualidad de una obra como ésta en la que los que se despedazan entre sí en una feroz lucha por la supervivencia, son precisamente, los miembros de una oficina de venta de propiedades inmobiliarias. Pero no conviene engañarse, el mismo o parecido clima de mentiras, de chantajes, de corrupción y de bajeza moral podría, probablemente, encontrarse entre los miembros de cualquier otro colectivo humano, desde una célula terrorista a la ejecutiva de un partido político. Creo que Mamet va más allá de una coyuntura concreta y apunta por elevación a la naturaleza humana, o como escribe en su brillante ensayo Los tres usos del cuchillo, al mundo en que habitamos, extraordinariamente depravado y salvaje, “donde las cosas no son en absoluto justas y equitativas”.

Con ligeras variaciones, supresiones y cambios de emplazamiento de algunas escenas, como viene siendo habitual en sus anteriores adaptaciones de obras de otros autores, Daniel Veronese da una vuelta de tuerca a la ya de por sí tensa trama de Mamet, lo que da como resultado una intensificación del dramatismo de algunos momentos cruciales, sin aportar nada nuevo, a mi entender, a un desarrollo de la acción dramática meticulosamente diseñado por el autor para conseguir el efecto que pretende: captar la atención del espectador durante una hora y pico que dura el espectáculo mientras el escenario se convierte en un espejo en el que ese espectador ve reflejado lo arrogante, lo inhumano, lo manipulador, lo miserable y falto de escrúpulos que puede llegar a ser en caso de que tuviera que enfrentarse a una situación desesperada.



El texto es incisivo, y habilísima la trama, como hemos dicho, pero no hay que restarle méritos a la puesta en escena, una espléndida escenografía de Andrea D’Odorico, una notable labor de dirección, y un trabajo concienzudo de los actores. El resultado es excelente, de suerte que, a la vez que nos repele el comportamiento inhumano y canallesco de los protagonistas, experimentamos una rara e intensa atracción hacia lo que ocurre en el interior de la escena, arrebatados en la misma vorágine que arrastra a los personajes e hipnotizados por una realidad que sabemos del orden de la ficción pero que no es por ello menos verdadera. El ritmo endiablado que imprime Veronese al desarrollo de la acción, con un vertiginoso cruce de réplicas entre los personajes espoleados por la necesidad acuciante de imponer sus criterios, de embaucar a su antagonista, de amenazarlo, de menospreciarlo o de humillarlo deviene en un naturalismo de nuevo cuño que muestra una extraordinaria eficacia para atraer, abducir, podría casi decirse, al espectador, abstrayéndolo del mundo real y sumiéndolo en el de la ficción.

No es el menor aliciente del montaje el que haya reunido en el reparto a un grupo de espléndidos actores que raramente tenemos ocasión de ver juntos. No es cuestión de hacer distingos, porque cada uno asume su papel con sobrada solvencia y oficio, aunque tienen mayor oportunidad de lucimiento Ginés García Millán en el frío e implacable Williamson, Alberto Jiménez en el intrigante y quisquilloso Moss, Carlos Hipólito que estaría redondo en el papel del desesperado y patético Shelley Levene si no fuera por la reiteración al final de sus frases de un patrón de entonación estereotipado y de un timbre entre cursi y amanerado de extraña filiación woodyallenesca; respecto a Gonzalo de Castro hace una fenomenal creación del astuto y desaprensivo Roma. La escena del primer acto en la que despliega ante el cohibido y pusilánime Lingk (Jorge Bosch) todas sus artes de persuasión y su estrategia es antológica.

Un espectáculo, en fin, brillante y al que podría calificarse de intachable si fuera un poco menos parasitario, o tributario, si se prefiere, de la película que sobre esta pieza y con guión del propio David Mamet realizó en 1992 James Foley, con un reparto sobresaliente, por cierto, en el que figuraron numerosos actores oscarizados de Hollywood.

Gordon Craig.

Glengarry Glen Ross. Teatro Español.


miércoles, diciembre 30, 2009

TEATRO. Nubes. "Poesía del movimiento".


Idea y dirección: Enrique Cabrera.
Coreografía: Aracaladanza.
Intérpretes: Carolina Arija, Natalí Camolez, Raquel de la Plata, Olga Lladó, Noelia Pérez y Jimena Trueba.
Música original de Mariano Lozano y P. Ramos.
Madrid. Teatro de La Abadía. 27 de diciembre de 2009.


No cabe duda de que la danza sigue siendo el patito feo de las artes escénicas y la gran ausente en los planes de estudio de las sucesivas y a cual más desastrosas reformas educativas. Denigrada, más incluso que las humanidades, ante a la todopoderosa ofensiva de un concepto tecno-científico del currículo, nuestros alumnos crecen como personas en una sobreabundancia de formación intelectual insuficientemente compensada con el cultivo de otras facultades por medio de las cuales el niño podría expresar espontáneamente su rico mundo interior, ya sea en el ámbito de la expresión artística o musical o a través del cultivo del flujo del movimiento que propicia la danza. Por no mencionar el progresivo empobrecimiento del elemento imaginativo de la mente infantil que estas carencias acarrean: la muerte de Fantasía, sobre la que nos alertaba Michael Ende en La historia interminable.


En este contexto de anemia de la imaginación y de olvido de las posibilidades artísticas y formativas de la danza es dónde este espectáculo sugerente de Aracaladanza cobra su verdadera dimensión como una invitación al juego, a la burla de la lógica de la percepción, pero también como producto acabado del extraordinario poder expresivo del movimiento. Digo bien, movimiento, no danza en sentido clásico, sino movimiento liberado de los corsés que le impone la tradición de la danza dramática; poesía, en fin, que ha elegido el movimiento como materia prima para expresar el alma de las cosas, como quería Isadora Duncan.

Inspirado en la imaginería surrealista de la pintura de René Magritte, Enrique Cabrera y las interpretes que integran el elenco de Aracaladanza nos sumergen en un mundo de imágenes irreales, oníricas, pero quizá por eso, de mayor impacto sobre nuestras emociones y sobre nuestra sensibilidad, porque apelan al inconsciente, al profundo e ignoto rincón de nuestra psique donde se entretejen sin la censura de la conciencia las más arriesgadas y placenteras asociaciones estimuladas por la magia de la luz y de las sombras, del color, y del dinamismo y la levedad de los cuerpos en libertad.

El ingrediente principal de este hermoso espectáculo es la sorpresa; la sorpresa que nace de la descontextualización, del contraste de los elementos copresentes en la representación. Nada es lo que parece en este prodigioso ejercicio de metamorfosis, donde unas aletas de buceo se convierten en zapatos de claqué, un huevo en cabeza humana o un mantel en improvisado envoltorio de un cuerpo desnudo ante nuestra mirada absorta y en suspenso, como la mirada de un niño ante el enigma de la voz de un ventrílocuo o ante los trucos de magia de un prestidigitador.

Vestuario, música y coreografía coadyuvan a la creación de una atmósfera colorista y naif, reforzada por la gracia y ligereza de los pasos de danza y del movimiento en general en el que se integra el manejo de objetos cotidianos o inverosímiles creando cuadros de gran belleza plástica, que como he dicho sugieren motivos de la pintura de René Magritte, pero que van más allá en la creación de un universo poético sui géneris del que participa la broma, la imitación paródica, la paradoja y la fantasía desbordante de los juegos infantiles. En fin todo un halago para los sentidos. Un acierto de programación de la Abadía ¡Y un montaje que puede competir con los espectáculos de Moses Pendleton!

Gordon Craig.

Nubes, en los Teatros del Canal.
Teatro de la Abadia, Nubes.

martes, diciembre 15, 2009

TEATRO. Drácula. "En el diván del doctor Van Helsing".


Texto de Ignacio García May, a partir de Drácula de Bram Stoker.
Con: Eduardo Aguirre de Cárcer, José Luis Alcobendas, Rocío León, Rafael Navarro, José Luis Patiño, Iñaki Rikarte, Rosa Savoini y Xenia Sevillano.
Dirección: Ignacio García May.
Madrid, Teatro Valle-Inclán, 11 de diciembre de 2009.



Fue el genio irrepetible de Bram Stoker quien dio forma literaria definitiva a las numerosas leyendas y relatos folclóricos en torno al fenómeno del vampirismo difundidas en los círculos ocultistas de su Irlanda natal en la época del romanticismo tardío con la publicación en 1897 de su novela Drácula. Objeto de una espectacular acogida por parte del cine, que ha encontrado en este mito un filón al parecer inagotable, a juzgar por las incontables versiones y adaptaciones que se han hecho de la novela, el teatro no le ha prestado ni con mucho la misma atención, a pesar de que en los años inmediatamente posteriores a su publicación y a su éxito fulgurante ya se hizo alguna adaptación a la escena, la primera de ellas, protagonizada precisamente por el conocido actor sir Henry Irving, amigo personal del autor. En la cartelera madrileña de los últimos años no recordamos adaptaciones de esta obra de las que se haya hecho eco la crítica (si exceptuamos la hilarante parodia que realizó la compañía portuguesa do Chapitó y que tuvimos ocasión de ver aquí mismo en El Corral el pasado mes de abril). De modo que este montaje de García May vendría de algún modo a suplir esa carencia a la vez que constituiría un homenaje desde las tablas a un escritor estrechamente vinculado a los escenarios, no sólo como autor sino como crítico teatral.



Hay en este montaje, antes que nada, una meritoria labor de adaptación. Se ha expurgado hasta donde resulta dramatúrgicamente tolerable lo episódico y se han podado convenientemente las excrecencias de un estilo exuberante y prolijo alterando la secuencia temporal originaria para adecuarla a las necesidades de la escena sustituyendo una organización del material narrativo enderezada al mantenimiento de la intriga por otra supeditada al planteamiento y desarrollo del conflicto dramático. Alimentado con elementos presentes en el relato originario (sin adulteraciones ni supresiones de bulto) tal conflicto reproduce, en esencia, la pugna entre dos fuerzas antagónicas, la luz y las tinieblas o si se prefiere, lo racional y lo irracional y se desplaza -y este es otro de los aciertos de la adaptación- al interior de los protagonistas erigiéndose el doctor Van Helsing en una especie de catalizador de sus reacciones anímicas, en un amigo y en un terapeuta, sin cuyo apoyo y comprensión habrían sido incapaces de superar su angustia y acabar con la causa y origen de sus terrores.

Situado el conflicto en la órbita de lo psicológico, o quizá sería mejor decir de lo psíquico, suprimido cualquier atisbo de verismo o de truculencia, la escena queda exonerada de toda exigencia de reproducción mimética de acciones y espacios precisos o reales y abocada a convertirse en lo que es realmente, un lugar para la sugestión, que además de evocar el clima de amenaza y la atmósfera de misterio que envuelve a los protagonistas, merced a unos cuidados efecto de luz y sonido, reclama para sí la atención del espectador, asombrado por la sucesión de cuadros de una extraordinaria belleza plástica, por la limpia geometría de unos interiores elegantemente estilizados y de una suntuosidad decadente. Y ello sin demérito de la labor de dirección, que administra con pericia los tiempos, el ritmo y el tono de cada escena y del trabajo de los actores que resuelven con acierto el cometido que tienen encomendado. En todos ellos destaca el aplomo y la contención con la que transmiten el estado anímico de sus respectivos personajes en los cambiantes avatares de su atormentada existencia, en especial las alucinadas apariciones del fantasma de Lucy (Rocío León), los accesos de locura de Renfield (Eduardo Aguirre), la angustia y el desasosiego de Jonathan Harker (Iñaki Rikarte), los remordimientos y el profundo abatimiento del alma pura de Nina (estupenda Xenia Sevillano) o la atenta obsequiosidad y el frío racionalismo que animan la conducta del profesor Van Helsing (José Luis Patiño).

Gordon Craig.


Centro Dramático Nacional. Teatro Valle Inclán. Drácula.

miércoles, diciembre 09, 2009

TEATRO. La ópera de tres peniques. "Del corazón del Soho a un pueblo del cinturón rojo".


De Bertolt Brecht. Música de Kurt Weill.
Con: Enrique R. del Portal, Enrique Sequero, Eva Diago, Mar Maestu, Manuel Rodríguez, Carmen Gurriarán, Marco Moncloa, Yayo Cáceres y otros.
Dirección: Marina Bollaín.
Orquesta de la Comunidad de Madrid. Dirección musical: Manuel Coves.
Teatros del Canal. Madrid, 3 de diciembre de 2009



Inspirada en “The Beggar’s Opera” de John Gay y con música de su amigo y estrecho colaborador Kurt Weill compuso Brecht una obra cuyo éxito fulgurante le proporcionaría reconocimiento y fama inusitados cuando apenas había comenzado su carrera de dramaturgo. Obra de su primera época contiene ya algunas de las claves más reconocibles de su teatro, un teatro dialéctico de orientación marxista convertido en laboratorio para el análisis social y en debelador de las contradicciones de la burguesía. El trasfondo político y social en el que se inserta esta pieza es el de la Alemania de los años 30 aunque la acción se desplaza al corazón de Londres. En un tono descarnado y mediante un humor ácido y corrosivo Brecht denuncia la pobreza y la miseria en la que viven las clases más desfavorecidas, arrojadas a la marginación y a la miseria y sometidas a toda clase de abusos e injusticias por parte de los instalados y de una clase dirigente corrupta.

Y si en La buena persona de Sezuán, escrita años después, los inmortales que bajaban a la tierra en busca de una persona de bien (cifrando en su hallazgo la posibilidad de transformación de una sociedad miserable y corrompida) podían irse a casa esperanzados tras poner a prueba a la dulce y apacible Shen-Te, en el microcosmos que recrea la obra que comentamos, una especie de patio de Monipodio donde luchan por la supervivencia un hatajo de hampones, prostitutas, mendigos, políticos y policías corruptos, no se salva ni el apuntador, y es que como sugiere Mac El Sheriff en la canción “¿De qué vive el hombre?” que cierra el acto segundo:“Primero es el dinero, después la moral./Primero ha de poder comer también el pobre/ comer del gran pastel, no lo que sobre”.

Brecht había ubicado su fábula en la ciudad de Londres, en los años veinte; María Bollaín, introduce un nuevo desplazamiento histórico -brechtiano-, de la acción trasladándola a nuestros días y a un lugar no definido de la geografía patria, que pudiera ser casi cualquiera de nuestros pueblos o ciudades habida cuenta de los incontables casos de corrupción que padecemos, pero que por alusiones todo el mundo reconoce como un tristemente célebre municipio del corredor del Henares. (¿Quién no recuerda las andanzas del jefe de policía de Coslada apodado “el Sheriff”?).

El vestuario, la caracterización y la definición del espacio escénico, que vienen condicionados por este desplazamiento temporal acusan, a nuestro entender, un exceso de verosimilitud (por ejemplo en el realismo de los uniformes de la Policía Municipal o en el tópico look de las meretrices); se echa en falta algún vestigio, alguna manifestación más perceptible de ese impulso interior deformante propio de la poética expresionista desde la que fue concebido el espectáculo que se avendría mejor con una trama disparatada y rocambolesca y con unos personajes grotescos. La música y las canciones -espléndidas la partitura original de Kurt Weill, y la ejecución en directo de los intérpretes e instrumentistas de la ORCAM-, junto a algunas divertidas coreografías suplen con creces las carencias de la ambientación y consiguen, a ratos, recrear una atmósfera a medio camino entre el tono impertinente y desenfadado de la ópera bufa y el acento descarado y procaz y la intencionalidad paródica de los espectáculos de cabaret del Berlín de principios de siglo.

Gordon Craig.

La ópera de tres peniques. Teatros del Canal.