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martes, abril 22, 2008

VIDA URBANA. Momentos mágicos.

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La Guindalera es una pequeña sala de teatro situada en la calle Martínez Izquierdo de Madrid cerca de Diego de León y de la plaza de Manuel Becerra. Suelo frecuentar mucho este pequeño teatro y en muchas ocasiones sus propuestas me hacen disfrutar en la butaca y luego, más tarde, tras la salida un vendaval de interrogantes me rodea, como si el espectáculo hubiera prendido alguna mecha escondida dentro de mi y su deflagración no se pudiera ya detener. Por otro lado me parece un ejercicio de lo más saludable siempre que tu interlocutor no termine muriendo de aburrimiento.

Hace unas semanas estuve viendo “Munich-Atenas” del sueco Lars Noren. En estas páginas habéis podido leer la crónica de Gordon Craig por lo que no voy a insistir en lo estrictamente dramático. Pero si me gustaría citar del programa de mano un fragmento que me ha parecido muy interesante: “Cuando los amantes se encuentran se convierten en uno, pero al mismo tiempo sigue existiendo la urgente necesidad de ser individuos. El amor nos llega con condiciones, tiene un precio. Todo encuentro entre dos personas parte de una historia individual de dolor, de ansiedad y de falta de autoestima. Ahí es donde aparece la ira, los celos, la necesidad de herir y la necesidad de ser herido, el enfrentamiento, el miedo, el éxtasis, …”

En un momento en concreto de la acción, Sarah le confiesa a David, que sus celos, ni tan siquiera le permiten disfrutar de un encuentro fugaz como el que ha tenido en la estación de Munich mientras le esperaba, porque no lo puedo compartir con él, no se lo puede contar, y no le puede transmitir lo bien que se ha encontrado. Sarah se sintió observaba, unos ojos anónimos, los de una persona desconocida, se habían fijado en ella, le había interesado a un individuo encantador. Esa simple ojeada la había hecho sentir bien, sentirse viva. Pero David, desesperado, casi ni la deja terminar el relato, su irascibilidad está a flor de piel, no puede con sus celos, “nadie” puede ser el centro de atención de Sarah salvo él.

Hace unos días presencié una escena preciosa. Una compañera, casada, se sintió observaba por un muchacho bastante más joven que ella. La empresa, estos días, se empieza a llenar de jóvenes becarios que aparte de sacar curro, llenan los pasillos de caras nuevas y reparten sonrisas por doquier. Ella bajó la mirada en un principio, pero en seguida se dio cuenta de que la veteranía es un grado y cruzó su mirada con la del chaval sin miedo. El joven se ruborizó y la verdad es que no sabía muy bien dónde meterse. Ella se dirigió a él y lo tranquilizó con una tierna bienvenida.

Han pasado los días y él sigue buscándola, muchas veces se queda sin poder ver sus ojos oscuros, pero otras muchas la encuentra ufana y dicharachera, como si de repente unos cuantos años se le hubieran caído de encima. Intuyo que esta situación se parece mucho a la descrita por Sarah en “Munich-Atenas” y también me atrevo a decir que muchos de nosotros hemos protagonizado escenas parecidas a esta en alguna ocasión. Seguro que las vivimos intensamente, pero no sé si las compartimos con las personas a las que amamos. La barrera que separa al individuo y a la pareja, a veces es difícil de traspasar.

viernes, marzo 14, 2008

TEATRO. EL RINCÓN DE GORDON CRAIG. Munich - Atenas. "La intimidad amenazada".

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De Lars Noren.
Con: María Pastor y Adrés Rús.
Dirección: Peter Böök.
Madrid. Teatro de la Guindalera. 23 de febrero de 2008.



Munich-Atenas bucea en el turbulento submundo de las relaciones de pareja para poner al descubierto la desoladora realidad que se esconde las más de las veces tras la fachada de las buenas maneras, de la cortesía, e incluso de un cierto código de honorabilidad heredado del pasado que, a veces, rige la convivencia civilizada. Y ello aun dando por supuesto que tal relación se haya iniciado auspiciada por el poderoso impulso del enamoramiento.

Tal parece ser el caso de David y Sarah, los protagonistas de la obra que comentamos, que han emprendido lo que se supone que va a ser un viaje de placer, desde las brumas de Estocolmo hasta las cálidas orillas del Egeo, probablemente con la secreta intención de encarrilar una larga relación que está haciendo agua y de encontrar una base sólida, una cabeza de puente, que les sirva de trampolín desde el que lanzar el asalto definitivo a la conquista de la ansiada estabilidad del matrimonio. El destino -o las torpezas humanas, que el hombre moderno disfraza de destino-, vendrá a interponerse una y otra vez entre ellos e impondrá su ineluctable dictamen, que obviamente no vamos a desvelar.

Asistimos a un intensísimo match, a un duelo despiadado en el que dos almas se desnudan sin contemplaciones, dejando al descubierto las heridas del tiempo, las ilusiones rotas, el deseo de fundirse en el otro sin perder la libertad, y la imperiosa necesidad de ternura, de comprensión, de amor, ...; pero también la necesidad de herir al otro, de culparlo de las frustraciones propias, de desviar hacia él la prueba de cargo de nuestros errores cuando vemos nuestra intimidad amenazada. Y eso sirviéndose del lenguaje como arma arrojadiza, agarrándose a las réplicas respectivas como a un clavo ardiendo para, tergiversándolas, devolverlas convertidas en dardos envenenados, en una dinámica diabólica de la que los contendientes parecen condenados a no escapar jamás.

David y Sarah son dos jóvenes treitañeros que por su atuendo nos remiten a unos imprecisos años 70, aunque en lo sustancial, su relación es asimilable a la época actual. David (Andrés Rús) en muchos sentidos es como un niño grande, un tanto malévolo y calculador, su control de la situación es sólo aparente, dañado quizá por un fracaso previo, se muestra inseguro y tan perdido y vulnerable como Sarah, a quien María Pastor trasmite una inusitada energía, vitalidad y el variado repertorio de contrastes de una personalidad torturada, casi enferma. Ambivalente hasta la extenuación, pasa del control sobre si misma a la exaltación; puede ser fría y distante, cálida y jovial; puede mostrarse ausente, ensimismada, o puede recabar repentinamente la atención de su compañero, su protección, su contacto físico, para batirse en retirada casi instantáneamente y recluirse en su caparazón.

El aislamiento que propicia el angosto compartimento del tren en el que viajan y la ausencia casi absoluta de ambientación sonora, acentúan si cabe más la tensión acumulada, que en ocasiones se hace insoportable y estalla en insultos, humillaciones y en una violencia a duras penas contenida; y no se sabe que es más terrible, si los ocasionales silencios que se hacen angustiosos e interminables o las palabras que se convierten en reproches permanentes y que sólo sirven, pinterianamente, para hacer más impenetrable el muro de incomprensión que se va levantando entre ellos a media que se desarrolla la obra. Y es que como dice el premio nobel británico, “comunicarse es muy alarmante. Descubrir a los otros nuestra pobreza es una posibilidad temible”.

Gordon Craig.
25-II-2008.

Teatro la Guindalera.