Mostrando entradas con la etiqueta Aitana Sánchez-Gijón. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Aitana Sánchez-Gijón. Mostrar todas las entradas

jueves, diciembre 04, 2008

TEATRO. Un dios salvaje. "El dudosos poder civilizador de la cultura".

De Yasmina Reza.
Con: Aitana Sánchez-Gijón, Pere Ponce, Maribel Verdú y Antonio Molero.
Dirección: Tamzin Townsend. Madrid. Teatro Alcázar.



De nuevo Yasmina Reza vuelve por sus fueros con una comedia ácida y desternillante que lleva dos meses arrasando en el teatro Alcázar de Madrid. Tras el éxito clamoroso de Arte (que ahora sube a los escenarios madrileños por tercera vez consecutiva), el estreno de Un dios salvaje, precedido por su triunfo en París y en Londres, había generado unas expectativas que se han visto plenamente confirmadas, como atestigua la afluencia masiva de público a sus representaciones y los aplausos que noche tras noche cosecha la función.

Y es que no es para menos. Estamos ante un texto inteligente, que suma a su aguda penetración psicológica el planteamiento de problemas de la más estricta actualidad con un lenguaje conciso y directo; a su vez el elenco está integrado por conocidísimas caras del “show business” que además son intérpretes de aquilatada solvencia; y por último, cuenta con la atinada labor de Tamzin Townsend como maestra de ceremonias.

La historia, insulsa, en apariencia, recrea el encuentro de dos matrimonios de la clase media acomodada que se reúnen una tarde para solventar un pequeño incidente familiar: una pelea entre sus hijos, a la sazón compañeros de colegio, en la que uno ha propinado al otro un golpe con un palo y le ha roto dos dientes. La intención mutua de resolver el contencioso civilizadamente pronto se ve superada por las circunstancias y las buenas maneras se truecan en un comportamiento violento y atrabiliario viniendo a quedar de manifiesto que la cortesía, el respeto y la consideración no son sino máscaras que esconden la verdadera naturaleza de los protagonistas: la vulgaridad, la agresividad y la intolerancia.

La acción avanza imparable hacia un desenlace anunciado ya casi desde los primeros compases, pese a ello la tensión dramática no decae en ningún momento gracias a la constante inversión de las situaciones y al intercambio de “alianzas”, si es que puede llamarse así, ya que los bandos en conflicto no están integrados siempre por los mismos contendientes. Al principio el conflicto es entre parejas para desplazarse enseguida al interior de cada pareja; luego son los hombres quienes hacen piña frente a las mujeres y viceversa; a veces, tres de ellos se alinean frente a la intransigencia de un cuarto que quiere imponer a toda costa su criterio. Y vuelta a empezar, en un carrusel de clímax y anticlímax que constituyen un verdadero prodigio de construcción dramática un continuum de situaciones a cual más pintorescas y descabelladas que hacen las delicias del público, a la vez que le obligan a replantearse el tópico comúnmente admitido del poder civilizatorio de la cultura.

Gran parte del mérito, como ya hemos dicho, cabe atribuírselo a la directora, que ha cogido el punto entre tragicómico y burlesco con ribetes de alta comedia de la obra y que controla con pulso firme unas situaciones que en manos menos expertas derivarían en excesos de zafiedad o de histrionismo. Pero el mérito mayor corresponde sin duda a los intérpretes, que bordan literalmente sus personajes aportándoles una riqueza de matices realmente apabullante. Antonio Molero es el bonachón y conciliador Miguel, ha cedido, obviamente, la iniciativa a su mujer, Verónica, aunque no desaprovecha la ocasión de sacudirse de encima sus complejos y plantarle cara cuando se encuentra respaldado. Lástima que no haya conseguido limar del todo ciertos tics televisivos que se manifiesta aquí y allá en un impostación forzada y un tanto artificiosa. Maribel Verdú es Ana, tras cuya pose de resignada madre de familia y esposa feliz se esconden la frustración y el resentimiento que afloran de forma virulenta a la menor ocasión. Pere Ponce es su marido, un displicente y hosco especimen de macho ibérico convencido de que desde que el mundo es mundo las relaciones humanas se gobiernan por la ley del mas fuerte; grosero y desagradable hasta la exasperación considera que esa reunión es una pérdida de tiempo y sólo se anima cuando la discusión amenaza con convertirse en auténtica batalla campal. Una espléndida creación de personaje, contrapunto del de Verónica (Aitana Sánchez-Gijón), una fervorosa defensora de los buenos modales y del fair play, hasta que se le lleva la contraria, naturalmente, porque entonces se pone hecha una furia y es incapaz como los demás de controlar sus emociones y su histerismo. El personaje más redondo, quizá, de los que ha creado hasta ahora la dramaturga francesa, esta mujer abanderada de las bondades del progreso y paradigma de un cierto feminismo militante parece haber encontrado en Aitana Sánchez-Gijón el molde perfecto para materializarse en escena, en una conjunción casi milagrosa que raramente tenemos oportunidad disfrutar.

En fin una obra de comicidad desbordante aunque su mensaje último sea un tanto desesperanzador. El tipo de montaje con el que sueña cualquier productor para sanear la cuenta de resultados de su empresa durante una larga temporada. Un espectáculo divertido y muy bien hecho que nadie debería perderse.

Gordon Craig.

Un dios salvaje. Teatro Alcázar.

sábado, mayo 20, 2006

TEATRO. EL RINCÓN DE GORDON CRAIG. Cruel y tierno, "la túnica de Neso"

De Martin Crimp.
Con: Cisco Amado, Chusa Barbero, Daniel Bolorinos, Gonzalo Cunill, Judith Diakhate, Iñaki Font, Marvin Aniehboh, Diana Gascón,. Alvaro Lavín, Marta Poveda y Aitana Sánchez-Gijón.
Dirección: Javier García Yagüe.
Madrid. Teatro Valle-Inclán, 12 de mayo de 2006.


Hay que admitir la excepcional imaginación poética de los griegos y su capacidad para traducir en imágenes de indudable efectividad comunicativa los conflictos ancestrales que constituyen la esencia de la naturaleza humana y la fatalidad que gobierna el comportamiento de quienes se atreven perseguir sus deseos y a vivir arriesgadamente sus pasiones, aun cuando tales símbolos vengan codificados en una envoltura significante de la más absoluta cotidianidad; o quizá precisamente por eso. Piénsese en Sísifo, o en el “lecho de Procusto”, o en la terrible imagen del cuervo royendo permanentemente las entrañas al infausto Prometeo por el atrevimiento de haber robado el fuego de los dioses. Las Traquinias, obra en la que se inspira esta Cruel y tierno, que ahora comentamos, encierra una imagen del castigo no menos vívida y aterradora. Antes de morir a manos de Hércules, el centauro Neso deja preparada su venganza sugiriendo a Deyanira (esposa del héroe) que recoja su sangre y haga con ella un filtro de amor. Sabedora de que Hércules se ha enamorado de la esclava Iole, Deyanira es presa de los celos y decide enviar a su marido como regalo una túnica impregnada en la sangre de Neso, confiando en sus efectos mágicos para atraerle de nuevo al lecho conyugal; pero el resultado no es el esperado y Hércules muere entre terribles dolores sin poder llegar nunca a desasirse de la túnica ensangrentada portadora del maleficio.

En la versión de Martín Crimp la sangre es sustituida por una droga de diseño, paradójicamente denominada “Compasión”, cuyos supuestos efectos benéficos, inducir en el guerrero el deseo de abandonar el combate y reunirse con sus seres queridos, resultan ser también falsos, se trata más bien de un poderoso agente químico de efectos devastadores para el organismo. La acción y los personajes constituyen también una atinada transposición del mito al tiempo presente, transposición en la que no falta ni la fatalidad ni el halo trágico que rodea a los protagonistas, aunque ahora su final desastrado sea fruto de una concatenación de causas y efectos, de acciones y omisiones imputables en exclusiva a su responsabilidad personal. El General, un militar pagado de si mismo y obsesionado por erradicar el terrorismo de la faz de la tierra, va a ser víctima a un tiempo de la embriaguez de poder y de la traición de un gobierno que le apoya sólo mientras sirve a sus intereses, abandonándole a su suerte cuando ha caído en desgracia. Amelia sucumbirá ante la presión de los acontecimientos en la difícil encrucijada de esposa privada de la presencia del marido, mujer engañada por un amante despechado, despreciada y vejada por su propio hijo Daniel, quien le atribuye el envenenamiento del padre e intentando en vano asimilar la presencia en casa de la joven amante Laela, botín de guerra del General, y que tras las atrocidades de que ha sido testigo viene dispuesta a exigir las prerrogativas que le ofrece su nueva situación.

Pero los celos de Amelia, aun con ser el desencadenante de la tragedia, no constituyen sino un elemento más de ese duro y despiadado retrato de las relaciones de pareja que traza Martín Grimp: el amor, la sinceridad o la comprensión, han sido sustituidas por las infidelidad, por la traición y por la incomunicación, atributos de una sociedad corrompida e hipócrita que disfruta de las comodidades y privilegios que le proporciona su hegemonía política y económica y se escandaliza por la violencia desmedida con la que se reprime a quienes constituyen una amenaza para esa hegemonía. A la vez, pone al descubierto los horrores y la deshumanización a la que conduce la locura de la guerra, disfrazada aquí de lucha antiterrorista, las intrigas y añagazas del poder político y la idolatría de los medios de comunicación.

La labor de dirección es meritoria y desmenuza con acierto las complejas líneas de fuerza que vinculan a los personajes. Respecto a los actores, resuelven con solvencia y oficio su cometido, haciendo verosímil la atmósfera de vacío e incomunicación que impregna la acción y transmitiendo las altísimas cotas de tensión dramática en que se resuelven algunas escenas. En los dos primeros actos es Amelia (espléndida Aitana Sánchez-Gijón) quien polariza la acción, marcada por su complicidad con Adolfo, su tensa relación con Samuel, o los diversas fases de su sorda rivalidad con Laela; es ella también quien soporta entre aturdida e impotente la iracunda reacción de su hijo Daniel y su desprecio. En el tercer acto, es el General quien monopoliza la escena dando vida a un hombre maduro deteriorado prematuramente por efecto del veneno y enloquecido por el odio y por el rencor; su extremo grado de postración no impide que afloren todavía en sus movimientos y en sus palabras, cuando las convulsiones y los dolores no lo atenazan, una energía y una violencia inusitadas.

Un espectáculo, en fin, crudo, incisivo, a veces violento, ayuno de cualquier veleidad demagógica que analiza la frágil y enfermiza condición del hombre moderno.

Gordon Craig.
14-V-2006.