sábado, enero 24, 2009

TEATRO. Cartas de amor a Stalin. "La tragedia de un escritor silenciado".

De Juan Mayorga.
Con: José Tomé, Celia Pérez y Ramón Barea.
UR teatro. Dirección: Helena Pimenta.
Madrid, Teatro Pradillo.



Estrenada hace ahora algo más de nueve años en el teatro María Guerrero con gran éxito de crítica y público, Cartas de amor a Stalin ha sido traducida a varias lenguas y representada desde entonces en múltiples ocasiones y en países distintos incluyendo los EE. UU., Venezuela, Portugal o Croacia. Llega, pues a la sala Pradillo, tras un largo recorrido pero sin perder un ápice de su frescura ni de su interés, y precedida de un notable reconocimiento público lo que, imagino, incrementará las expectativas que el montaje va a generar entre los aficionados. Su pertinencia, entonces como ahora, está fuera de toda discusión, porque desarrolla un tema de permanente actualidad: las relaciones del artista con el poder y la imposibilidad de la auténtica creación en ausencia de libertad.

La obra recrea una etapa singularmente dramática de la vida del escritor soviético Mijail Bulgákov. Caído en desgracia ante el poder, censurado y blanco de la difamación y de la crítica de la prensa oficial decide escribir al dictador para pedirle explicaciones. Obviamente no recibe respuesta alguna, pero inopinadamente se produce una llamada de teléfono en la que Stalin se confiesa admirador suyo y le manifiesta su deseo de mantener una entrevista personal con él. La llamada se interrumpe bruscamente, pero es suficiente para que cambien las expectativas de futuro del escritor. Esta llamada es el incidente desencadenante de la acción dramática. Con ella se inicia un profundo proceso de transformación psicológica de Bulgákov que afectará no sólo a su condición de escritor, sino a su relación con su mujer. Pronto vemos que su objetivo no es meramente ser libre, sino que progresivamente se hace patente su deseo de oír la voz del tirano: Bulgákov se convierte en un escritor compulsivo de cartas con las que pretende conseguir a toda costa su atención. Aislado de la realidad cotidiana, obsesionado por la llamada de teléfono que nunca llega, entra en un proceso obsesivo-paranoico que terminará en su aniquilación como escritor y como persona y en la consiguiente quiebra de su matrimonio. Su mujer descubre desde el primer momento el giro que toman los acontecimientos y trata por todos los medios de retenerle a su lado, pero sus esfuerzos resultan baldíos y ve como el tirano se interpone más y más entre ellos hasta enfrentarlos y atraer literalmente a Bulgákov a la órbita del poder. En un proceso inverso, Stalin ejemplifica la soledad del poder y cómo él también necesita de los intelectuales y de los artistas, no sólo como coartada culturalista sino como coartada moral de un régimen falto de libertades.

Un sutil juego a tres bandas en el que los personajes despliegan todas las estrategias y argucias de la lucha psicológica que, en líneas generales el montaje revela con diáfana claridad, bien que con un tono un tanto enfático -¿apasionado?- en ocasiones, que desborda la atmósfera ya de por sí inquietante y amenazadora que emerge de la propia superficie textual dominada por las constantes reiteraciones, los sobreentendidos, las referencias internas y por esa obsesión casi enfermiza de los personajes por la búsqueda de la palabra exacta.

La escenografía es sencilla pero funcional, versátil y apta para satisfacer las exigencias de un texto complejo por lo que se refiere, sobre todo, a las fantasmales apariciones de Stalin y para sugerir el ambiente frío y un tanto enrarecido de un gabinete de trabajo, reconvertido progresivamente en algo parecido a una sala de tortura. Solvente y esforzado el trabajo de los actores. Celia Pérez (Bulgákova) es una esposa solicita, comprensiva, entrañable, resuelta, de genio vivo, representa, por así decirlo el principio de realidad, del que progresivamente se ve privado Bulgákov (José Tomé), cuya seguridad en si mismo, pronto se trueca en dudas, en angustia y en desesperación, la desesperación del artista que ve languidecer y agotarse su energía creadora en una ocupación reiterativa y estéril mientras se le niega la gloria literaria. La tarea más difícil es la de Ramón Barea para encarnar esa especie de ectoplasma de Stalin que le ha caído en suerte. Tras lo primeros momentos en los que mediante el gesto, el ademán y el atuendo adecuados se recrea una imagen que recuerda vagamente en efigie al personaje histórico, se procede a un estudiado proceso de desrealización grotesca, esperpéntica, del personaje al que se caricaturiza de manera inmisericorde hasta convertirlo en un auténtico bufón.

Gordon Craig
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Teatro Pradillo, Cartas de amor a Stalin.

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