De Thomas Bernhard.
Con: Lluís Homar, Lina Lambert, Jordi Vidal, Silvia Ricart, Oriol Genis, Lourdes Barba, María de Frutos.
Dirección: Xavier Albertí
Madrid. Teatro de La Abadía. 28 de mayo de 2006.
“El poeta es un fingidor” ha escrito Fernando Pessoa, “finge tan profundamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que de verdad siente”. Sin la contundencia y la claridad sucinta, meridiana, con la que expresan estos versos la irreprimible tendencia del artista, y, por extensión, de todo ser humano, a la simulación, esta obra de Thomas Bernhard que ahora comentamos ahonda en la triste condición del hombre de teatro que tras una vida de trabajo y, probablemente, de esfuerzo y dedicación al arte de Talía, se ve reducido al final de sus días a una vulgar y risible caricatura de sí mismo. Y desde su aparición en escena, en el destartalado cobertizo que alberga el ridículo y ruinoso escenario donde va a tener lugar la representación, embutido en un gabán oscuro y con ínfulas de diva de ópera, comprendemos que su insufrible aire de superioridad, sus gestos estudiados, sus trato desdeñoso o su furibunda crítica de la incultura y del primitivismo de los moradores de esta remota aldea de las montañas del corazón de Austria no son sino máscaras que tratan de ocultar, tras el papel de genial artista incomprendido, al ser humano megalomaníaco, despótico y fracasado en que se ha convertido. Y aún me atrevería a afirmar que Bernhard no se circunscribe al “hombre de teatro”, sino que, por elevación, apunta al teatro mismo y a su peligrosa tentación de la impostura.
El texto, largo y enjundioso, destila una acerba crítica social, demoledora, intempestiva, inclemente, contra todo y contra todos, como es habitual, por cierto, en las obras de Bernhard. Su humorismo es acre y sardónico y hace discurrir la acción dramática hasta los límites del teatro del absurdo. Lúcido en sus juicios, sarcástico, este Bruscón, el protagonista de la obra, se revela en cierto sentido como un alter ego del propio autor que se beneficia de esta posición, de este rol de viejo bufón, para fustigar a tirios y troyanos.
La puesta en escena resulta convincente y Lluís Homar hace un trabajo inmenso; su papel, complejísimo, exige condiciones excepcionales que el actor acredita sobradamente creando un personaje singular que recorre todos los recovecos del texto, que son muchos y de muy variado grado de dificultad, aunque también le ofrecen múltiples oportunidades para el lucimiento. Pero todo el talento del mundo es incapaz de conjurar el peso muerto de las reiteraciones y de un exceso de narrativismo que la obra encierra; y aun con el impulso que proporciona al desarrollo de la trama la aparición, ya en la segunda parte, de los restantes personajes, y la escasa acción física que propician los preparativos para la representación y los últimos retoques a la interpretación del texto antes de la apertura del telón, la obra se hace un tanto cuesta arriba al espectador que termina por desear que se produzca el desenlace, excesiva y artificialmente postergado.
Con todo el balance es muy positivo. Hay una atinada labor de dirección y una espléndida puesta en escena y trabajo de los actores al servicio de un texto asaz denso y sentencioso. Una buena oportunidad, en cualquier caso, de ver el teatro de Thomas Bernhard que no se prodiga en nuestros escenarios. Y una abierta denuncia de la mediocridad, incluida la mediocridad del teatro, de su ruina –sugerida por el estado calamitoso del tablado y de la sala que reproduce la escenografía, presta a la desbandada de los espectadores ante la menor contingencia-.
Gordon Craig.
31-V-2006.
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