De Ramón María del Valle-Inclán. Versión de Juan Mayorga.
Con: Fidel Almansa, Esther Belver, Gabriel Garbisu, Carlota Gaviño, Emilio Gavira, Elisabet Gelabert, Elena González, Alicia Hermida, Jesús Noguero, Pietro Oliveira, Fernando Sansegundo, Julieta Serrano, Julia Trujillo, Abel Vitón y otros.
Dirección: Gerardo Vera.
Madrid, Teatro Valle-Inclán. 21 de marzo de 2006.
Divinas palabras, "tragicomedia de aldea", como él mismo la denomina, presenta una historia truculenta y cruel ; sus protagonistas, gentes de un pueblo miserable e ignorante perdido en la Galicia profunda, viven en sus carnes los extremos de rigor y de violencia a que conduce la moral tradicional española en lo tocante al asunto de la honra. Valle nos devuelve a la tribu, a la inusual rudeza con que la comunidad responde ante el problema del adulterio. Pero hay más, detrás de esa atroz ceremonia de escarnio del final del cuadro tercero, cuando el pueblo trae a la adúltera desnuda ante el marido afrentado, existe un terror atávico a la liberación de las fuerzas de la naturaleza encarnadas en la figura de Mari-Gaila. Porque lo que los allegados y convecinos no pueden tolerar es que Mari-Gaila, la mujer, goce de autonomía para buscar el disfrute sexual fuera de la sacrosanta institución del matrimonio. Hay que descubrir a la adúltera "in fraganti", ponerla en la picota, escarnecerla públicamente, obligarla a confesar su pecado nefando, y después llevarla ante el marido engañado para que este ejecute su venganza. (Resulta estremecedor a este respecto, el comentario de una de las campesinas presentes en el brutal "prendimiento" de Mari-Gaila cuando alguien informa de que su amante ha huido corriendo: "Que se vaya libre. El hombre hace lo suyo propio. En las mujeres está el miramiento").
Solo que Valle no está por la labor. El desenlace no tiene ya nada que ver con la solución de Calderón, es más, el desarrollo entero del conflicto viene a ser el reverso del drama de honor calderoniano, su deformación grotesca, con un marido cobarde y envilecido (quiere satisfacer la lujuria con su propia hija Simoniña) incapaz de enfrentarse a la situación y con una mujer que ha tenido tratos con el mismo diablo. La chusma no sale mejor parada, sólo se detiene ante el temor supersticioso que producen en su ánimo unas palabras que no entienden, unos bíblicos "latines" que tienen la fuerza de un conjuro. Superstición y religión son intercambiables parece decirnos Valle-Inclán, ambas alimentan un temor reverente y atávico, único freno a las fuerzas naturales desatadas: la lujuria, la crueldad, el crimen.
Toda la acción se rodea de un gran aparato escénico. El montaje pone a prueba la maquinaria de este teatro recién estrenado; la caja, casi desnuda, está enmarcada por dos plataformas laterales y un fondo de puertas, trampillas, escaleras y bastimentos cuyas trasformaciones ayudan a delimitar los lugares de la acción, sin ahogarla en ningún momento, antes bien facilitando su desarrollo. El espacio sonoro a veces puede resultar un tanto agobiante, la recurrencia de truenos y relámpagos, chirridos y otros efectos sonoros asociados a las apariciones del perro Coimbra tienen que ver con la omnipresencia del maligno, elemento al que Gerardo Vera ha concedido excesiva importancia. Por lo demás la atmósfera cerrada de la vida de aldea y sus ciclos, la diversión en los días feriados, el trajinar de los chalanes y peregrinos, los maleantes perseguidos por la guardia Civil, y el ir y venir del carretón del tonto, por caminos y tabernas está bien conseguido. Como lo está el espectáculo de la ignorancia de la miseria y de la crueldad; las vidas de unos seres sumidos en la brutalidad, insensibles ante las desdichas ajenas e inmisericordes con sus debilidades. Cruel el desamparo en que muere sola, en medio de un camino, Juana la Reina; cruel y patética la desesperación del sacristán varado entre su cobardía y el “deber” de matar a su esposa ; atroz el escarnio de que es objeto el idiota en la taberna de Ludovina ; cruel y grotesco, en fin, la vergonzante utilización que hacen del baldadiño Mari-Gaila y Marica del Reino y como lo convierten en instrumento de su codicia.
Quizá por la necesidad de proyectar la voz hacia una platea tan grande, la entonación, desde el principio, está muy próxima al grito, lo que dificulta la modulación adecuada en las situaciones de mayor tensión dramática. Fuera de eso, el trabajo de los actores es excelente; todos son dueños y señores del espacio llegando a componer cuadros de gran belleza y son escrupulosos en el empleo del lenguaje. Un lenguaje altamente elaborado que reproduce, en su laconismo, el habla popular y las peculiaridades propias del castellano galaico, pero sin llegar a ser vulgar ni realista. Un verbo pletórico de símbolos, de imágenes, de sugerencias, de tonalidades que supone un verdadero disfrute para los sentidos. Destacan, quizá, la intrigante e infatigable Tatula (Julieta Serrano) una curiosa versión galaica de la trotaconventos; el chulesco y jactancioso Séptimo Miau (Jesús Noguero); la arrolladora personalidad de Mari-Gaila (espléndida Elisabet Gelabert) que aparece tocada por la gracia de un cuerpo esplendoroso y joven y una expresión alegre y vital, y por último la mezcla de inocencia y embrutecimiento de Laureano, una inédita y sorprendente creación de Emilio Gavira.
Gordon Craig.
24-II-06.
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