De: Juan Mayorga.
Con: Andrés Lima, Alberto San Juan, Javier Gutiérrez, Blanca Portillo, Helena Castañeda, Guillermo Toledo y Roberto Álamo.
Dirección: Andrés Lima.
Madrid. Teatro de la Abadía.
Bajo una trama casi policial que recrea minuciosamente las pesquisas y actuaciones de un juez de instrucción en la investigación de una denuncia de pederastia, la última obra de Juan Mayorga esconde una honda reflexión sobre el desamparo de la infancia, sobre el difícil ejercicio de la paternidad responsable y sobre la incapacidad de los adultos para comprender el mundo de los niños y dar respuesta adecuada a su curiosidad insaciable, a sus recelos y a su absoluta e impostergable necesidad de ternura.
Como El flautista de Hamelin, conocidísimo relato tradicional en el que se inspira, esta obra es también un cuento, con su acotador-narrador incluido, con su atmósfera de misterio y suspense y con su final abierto a múltiples interpretaciones, pero es un cuento duro, cruel, como lo eran, por otra parte, muchas de aquellas narraciones orales de la infancia que en boca de nuestros padres venían a colmar nuestro deseo de saber, a apaciguar la agitación de nuestro espíritu antes de irnos a dormir, a velar nuestros sueños o a exorcizar nuestros miedos y pesadillas. Cruel y amargo como lo es la hiriente realidad que retrata: el abuso ejercido por ciertos adultos sin escrúpulos sobre los seres más indefensos. Amargo y desesperanzado si tenemos en cuenta que ese ataque contra la última reserva de inocencia se perpetra con nuestra anuencia o ante nuestra pasividad cómplice y ante la impotencia o inoperancia de las instituciones.
Todos somos culpables, parece decirnos Juan Mayorga, al desbordar su relato el dominio de lo estrictamente privado e inscribirse en la esfera de lo público; y es que, en efecto, detrás de cada problema de abuso sexual particular hay una compleja y desdichada concatenación de causas y efectos en la que están implicados los poderes públicos, las instituciones y los individuos, empezando por la pobreza, terminando por la laxitud moral, y pasando por el deseo de protagonismo de un juez estrella –como compensación quizá, de su propio fracaso como padre-, o por la perversión de una prensa canalla e irresponsable que sacrifica su deber de informar y el respeto a la intimidad al becerro de oro los titulares sensacionalistas. A lo que habría que añadir, –y esta es una preocupación recurrente en las obras de Mayorga-, la manipulación ejercida sobre el lenguaje para enmascarar la realidad, representada aquí palmariamente en el informe de la psicóloga: un discurso trufado de pseudotecnicismos y de una jerga eufemística que se niega a llamar a las cosas por su nombre.
Estamos ante un texto denso y sintético pero que deja amplio margen para la puesta en escena. En general, el montaje de Animalario, familiarizado con la obra última de Juan Mayorga, da cumplida satisfacción a las exigencias de una escritura teatral de filiación pinteriana abierta a los sobreentendidos y a la sugerencia. Aciertan plenamente en el planteamiento general del espectáculo, librándolo del corsé de una escenografía y atrezzo que hubieran traído estatismo y lentitud al desarrollo de una acción rápida y ambientada en varios entornos distintos; aciertan, asimismo, en la inserción, entre algunos cuadros, de varias escenas mudas, con o sin apoyatura sonora, dirigidas a romper el encantamiento del espectador y devolverle a la cruda realidad representada, y aciertan en el trabajo de los actores, un espléndido ejercicio de interpretación naturalista que contribuye a objetivar un mensaje directo y descarnado. No es tan seguro que acierten en la ponderación y el ensamblado de los distintos planos narrativos en los que se despliega el relato de los hechos y que se traduce en una cierta dispersión que quizá atenúe la efectividad dramática del espectáculo. Aunque también la dificultad pudiera estar en la compleja estructura de la pieza que hace avanzar la acción simultáneamente en múltiples frentes y, en algún caso, con líneas de desarrollo dramático prometedoras (como la peripecia personal del propio Rivas y su compleja y enfermiza psicología, o la relación sentimental del juez y de la psicóloga), que apenas si quedan esbozadas cuando son sacrificadas al conjunto como coadyuvantes al desarrollo del conflicto principal.
Salvo algún despiste venial, el trabajo es riguroso y como resultado, el impacto del espectáculo es notable. Y oportuna su llamada de atención, y valiente la denuncia, y urgente, para una sociedad anestesiada que no oye el rumor de las ratas que huyen de sus madrigueras y que es el síntoma de que el peligro acecha. A contracorriente, de nuevo, el tandem Mayorga-Animalario; intempestivo, aguafiestas. “Ahora que éramos tan felices”.
Gordon Craig.
Hamelin. Teatro de la Abadía.
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