lunes, julio 06, 2015

TEATRO. Triunfo de amor. "El alborear del Renacimiento".

A partir de textos de Juan del Enzina.
Compañía Nao d’Amores.
Dramaturgia y dirección: Ana Zamora.
Con: Sergio Adillo, Javier Carramiñana e Irene Serrano.
Arreglos y dirección musical: Alicia Lázaro. Músicos: flautista: Eva Jornet; percusionista y salterio: Rodrigo Muñoz; órgano: Isabel Zamora.
Espacio escénico: David Faraco.
Iluminación: Miguel Ángel Camacho y Pedro Yagüe.
XV edición del Festival de las Artes Escénicas “Clásicos en Alcalá”. Corral de Comedias.



Cuando uno relee los versos de Juan del Enzina del Cancionero de 1496 o se deja envolver por el aroma delicado y sensual de sus propias composiciones musicales destinadas al acompañamiento no puede evitar que se dispare la nostalgia por la lejana y brumosa y época de los albores del Renacimiento, fecundo crisol de creencias, culturas, tendencias y orientaciones estéticas diversas; y se comprende, asimismo, la fascinación que sobre los creadores actuales más inquietos deben ejercer unas obras de tan aquilatado valor artístico. Lástima que no se prodiguen más. Por suerte nos quedan directores como Ana Zamora que, desde 2004, casi a espectáculo por año, nos viene deleitando con sus montajes de tales obras.

Tras Gil Vicente, Lucas Fernández, el anónimo Auto de los reyes Magos o las Danzas de la muerte castellanas, con un vasto bagaje de conocimientos y acreditada experiencia, se enfrenta esta joven directora por fin a quien la crítica reconoce como el verdadero impulsor de la transición del teatro medieval al teatro renacentista castellano, el poeta, músico y dramaturgo salmantino Juan del Enzina (1469-1529). Y lo hace con una adaptación -síntesis, más bien-, de tres de las más importantes obras de la segunda época de su producción dramática: El triunfo del Amor, La égloga de Cristino y Febea, y la de corte decididamente profano Egloga de Plácida y Victoriano, obra de mayor complejidad constructiva y que habría de sentar las bases de la comedia italianizante.

Las tres piezas combinan el ambiente popular y bucólico con elementos cortesanos y consagran el triunfo del ideario renacentista y su concepción pagana de la existencia. Mantienen una prodigiosa frescura y espontaneidad, aun para un público contemporáneo, merced a la exquisita musicalidad del verso, a la rica imaginería popular y a la facundia de unos diálogos servidos por un lenguaje desenfadado, irónico y que encierra una rara aureola de ingenuidad y primitivismo.

Como en ocasiones anteriores, Ana Zamora se ha rodeado de un excelente equipo técnico, empezando por Miguel Ángel Camacho, responsable de la iluminación, impecable, como siempre, en la creación de atmósferas –ocasionalmente, quizá, adquiera un exceso de protagonismo-, y terminando por David Faraco, autor del espacio escénico, un sobrio retablillo de paneles móviles de madera maciza a mitad de camino entre tablado de marionetas y retablo de iglesia que resulta un marco sencillo, coqueto y muy versátil para acoger la peripecias y tribulaciones de estos enamoradizos lugareños. Y por supuesto, la ambientación musical, espléndida recreación de Alicia Lázaro, sobre partituras originales de cancioneros de la época y del propio Juan del Enzina, ejecutada en directo, y que se incardina con el resto de los elementos de la acción dramática como sustrato de la danza, como sonidos de fondo de la naturaleza, de esquilas o cencerros, o subrayando algunos pasajes particularmente emotivos, cómicos o burlescos, como desmayos, caídas o tropezones, en la estela de la comicidad de la Comedia del Arte, de cuyos recursos se sirven con frecuencia los actores. Todo, en fin, muy cuidado hasta el último detalle como es habitual en los trabajos de esta directora, incluido un exquisito tratamiento del verso castellano, que es quizá uno de los mayores atractivos del montaje.

En un tono general festivo, frivolo, rayando a veces -sin sobrepasarla-, la frontera fácil del histrionismo, los tres actores abordan múltiples papeles, transitando a veces de uno a otro con caracterizaciones a la vista del público o haciendo “dobletes” inverosímiles, como el de Amor y Cristino, a quienes interpreta alternativamente un divertidísimo Javier Carramiñana, o el de Irene Serrano que abandona el cuerpo muerto de Plácida para encaramarse al retablillo reconvertida en una rutilante Venus de las “plumas”.
Previamente ya habíamos asistido a todo un recital interpretativo de esta actriz, una Plácida varada  entre el despecho y el enojo por los desvíos de Victoriano o en un espléndido monólogo antes de quitarse la vida. Y lo mismo vemos a Sergio Adillo como el rústico simple y un punto cazurro Pelayo, que como el indeciso Victoriano, ora doliente y apesadumbrado amador, quejoso de la ausencia de Plácida, ora impostando las maneras de un conquistador -poco convencido, la verdad- ante la vivaracha y desvergonzada buscona Flugencia. Los tres intérpretes derrochan frescura, entusiasmo y oficio y rivalizan en el dominio de los más variados registros de la comicidad; lo mismo bailan danzas populares que unen sus voces a los instrumentistas en inspiradas interpretaciones corales.

Un espectáculo, en fin, rozagante, divertido, con su punto de picardía sin llegar a ser procaz; lleno de encanto y sensibilidad, pletórico de efectos expresivos de la teatralidad más primaria que entusiasmó al auditorio, puesto en pié al final en un cerrado y unánime aplauso.

Gordon Craig.

Clásicos en Alcalá. Triunfo de amor.

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