miércoles, junio 17, 2015

TEATRO. Arrojad mis cenizas sobre Mickey. "El público como antagonista".

De Rodrigo García.
Con: Núria Lloansi, Juan Loriente y Gonzalo Cunill.
Iluminación: Carlos Marquerie.
Dirección: Rodrigo García.
Ciclo: El Lugar sin Límites. Madrid. Teatro Valle-Inclán.





La apoteosis consumista, la estandarización y homogenización de la vida a la que se ve sometido el individuo en las modernas sociedades desarrolladas y su asunción acrítica y casi reverencial de los más diversos tópicos sobre la felicidad y el bienestar material, que se traduce en una peligrosa banalización de la existencia y en un alarmante grado de infantilización, de insensibilización y de atrofia mental son algunos de los asuntos que de manera recurrente afloran en los montajes de Rodrigo García. Inscrita en ese mismo universo temático, la obra que comentamos (de 2007 y que ahora recupera el CDN en su ciclo “El lugar sin límites”), explora de forma despiadada los devastadores efectos de la mercantilización y de la deshumanización de las relaciones personales en que vivimos instalados y que están conduciendo al hombre literalmente a su destrucción, a la muerte de lo más genuinamente humano que hay en él. De ahí quizá, ese mandato imperativo del título “Arrojad mis cenizas sobre Mickey” que pareciera extraído de un documento de últimas voluntades dirigido a los espectadores y que encierra, más allá de su aparente solemnidad una última e irónica broma macabra jugando con el nombre de “Mickey”, un icono y un símbolo conspicuo precisamente de ese universo consumista que está siempre en el punto de mira de Rodrigo García.
Desprovista de argumento propiamente dicho, de una anécdota o de un episodio (ficticio o real) protagonizado por personajes concretos, desprovista de intencionalidad mimética, la obra trasciende el concepto al uso de “representación” para inscribirse en la órbita de la performance. De ahí la fortísima imbricación -casi podríamos decir la inseparabilidad- de ese contenido crítico al que aludíamos arriba, con su materialización escénica a través de los distintos elementos expresivos, imagen, sonido y cuerpo del actor en pie de igualdad con la palabra. De hecho la palabra misma, en muchas ocasiones se reteatraliza, sometida a enunciaciones monocordes, distorsionando el timbre natural de los actores mediante procedimientos electrónicos o de robotización de la voz (como en las salmodias sobre el deterioro del paisaje del lago o sobre las franquicias) o simplemente se proyecta en grandes caracteres sobre una pantalla de fondo, como símbolo quizá de esa perversión de los hábitos lingüísticos, de esa violencia del sentido originario ejercida desde las diversas instancias de manipulación, desde la publicidad a la escuela pasando por el lenguaje político. El cuerpo, asimismo, sometido a un proceso de desemantización, deja de servir como encarnación de un personaje para que pueda ser entendido como objeto, como tema y fuente de constitución de símbolos, como material para la constitución de signos. La desmesura en el tratamiento de los materiales, la miel que embadurna los cuerpos de los performers o el lodo en el que chapotean no es quizá sino la condición necesaria para experimentar físicamente la realidad que a menudo se nos escapa por los intersticios de las comunicaciones inalámbricas, de las imágenes televisivas, de la “nube”  o del universo virtual. Y luego está el desnudo, frecuente también en la estética del escritor argentino. Un uso del desnudo que nos enfrenta  una y otra vez a tabúes ancestrales y que no hace sino poner en evidencia la exhibición y trivialización del cuerpo que se hace en los programas de variedades, en los desfiles de moda o en las revistas pornográficas. Por cierto, ese coito fallido entre Juan Loriente (“Rousseau”), que no consigue la erección y Núria Lloansi (“Montaigne”) buscando entre posturas inverosímiles el imposible acoplamiento constituye una de las escenas más celebradas del espectáculo.
Impúdico y trasgresor, Rodrigo García parece mantener vivo el interés de una clientela de admiradores que aplaudió calurosamente al final de la representación, premiando quizá su inquietante mirada interrogadora sobre los límites y las trampas de la convivencia y su fidelidad a una estética de la provocación que toma al público como antagonista, a una estética que cede la preeminencia a lo visual y a las acciones físicas, a una obstinada y perturbadora plasticidad, violentada en los ritmos, en el tempo y transfigurada por los efectos de luz y sonido para conseguir una implacable efectividad comunicativa.
Gordon Craig.

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