martes, marzo 31, 2009

TEATRO. La noche. "Lúgubres presagios".

A
 partir de Los ciegos de Maurice Maeterlinck.
Adaptación y dirección Juan Dolores Caballero.
Con: Benito Cordero, Luis Ruiz-Medina, Juan José Macías, Mostapha Bahja y José Luis Nieto. Madrid. Teatro de La Abadía



Aunque sólo fuera por el arrojo que demuestra traer a escena una pieza de un autor como Maeterlinck, puntal de la generación simbolista europea, y un perfecto desconocido en nuestros escenarios -de los simbolistas españoles, mejor no hablar, su pertinaz olvido por parte de los programadores, incluidos los gestores públicos, no denota sino la indigencia de la escena española-, ya habría que felicitarse por este montaje, pero es que además el resultado del trabajo de Dolores Caballero es notable.

Venimos de ver hace pocos días -y de reseñar en estas mismas páginas-, el montaje que ha hecho Juan Pastor del Peer Gynt, de Ibsen, y se nos ocurre que hay un hilo conductor secreto que une a estas dos obras, y es la presencia de lo suprarracional, bien que en su lado más luminoso en el caso de la obra de Ibsen y en su cara más oscura, más tétrica, más lúgubre, en la de Maeterlinck.

Y es que justamente lo que esta obra dramatiza es la terrible y angustiosa premonición de la muerte tal como la viven, la padecen, sería mejor decir, cinco ciegos procedentes de un asilo, abandonados por su guía y mentor en un parque abandonado en medio de la noche. Este grupo de atemorizados invidentes prefigura de alguna manera la espera que años después vendrían a protagonizar Vladimiro y Estragón, también en un ambiente desolado; aunque aquí a todos ellos les acucia la desesperación de saberse irremediablemente perdidos mientras tratan de adivinar dónde se encuentran e intentan, en vano, descifrar los vagos sonidos de la noche “Comme de longs échos qui de loin se confondent”. Dando tumbos por el solitario jardín bañado de una hiriente luz lunar, transitan de la desesperación a la plegaria, de la alegría frenética ante la expectativa de la llegada de ayuda, al sarcasmo de las bromas acerca de su propia discapacidad, sin encontrar un atisbo de paz salvo en los breves interludios musicales, que tienen también un efecto balsámico en el espectador, sobrecogido por esas presencias extrañas y atormentadas.

¿Metáfora, quizá, de la alienación del hombre moderno, de nuestras limitaciones, de nuestra ceguera para percibir lo absoluto? ¿”Para sentir en las manos la luz de la luna -como dicen los propios ciegos-, o para oír el sonido de las estrellas”? Terrible, amarga metáfora, en todo caso. Y un espectáculo de rara belleza espectral, lívida, como los jardines desiertos de nuestras pesadillas, que trae ante nuestra mirada a unos seres perdidos, derrotados, a merced de poderes indescifrables.

Gordon Craig.

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