lunes, diciembre 17, 2007

VIDAL RURAL. El sonido del silencio.

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Ya no escuchamos el silencio. No sabemos a que suena, ni cual es su ronroneo. Tan acostumbrados estamos a nuestras ruidosas ciudades y a unos hogares en los que el zumbido de la televisión forma parte de nuestra vida, que cuando uno se enfrenta, solo, ante la inmensidad de un paisaje dónde ni tan siquiera un susurro es perceptible, mil y una sensaciones olvidadas recorren todo tu ser, y una pequeñas lágrimas de satisfacción recorren tu rostro casi sin querer ante la novedad, ante el redescubrimiento de unas emociones que en lo más profundo de cada uno permanecen escondidas, sepultadas bajo miles de sonidos estridentes y de ruidos inmisericordes.

Hoy he paseado unas cuantas horas en uno de esos lugares perdidos que todavía existen, sintiendo el silencio, saboreando cada sorbo de su rítmico titilar. Cuando el camino se convierte en sendero y tras cruzar el pequeño arroyuelo, te encuentras ante una estampa escalofriante: un pueblo fantasma, un pueblo en ruinas, abandonado. Y el pasear por sus calles, por donde hace tiempo había vida, por donde los labradores llevarían sus mulas para arar la tierra, y por donde la mujeres bajarían al río a por agua o colgar las prendas de la colada, se convierte en un experiencia mágica, imaginando las sonrisas, las palabras, los secretos inconfesables que guardan los muros medio caídos de lo que fueron viviendas hace un tiempo quizás no muy lejano.

Cuando uno oye el latido de su corazón, aunque su amada compañera de cama no se encuentre cerca, quiere decir que estas ruinas ante las que se encuentra, todavía guardan algo de la magia de la vida. La emoción recorre tus entrañas y ahí el porqué de esta sensación tan extraña y a la vez tan placentera. Al llegar a lo que queda de lo que fue la iglesia, de la que han arrancado todos los pilares de sillería y donde su interior parece un erial invadido de muros caídos y malas hierbas, uno empieza a comprender porqué ante la inmensidad de la tierra y la soledad de estos campos, sus moradores buscaban el consuelo de la fé en la Iglesia. Intento localizar el campo santo, alguna señal de que algunos antiguos vecinos sigan aquí, pero tras una y mil vueltas no encuentro pista alguna. Quizás los últimos pobladores se llevaron hasta sus muertos, no quisieron dejar a nadie en una tierra de desheredados que tan sólo les proporcionó miseria y sinsabores.

No queda ni un nombre, ni una inscripción, ni tan siquiera sigue en su sitio la placa conmemorativa de la pared norte de la parroquia, sólo permanecen tres de los cuatro ganchos de hierro que la sostenían en el muro. Nada queda salvo los fantasmales susurros del viento colándose entre los huecos de las ruinas invadidas por el musgo y los líquenes, trayendo palabras inconexas y medio vacías de sus antiguos moradores, jadeos de gozos olvidados y risas y gimoteos por doquier de unos espíritus que recorren día tras día cada uno de los lugares donde se encuentran los últimos vecinos, y llenan sus ancianos tímpanos de cantos de sirena pidiendo su regreso, su vuelta, el renacer de un pueblo que se extinguió para siempre.

4 comentarios:

EnLaOscuridadDeLaNoche dijo...

Ese es un silencio que no quisiera escuchar...
Me gusta pasear en la paz de mi pueblo, soy feliz haciéndolo... Tus palabras han traído a mi mente un viejo miedo, el miedo a qué será de él con los años... Duele la posibilidad de que se convierta en un pueblo fantasma.
Un abrazo.

Doctor Brigato dijo...

EnLaOscuridad: creo que no hay que tener miedo al futuro... Me gusta pasear entre ruinas, dejarme llevar y pensar que por esas calles, entre esas cuatro paredes medio caídas antes había vida, que mil y una historias recorrieron esas esquinas hace tiempo.

EnLaOscuridadDeLaNoche dijo...

Quizás la palabra no sea miedo, sino pena... cuando amas algo te duele pensar que pueda desaparecer...
Un besazo.

Doctor Brigato dijo...

Oscuridad: a mi tb me da pena... comprendo tu pesar... ya te digo, es un dolor profundo que te sobrecoge por completo...
un abrazo muy fuerte.