miércoles, octubre 31, 2007

TEATRO. Un hombre que se ahoga. "Medea es un buen chico".


De Daniel Veronese, a partir de Tres hermanas, de Chejov.
Con: Claudio da Passano, Adriana Ferrer, Malena Figó, María Figueras, Ana Garibaldi, Fernando Llosa, Marta Lubos, Luciano Suardi, Claudio Tolcachir y otros.
Dirección: Daniel Veronese.
Madrid. Teatro María Guerrero.



Supongo que me disculpará Luis Riaza -donde quiera que esté, injustamente silenciado, por cierto, por el teatro público y por el privado como si fuera un apestado- por el hecho de que me sirva del título de una de sus obras para encabezar esta reseña. Es una licencia que raramente me permito porque denota escasez de recursos expresivos propios y pocos escrúpulos para saquear los ajenos. Prometo no repetirlo.

Aún obedeciendo a una libre asociación de ideas, la elección no es del todo caprichosa pues anticipa el travestismo del reparto de la obra que comentamos e ilustra, en las referencias a Medea, asesina de sus hijos, el instinto “asesino” del propio Veronese que no duda en dar muerte –metafóricamente, se entiende-, a las tres hermanas Prozorov, para que renazcan, eso sí, en el cuerpo de tres apuestos buenos chicos aquejados de la misma abulia, frustración y buenas intenciones de las que adolecen el resto de los personajes femeninos, masculinos o masculinofeminizados de la pieza dizque chejoviana a la que venimos aludiendo.

Y la verdad es que no acabo de entender bien el por qué de de esa desnaturalización de los personajes de ese brutal oxímoron, que nos obliga a ver actuar a hombres en el rol y con el nombre de mujeres y a mujeres en el papel y con el nombre de varones, sumiéndonos en una esquizofrénica y delirante ceremonia de la confusión. O mucho me equivoco o no han cambiado tanto las cosas en cuanto a los roles masculinos y femeninos en el lapso que media entre la fecha del estreno de la obra allá por los albores del siglo XX y los comienzos del XXI, por lo que tiendo a pensar que tal transmutación obedece más bien a un capricho del director, dado a experiencias estrambóticas de las que parecía que estábamos curados por estos pagos desde los felices años sesenta y setenta en los que proliferaban como hongos en otoño. Recuerdo todavía con espanto un intragable Esperando a Godot con Vladimiro y Estragón metamorfoseados en dos féminas desmedradas de aspecto hippy luchando con denuedo por sacar algo en claro de ese galimatías con el que los personajes de Beckett matan el tiempo esperando la aparición de un señor que nunca acaba de llegar.

Destila, no obstante, el montaje un regusto a Chejov que mitiga en parte los sinsabores de un experimento tan arriesgado, en la puesta en escena pero sobre todo en el buen trabajo de los actores: en el ambiente cerrado y asfixiante del destartalado salón de baile del solar familiar, con su aire caduco y decadente y con su peculiar aroma a vida provinciana; en la cháchara intrascendente y en el lento transcurrir de las horas en veladas interminables mientras los afanes de los personajes se diluyen en las menudencias y en los ínfimos detalles de una convivencia estéril; y en fin, en la sensación, espléndidamente trasmitida por los actores en escenas ocasionales de que nos encontramos ante unos seres atrapados en la inacción y en el hastío, víctimas del desdén y de la indiferencia que corroen sus sueños y sus deseos, mientras esperan poder redimirse por el trabajo y se aferran a la débil vaga esperanza de un mejor futuro para la humanidad.

Gordon Craig.

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