Dramaturgia: Ana Zamora.
Con: Elvira Cuadrupani, David Faraco y Alejandro Sigüenza.
Interpretación musical: Nati Vera, Alicia Lázaro, Elvira Pancorbo, Isabel Zamora y Alba Fresno.
Compañía Nao d’amores. Dirección: Ana Zamora
Alcalá de Henares. Corral de Comedias.
Ana Zamora es una joven pero experimentada directora que parece haberse propuesto la tarea de recuperar nuestro teatro medieval y pre-renacentista hasta ahora desconocido, excepción hecha de algunas representaciones sacras del este peninsular. Gracias a su esforzada labor de investigación hemos tenido ocasión de disfrutar de textos de Gil Vicente inéditos en nuestros escenarios, como El auto de los cuatro tiempos o El auto de la sibila Casandra. Sus pesquisas la llevan ahora más atrás en el tiempo, a mediados del siglo XV, en una incursión por el teatro sacro cortesano.
La dramaturgia, realizada por la propia Ana Zamora, arranca de la leyenda de un famoso Cristo articulado que se conserva en la iglesia de San Justo de Segovia, y engarza textos de Las lamentaciones fechas para la Semana Santa y de La representación del Nacimiento, de Gómez Manrique con otros, probablemente anteriores, rastreados entre las escasas muestras que se conservan del teatro sacro, vinculados al ciclo pascual o al de resurrección. Estamos ante una estructura casi narrativa que se inicia con un intenso planto por la muerte de Jesús, para recuperar luego, en forma de recuerdos que se van dramatizando, el nacimiento y diversos episodios fundamentales de la vida pública del Mesías y su muerte y su resurrección, terminando con un canto y baile de alegría por el triunfo de la vida sobre el reinado de Lucifer.
La obra muestra en su extrema sencillez, con la pulcritud y el rigor a los que la directora nos tiene acostumbrados, la estrecha vinculación entre el rito arcaico del teatro y la liturgia religiosa católica a la vez que revela el hondo sentido de la religiosidad primitiva atravesada en sus manifestaciones más conspicuas, como debía ser la celebración de la pasión del Señor, de una gran humanidad y del latido profundo de la naturaleza. La Virgen María es ante todo un ser humano que sufre por la pérdida injustificada del hijo, que se conduele con él de sus penalidades, y que se lamenta lastimeramente de su suplicio y de su muerte ante el resto de los seres de la creación, pertenezcan estos al mundo animado o al inanimado, el águila, los pájaros, el cielo, la luna o las estrellas; un ser que acuna primorosamente al recién nacido, que presencia llena de orgullo las etapas de su crecimiento, que acaricia tiernamente su cadáver y que no puede contener su alborozo cuando asiste al milagro de su resurrección, exclamando con las santas mujeres: “yo lo vi resucitado/ sin dolor y sin olor”.
La música -espléndidos, como siempre los arreglos de Alicia Lázaro de partituras originales-, interpretada en directo, adquiere un especial protagonismo potenciando el sentido litúrgico de la representación. Asimismo la presencia en escena de la marioneta que representa a Jesús, con su impertérrita mueca facial entre el asombro, el desvalimiento y la severidad, propia de las tallas de los imagineros castellanos, contribuye a intensificar el primitivismo de la escena, un ritual que nos traslada a un lejano pasado donde la fe era un elemento tan cotidiano como la sucesión de las estaciones o los ciclos de la naturaleza.
El conjunto destila un extraño aroma de poesía, un latido de emoción verdadera, de teatralidad esencial, que no es ajena al trabajo de los actores manipuladores ni a la actuación, soberbia, de Elvira Cuadrupani, que con una encomiable sobriedad expresiva y lejos de cualquier afectación o veleidad sentimental, trasmite el dolor de una Piedad renacentista, la ternura de una madre amantísima o el candor de la fe verdadera.
Gordon Craig.
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