De Eugene O’Neill.
Adaptación y dirección: Álex Rigola
Con: Chete Lera, Mercè Aranega, Israel Elejalde y Oriol Vila.
Madrid. Teatro de La Abadía. 9 de marzo de 2006.
Nos ofrece Eugene O’Neill en esta pieza autobiográfica de madurez, inmisericorde y terrible, uno de los más crudos y desoladores testimonios sobre la condición humana que haya producido el teatro contemporáneo occidental. Escrita con “sangre, dolor y lágrimas”, como asegura en la dedicatoria de la misma a su mujer que precede al texto original, la obra se nutre argumentalmente de su propio historial familiar, desde donde le alcanza la memoria hasta un momento indeterminado previo a su ingreso en el sanatorio en el que habría de recluirse hasta reponerse de una grave dolencia pulmonar.
James Tyrone es su propio padre, un histrión alcoholizado a quien la penurias de la niñez llevan a convertirse en un impenitente tacaño; Mary es su madre, adicta a la morfina desde que un medicucho barato le administró inadecuadamente esta droga para ayudarla a sobrellevar los dolores del parto; Jamie, su hermano, un vago, sin trabajo fijo, mujeriego y refugiado también en el alcohol por influencia paterna; y él mismo, Edmond, que hasta ahora ha vivido a salto de mata, sin un porvenir asegurado, enfermo y dependiente económicamente del padre e intentando sobrevivir en el infierno en que se ha convertido la vida en familia.
Un infierno de reproches, de desconfianza y de falsedades, hasta esa jornada fatídica que la obra dramatiza, en que se van a poner las cartas boca arriba y vamos a descubrir el verdadero rostro de los personajes, sus debilidades y su catadura moral. Alcanzada la masa crítica, la tensión acumulada explota en una terrible escena final en la que afloran, de golpe, todas las miserias y servidumbres que la vida en familia ha ido imponiendo a estos desventurados personajes sin que, al parecer, hayan podido hacer nada por evitarlo, limitándose a constatar que su convivencia ha constituido un rotundo fracaso.
El comportamiento de los personajes pareciera estar gobernado por una suerte de determinismo: una concatenación de hechos aciagos y de condicionantes externos que superan su capacidad de decisión, lo cual, si bien les exime de cierta responsabilidad personal, no disminuye un ápice su sufrimiento y su frustración. Su vida es un paisaje desolado del que tratan inútilmente de escapar engañándose a sí mismos y mintiendo a los demás, y solo logran momentos de felicidad cuando se refugian en los recuerdos, o en el alcohol, o en la morfina. Triste designio para unos seres que, por otro lado, no esperan nada más allá de esta vida.
Confieso desconocer el texto original de O’Neill, pero el espectáculo que a partir del mismo ha hecho Álex Rigola resulta coherente; evidencia esa mixtura de realismo y expresionismo que impregna la escritura del dramaturgo americano y transmite su visión desencantada, nihilista, de la vida, su denuncia de un existencia gobernada por un sistema de valores que se ha quedado obsoleto. La sequedad del ademán y la parquedad de movimientos refuerzan la idea de aislamiento e incomunicación; los personajes casi no se tocan, y salvo en contadas ocasiones apenas si levantan la voz, como si estuvieran convencidos de la inutilidad de cualquier esfuerzo por mostrar sus emociones. Más que dialogar parecen monologar, lamentarse de su situación o justificar sus actitudes y su comportamiento egoísta.
El lugar donde se desarrolla la acción es un salón o cuarto de estar -centro neurálgico de reunión para los integrantes de cualquier familia burguesa-, pero la escenografía no se limita a representarlo, sino que lo exhibe ante el espectador, lo somete a su escrutinio, dotándolo de autonomía y entidad propias; y de movimiento, para que podamos observar a los personajes desde dentro y desde fuera. Y si para alguien que está en el interior la perspectiva de convivir con esa realidad es difícilmente tolerable, desde el exterior, lo que percibe el espectador -convertido en un auténtico “voyeur”-, es la angustia misma de unos seres que se debaten en la nada absoluta, y ante ellos experimentamos la misma sensación de vacío que transmiten los interiores de los lienzos de Edward Hopper y la extrema indiferencia de sus moradores. Se trata, en cualquier caso, de una potente metáfora visual de efectos devastadores sobre la adormecida sensibilidad del espectador no habituado a un verdadero tratamiento poético del espacio escénico.
El trabajo de los actores es espléndido y funciona como una pieza más de este frío y despiadado ingenio de relojería que ha diseñado Álex Rigola. La aparente inexpresividad de su dicción parsimoniosa, la extrema contención del gesto y un patrón de movimiento intencionadamente desrealizado, traducen mejor que el grito, el exabrupto o el ademán ampuloso el variado muestrario de actitudes y emociones que experimentan los personajes, desde la frialdad e indiferencia de James (Chete Lera), al cinismo egoísta y canalla de Jamie (Israel Elejalde), pasando por el desvalimiento y carencia de ambición de Edmund (Oriol Vila), y la magistral transformación que lleva a cabo Mèrce Aranega en el papel de Mary, una mujer débil y vulnerable, varada entre la frustración presente y los dulces recuerdos, a los que se aferra como un náufrago a su salvavidas, mientras la amenazan de un lado su dependencia de la morfina y de otro un irreprimible y doloroso sentimiento de culpa.
Gordon Craig.
13-III-2006.
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