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domingo, abril 08, 2018

TEATRO. Consentimiento. "La violación a debate".

Autor: Nina Raine.
Con: David Lorente, Nieve de Medina, María Morales, Jesús Noguero, Candela Peña, Pere Ponce y Clara Sanchis.
Escenografía: Curt Allen Wilmer.
Música y espacio sonoro: Bruno Tambascio.
Versión y dirección: Magüi Mira.
Madrid. Teatro Valle-Inclán.
Hasta el 29 de abril de 2018.
Ya el espacio escénico diseñado por Curt Allen Wilmer, con el publico situado en dos gradas laterales enmarcando una especie de palenque, como en el que se desarrollaban las justas entre caballeros en el medievo, prefigura los términos en los que va a establecerse el debate sobre el asunto que nos convoca a la sala: un proceso público a la violación -la forma más cruel y abyecta de violencia física que puede ejercerse sobre la mujer-, cuya pretensión es que los espectadores se conviertan en un jurado multitudinario que al final de la representación, muestren su veredicto de absolución o culpabilidad contra los litigantes en el proceso. El fondo del escenario una especie de retablo minimalista, con unos receptáculos en los que aparecen encasillados, como empaquetados y aislados los unos de los otros, los personajes (“… Los maniquíes su lección ofrecen, / moral desde vitrinas …” , Pedro Salinas ), envueltos en el ensordecedor ruido de las señales de llamada de los teléfonos móviles, configura, asimismo, el contexto social de máxima actualidad en el que va a desarrollarse la acción.
Porque el debate no se circunscribe al caso, un proceso por una demanda de violación en el que el acusado, para eludir el peso de la ley, alega en su defensa que hubo consentimiento por parte de la víctima. El conflicto, por así decirlo, se expande hasta incluir el ámbito de la vida privada de los abogados de la acusación y de la defensa, a sus familias y amigos, enriqueciéndose con la multiplicidad de puntos de vista de los protagonistas que en uno u otro momento de sus vidas han estado sometidos o van a estarlo a situaciones similares a las de la víctima y el acusado del proceso con el que arranca la obra.
Eduardo, el abogado de la acusación, y su mujer, Kitty, han tenido que mediar ante sus amigos Jaime y Raquel para que recompongan su matrimonio que está pasando por una mala racha; pero al poco van a experimentar ellos mismos como su matrimonio amenaza con resquebrajarse. Kitty, que no ha perdonado del todo antiguos deslices de Eduardo, presionada por las circunstancias -acaba de ser madre-, comienza a flirtear con un amigo común, Tomás, (fiscal de sala y “rival” de Eduardo en los juzgados). Tomás, que en ese momento está intentando establecer una relación sentimental con Sara, actriz, ya en la cuarentena y miembro del grupo de amigos, ve en la seducción de Kitty una forma de vengarse de los éxitos de Eduardo en los tribunales. Enterado este último del asunto y tras una tensa discusión con Kitty termina consumando el acto sexual con ella de una forma un tanto brutal por lo que es acusado de violación. Las tornas han cambiado y ese cambio de roles de los personajes afectan a su forma de interpretar los hechos. La autora parece querernos decir que nuestros juicios morales varían en función de las circunstancias, que estamos inmersos en una suerte de relativismo moral que hace prácticamente imposible dilucidar donde está la verdad. Ni siquiera la ley, que parece algo abstracto, más allá del tráfago de la vida cotidiana y de sus intereses mezquinos, ofrece garantías de que se averigüe la “verdad” porque sus intérpretes son, somos, seres humanos con sentimientos, filias, fobias, y circunstancias personales que interfieren en nuestros juicios de valor.
La versión es espléndida. Los diálogos, densos en ocasiones con términos de la jerga legal y referencias eruditas, fluyen con soltura acompasados con el notable dinamismo que imprime a la acción dramática Magüi Mira, la directora del montaje. (Por cierto, no sé si, aparte de marcar saltos temporales o de lugar de la acción, aportan algo al desarrollo de la misma esos interludios corales de un simbolismo dudoso que la directora intercala entre los sucesivos cuadros). En el capítulo de aciertos, cabe destacar el mantenimiento sostenido de de ese siempre difícil equilibrio de tono tragicómico que impregna tantas escenas de la obra. Desde ese punto de vista son modélicas las escenas en que Kitty (Candela Peña) y Eduardo (Jesús Noguero) tratan de calmar a un inconsolable Jaime (espléndido David Lorente) tras el derrumbe de su matrimonio. Su patético estado de desconcierto, abatimiento y frustración contrasta con la jocunda alegría de la vida del adúltero incorregible que es y que, a lo que se ve, quiere seguir siendo. Nieve de Medina conmueve como la desvalida Adela, una pobre mujer con un terrible historial de vejaciones, triturada por un sistema legal incomprensible e inmisericorde con los más débiles. Jesús Noguero está soberbio como Eduardo, el dolor que le provoca la traición de Kitty da al traste con la seguridad en sí mismo y con el prurito de racionalidad que habían guiado hasta ahora su ejecutoria personal. Quizá un pelín exagerado en la exteriorización de su dolor y en la súbita animadversión hacia Tomás (Pere Ponce) que de amigo solícito y desprendido y sagaz confidente pasa a ser un adversario cínico e implacable, depositario de un inexplicable resentimiento. Clara Sanchis como Sara, muestra los extremos de escepticismo, soledad, frustración y angustia que una mujer de mediana edad esconde tras la fachada de respetabilidad que le proporciona un relativo éxito profesional. Ebria casi todo el rato, apurando al máximo las pocas oportunidades que se le ofrecen de disfrutar de la vida, recurre a todo su rencor acumulado durante años para reclamar su pequeña parcela de felicidad.
Gordon Craig.

sábado, octubre 29, 2016

TEATRO. Cartas de amor a Stalin. "El artista y el Poder". [Año: 1999].

de Juan Mayorga.
Con: Helio Pedregal, Magüi Mira y Eusebio Lázaro.
Dirección: Guillermo Heras.
Centro Dramático Nacional. Teatro María Guerrero. 10 noviembre de 1999.



"No puedo escribir sin libertad". La cita es de aquí y de ahora, anteayer mismo. Lo ha dicho Jiménez Losantos en el diario "el Mundo" a raíz de los intentos de censura de sus columnas en el ABC por parte de su actual director José Antonio Zarzalejos y que han ocasionado que el columnista abandone por segunda vez el periódico. Teatro María Guerrero, Mijail Bulgákov, escritor satírico soviético de principios de siglo, en carta a Stalin: "Estimado camarada: No puedo vivir más tiempo en un país en el que no me está permitido representar ni publicar mis obras. Me dirijo a usted para pedirle que se me devuelva mi libertad como escritor o se me expulse de la Unión Soviética". ¿A que les suena la música?

Aunque con distinta letra, es la misma canción de siempre: el Poder que trata por todos los medios de silenciar al escritor incómodo. He aquí el leit motiv de la pieza de Juan Mayorga con la que ha abierto la temporada el Centro Dramático Nacional. Pero eso es sólo el comienzo. En Cartas de amor a Stalin, este joven dramaturgo (Madrid, 1965) nos lleva más allá, nos invita a una reflexión sobre las siempre complejas relaciones del poder con el artista, sobre la necesidad que tiene el artista de ser "comprendido" y aplaudido por el Poder y sobre la necesidad que tiene el Poder de ser "halagado" por la creadores.

La obra describe una etapa singularmente dramática de la existencia de este escritor soviético: los últimos años treinta. Caído en desgracia ante el poder emergente, con sus obras sistemáticamente prohibidas por la censura y siendo blanco de la difamación y de las más acerbas críticas de la prensa oficial decide escribir al dictador. En principio no recibe respuesta alguna, pero inopina­da­mente se produce una llamada de Stalin (al parecer esta llamada se produjo en la realidad, según consta en nota manuscrita en alguna de sus cartas) en la que éste confiesa al escritor su admiración por su obra y le manifiesta su deseo de mantener una entrevista personal con él. La llamada se interrumpe bruscamente, pero es suficiente para que cambien las expectativas de futuro del escritor. Esta llamada es el incidente desencadenate de la acción dramática. Con ella se inicia un profundo proceso de transformación psicológica de Bugálkov que afectará no sólo a su condición de escritor, sino a su relación con su mujer. Pronto vemos que su objetivo no es meramente ser libre, sino que progresivamente se hace patente su deseo de oír la voz del tirano: Bugálkov se convierte en un escritor compulsivo de cartas con las que pretende conseguir a toda costa su objetivo: seducir a Stalin. Se convierte en "escritor para un solo lector". Aislado de la realidad cotidiana, obsesionado por la llamada de teléfono entra en un proceso obsesivo-paranoico (cree halar con el dictador, en unas visitas que en su mente enferma se hacen más y más frecuentes) que terminará en su destrucción como escritor y como persona y con la quiebra de sus relaciones familiares. Su mujer descubre desde el primer momento el "juego" y trata por todos los medios de atraerle hacia sí, y, luego, de sacarle del país, pero sus esfuerzos resultan infructuosos y ve no sin un dramático desgarramiento interior como este se separa más y más de ella hasta caer literalmente en brazos del tirano, en una escena final de una fuerza estremecedora : absorbido -en su imaginación enferma- por la órbita del poder, Bugálkov abandona su estudio, el último reducto de libertad y franquea el umbral del Kremlin cayendo tras él un pesado telón de acero mientras su mujer, abandonada, recoge sus cosas y se dispone a abandonar su hogar y su país.

Una escenografía espléndida de Rafael Garrigós, contribuye a reforzar la separación de planos en que se mueven los personajes. Dos espacios cerrados comunicados apenas por un estrecho corredor que ha dejado incólume la política de tierra quemada de los soviets, pasaje por donde transita -en su imaginación- Bugálkov para acceder al despacho oficial, cuya magnificencia, reflejo de la megalomanía inherente al poder absoluto no hace sino acrecentar la tremenda sensación de soledad que experimenta el tirano. La iluminación, no menos elaborada, coadyuva a definir los espacios y matizar los procesos psicológicos

Espléndido es asimismo el trabajo de los actores. Magüi Mira dulce, cariñosa, comprensiva, vitalista, despechada, al final, nunca presa de la desesperación, manteniendo siempre esa obstinada determinacion que caracteriza a las mujeres fuertes. Helio Pedregal nos muestra a un Bugálkov entrañable y humano, demasiado humano, reflexivo, lúcido pero vulnerable ; firme y obstinado al principio y progresivamente más y más derrotado aportando una extraordinaria gama de matices al proceso de transformación que experimenta su persona. La tarea más ardua, con todo, es la de Eusebio Lázaro que debe de encarnar la proyección mental del Stalin pensado por el escritor. Respetando en lo esencial el porte y los ademanes que la iconografía al uso nos proporciona sobre la figura del dictador para garantizar el referente histórico, todo este personaje destila no obstante una bondad y un desvalimiento que no están muy alejadas del propio carácter de Bugálkov , lo diferencian de él la dureza y el autoritarismo que afloran a veces, su actitud mesiánica, pero sobre todo la fina ironía que despliega en su “trato” con el escritor y que actúa como contrapunto humorístico para descargar la tensión acumulada por el dramatismo de las situaciones.

Hay que felicitar al Centro Dramático Nacional por arrostrar el riesgo que supone siempre estrenar a autores jóvenes. Resulta oportuno, además, hacerlo con esta obra que plantea un problema tan acuciante ayer como hoy, donde los políticos de todas las administraciones y los poderes fácticos gustan de coquetear con los artistas.

Gordon Craig.